Navegar el Aqueronte
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La mujer se encorvó en la silla mientras contenía un gesto de dolor. Lágrimas a punto de desbordar sus ojos deformaron la visión de la persona sentada frente a ella. El médico, simuló consultar unos informes de la historia clínica mientras con disimulo calculaba el tiempo que por cortesía debía permanecer callado para continuar con su disertación.
Una lágrima resbaló por la mejilla de la mujer hasta cobijarse en el borde de su boca. El sabor a sal la hizo sentirse de nuevo viva.
El médico, sin mover un solo músculo, recordó la caja de pañuelos de papel que descansaba sobre la mesita auxiliar donde se exhibía el instrumental inmaculado, y continuó explicando el proceso cierto de su mortal enfermedad.
“Mi consejo es suspender la quimioterapia. Nada de radioterapia y olvidarse de la cirugía. No tratar de eludir lo inexorable. Limitar en lo posible el sufrimiento siguiendo un protocolo establecido por la Unidad del Dolor”.
La mujer se limpió la lágrima con el dorso de la mano. Observó con incredulidad el rostro impenetrable del doctor. Sus ojos apagados, sin vida, parecía que la traspasaban. A través de la ventana, en el parque que amarilleaba por falta de lluvia, podía ver un niño cuando alcanzaba la parte superior del tobogán, luego desaparecía veloz y ella esperaba impaciente verlo de nuevo.
“Usted solo me ofrece la muerte”, replicó.
“Le ofrezco lo que soy”, dijo el médico mientras contemplaba el rostro atormentado de la mujer, “cuarenta y cinco años no están mal si se han vivido intensamente”.
“Mi muerte conlleva la suya”, respondió la mujer, “sin vida no hay muerte”.
“Tal vez”, dijo el médico, “pero esa cuestión no es objeto de esta consulta, además, llegar al final es el objeto de mi existencia, y de la suya, si lo analiza con detenimiento”.
La mujer agarró con fuerza su blusa a la altura del estómago, el niño hacía demasiado tiempo que permanecía oculto a su mirada, no podía evitar erguir el cuello en su busca, tal vez, estaba tan solo como ella, en aquel edificio impersonal. Sus juguetes descansaban en un banco junto al mendigo que colocaba restos de comida recogidos en la puerta trasera de algún supermercado.
“Hay personas que aún me necesitan”.
“Yo también soy necesario para ellas, al menos, mientras nuestra relación profesional permanezca viva”. No pudo evitar un ligero rubor en contraste con el blanco impoluto de la bata.
Ella, presentía la silente división incontrolada de sus células por todas las zonas de su cuerpo, células nuevas reclamando su lugar, viejas células resistiéndose a morir en el tiempo establecido mientras formaban sucesivas masas tumorales.
Sentía que su exceso de vida la mataba.
Sujeto a la escalera por las piernas, el niño se balanceaba cabeza abajo. La distancia con el suelo era excesiva y peligrosa. Movió un brazo protector, como una autómata, en dirección a la ventana, luego, lo recogió de nuevo en su regazo. El indigente se acercó solícito, llevaba una chaqueta desgastada de marinero y un gorro de lana. Con una mano sucia lo ayudó a ponerse en pie.
No podía aflojar la presión de sus dedos sobre la blusa, los nudillos estaban blanquecinos, los tendones empujaban incansables las uñas que se clavaban a través de la seda en la palma de su mano. Con su gesto inquieto, parecía querer arrancar los botones nacarados que descendían desde el cuello hasta el comienzo de la falda. El niño, sentado en la parte superior de la atracción, miró el inmueble donde se desarrollaba la consulta y pateó con fuerza el armazón de hierro por el que se deslizaba. La mujer sintió los golpes como una llamada.
“¿Y si me niego a seguir sus indicaciones? ¿Acaso tiene experiencia de otros pacientes con síntomas similares?” Continuó la mujer para buscar un rastro imposible de esperanza.
“Usted sabe que es mi única paciente, no obstante, mi experiencia es suficiente para asegurar el final al que su vida se acerca de manera ineludible, tal vez con más rapidez de la esperada, pero sin posibilidad de elusión”.
La mujer, inspiró con dificultad. Decidida a arrostrar sus propias decisiones apretó los labios al levantar la mirada de sus manos. El niño, ahora inmóvil, continuaba en la plataforma superior. El repetitivo entretenimiento pareció aquietarlo mientras lo sumergía en la soledad de la mujer.
“Pediré una segunda opinión. Me consta que colegas suyos discrepan de sus métodos y cuestionan sus conocimientos”.
“Está en su derecho”, dijo el médico observando atentamente un tomograma en la pantalla de su ordenador, “por mí, no se preocupe, me sobra la paciencia. Usted sabe el íntimo vínculo que nos une”.
Los sonidos llegaban a su cerebro como el errático movimiento del niño en la escalera oxidada. Un escalón hacia arriba, y las palabras ocupaban un espacio excesivo en su capacidad de percepción. Un paso atrás, y el temor a la caída obstruía el acceso a su comprensión. Cuando el niño finalizó la escalada y quedo de pie, en equilibrio inestable sobre el borde superior, el peligro espoleó su atención.
“Mi método, es cierto, prescinde de palabras superfluas pero, es acorde con su fortaleza y nació con su voluntad. La segunda opinión que desea solo puede ofrecérsela alguien ajeno, incapaz de conocer su alma, aunque manipule su cuerpo y lo someta a las más extremas atrocidades ideadas por la medicina experimental”.
La mujer, se levantó con brusquedad. Su mirada buscó al niño en el parque que una nube sombreaba. Los parterres parecían vacíos. La desesperación la escalofrió un instante. El doctor siguió su movimiento como si formara parte del protocolo establecido. No buscó su mano al despedirse. Oyó sus pasos apagarse mientras salía a la calle abrazada a su historia clínica como un náufrago a una tabla inservible en la tormenta. Estaba desorientada. No recordaba los edificios, no reconocía la ciudad. Sabía que una parte de su cuerpo estaba anclada, como el sillón que acababa de abandonar, al despacho de aquel ser insensible que había tutelado su existencia como una sombra autónoma e inevitable desde el primer día de su concepción.
Se volvió despacio y pudo ver al doctor de pie, tras la ventana de su consulta.
Comprobó que la observaba y sintió un estremecimiento recorriéndole la espalda. Se acercó al banco solitario donde el mendigo dormitaba.
Había llegado el momento de tomar el control de su vida. Dirigió una última mirada hacia el consultorio que acababa de abandonar. Levantó la barbilla en un gesto que pareció desafío hacia la figura vestida de blanco que seguía con atención sus pasos desde la ventana.
Si el final estaba determinado, ella decidiría la hora y el lugar.
Se sentó un momento, el vagabundo permaneció inmóvil, ella cerró los ojos e inclinó un instante la cabeza. Su rostro recobró una serenidad olvidada, vio un rio hermoso y agua transparente. Soñó navegar con la suave brisa y el golpe certero del remo sobre las olas.
El niño se difuminaba en el reverbero de la tarde. Quiso que fuera cierto para cogerle la mano y percibir el torrente de vida recorriendo aquel cuerpo diminuto, pero sabía que su viaje acababa de empezar.
“Me voy a casa”, dijo al levantarse.
Le pareció que el anciano la observaba con ternura. Depositó unas monedas a su lado. El olor a maderas podridas y agua fresca la envolvió de nuevo.
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Tomás Gago Blanco