¿Dónde está Francia? – Tomás Gago Blanco

¿Dónde está Francia? – Tomás Gago Blanco

¿Dónde está Francia?

 

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“¡Claro que sé donde está Francia! Donde está mi padre”.

Me siento huérfano la mañana que, con Felipe, el vecino del pueblo que habla de Francia con la pasión de lo desconocido, sube al coche de línea camino de Zamora. Allí, rodeados de hombres con la camisa blanca abotonada hasta el cuello bajo una chaqueta de pana, subirán al tren con destino a Hendaya.

La víspera del viaje vi su maleta en un rincón del portal, sobre la liviana madera de haya estaba escrito su nombre en letra bastarda. Un cinturón de cuero la cerraba con fuerza y ocultaba las últimas letras de su nombre, como si hubiera comenzado a borrarse su memoria. Recogí los últimos besos a través de su barba y apreté mi cara contra su rostro en busca de un recuerdo duradero.

La soledad de los primeros días precipita todo a mí alrededor. La llegada de Francisco, el criado, para encargarse de la labranza, deja un sabor amargo en el estómago, un temor que disimulo delante de mi madre.

¡Qué hace éste hombre en nuestra casa! ¡Qué pensarán sabiendo que duerme a nuestro lado! Un hombre joven y una mujer abandonada.

No quiero oír los comentarios en la escuela, pero los oigo y me vuelvo y agarro por la pechera al que se ríe, “es lo que dice mi padre”, se disculpa mientras baja la cabeza.

No ha pasado un mes cuando el roble de la era aparece con un corte que lo dobla sobre la cañiza. Veo sus hojas amarillear poco a poco y pido a mi madre que lo deje secándose al sol, como prueba de que no olvidábamos la ofensa.

Añoro la seguridad que la presencia de mi padre trasmitía, la sonrisa en su rostro al llegar a casa satisfecho por el esfuerzo. Su mirada inteligente en el rincón del escaño, junto al fuego.

Al levantarme, veo su pelliza colgada del perchero en una esquina, junto a la puerta de la calle, y su sombrero de fieltro con el círculo de sudor que cada verano se renueva.

Felipe vuelve apenas un mes después de salir del pueblo. “Aquello no es para mí”, dice a quién quiere escucharlo. “¿Y mi padre?”. “Allá está”, me contesta y continúa caminando hacia su casa.

Francisco nos acompaña a misa los domingos, camina a nuestro lado, pero yo me adelanto o quedo rezagado para que quede claro que nadie ocupa el lugar de mi padre.

Una tarde, el cobrador del coche de línea trae una muñeca para mi hermana, tan alta como ella, con el pelo rubio, que cierra los ojos si la inclinas.

Desde ese día, todas las tardes me acerco a la carretera buscando los mensajes que llegan espaciados. Un sobre con dinero, unas cartas escritas en el cuarto que comparte con otros españoles. “Recuerdos, de tu padre”, a veces me dice algún desconocido.

Con el dinero devolvemos el préstamo que la abuela nos hizo para el viaje. Después, ahorramos para comprar la bicicleta prometida. Mi madre la encarga sin barra, como la de las chicas, con un sillín colorado. “Así también la puede utilizar tu hermana”. A mí no me importa, no tendré que doblar el cuerpo para para llegar a los pedales.

Todas las noches me acuesto con la moneda de cobre que me regaló un día de sementera. La encontró en un pequeño recipiente de cerámica que rompió el arado junto a pergaminos deshechos y puntas de flecha oxidadas. No se reconoce la efigie, pero al pasar la mano, siento el abultamiento desgastado que el sueño convierte en la sonrisa de mi padre.

A veces oigo pasos en la noche y contengo la respiración, pero no abro la puerta por miedo a que sea cierto lo que hablan por el pueblo. Cuando llega la mañana la sonrisa de Francisco me tranquiliza. “Esta noche nació un ternero, ven que te lo enseño”

A nuestra espalda algunos murmuran que tuvo que huir porque robó en el ayuntamiento y no podrá regresar.

Yo levanto la cabeza y miro mi reflejo en los cristales en un intento vano por crecer. Menos mal que con el invierno estreno pantalones largos.

Parece que te acostumbras a estar sin padre, pero todo es disimulo. Caminas erguido, mirando a los hombres a la cara con los ojos de tu padre. Y solo eres niño cuando nadie te ve, cuando tomas el sol tras una tapia al abrigo del frío mientras pelas castañas o mordisqueas una bola de pan con azúcar y chicharrones.

Cuando la esperanza de huir se apaga, quedas vacío, te comes la rabia y tiras para adelante.

Mi madre llora por las noches y nos abraza muy fuerte. Con el paso de los días solo acierta a decir “cuando vuelva tu padre… cuando vuelva tu padre”.

El día de mi Santo no lo olvido. Francisco me regala un collar hecho con rosquillas y naranjas solo para mí. Voy comiendo los eslabones muy despacio sintiéndome importante. Me da pena mi hermana, ella nunca ha tenido collar de regalo por su Santo.

Poco a poco recupero la sonrisa y olvido los temores de quedarme huérfano. Ignoro aquellos con los que me cruzo por la calle, el roble caído y los suspiros de mi madre.

El día que vuelve vamos a esperarlo a la estación. Un tren inmenso cubre de viajeros y humo blanco el andén. Tengo la sensación de que jamás lo encontraré entre aquella muchedumbre. Nos encuentra él. Cuando todos han salido nos acercamos a la puerta y allí está, apoyado en su maleta de haya, riendo nuestra torpeza, no digo nada, pero aquella risa me amarga sin motivo el gozo del encuentro.

Ya en casa, de la maleta sale su ajuar de emigrante, un tazón nuevo con hondas, pintado de amarillo, dos platos, un juego de cubiertos, un cazo de aluminio, un vaso de cristal que no se rompe y un abrelatas de acero que también abre botellas. Aquel abrelatas que coloco a mi lado, me trasmite una íntima sensación de suerte sobrevenida. En la mesa de la cocina pone un puñado de billetes que saca de la chaqueta y sonríe mientras nos mira de uno en uno. Yo apenas sonrío. Está orgulloso del fruto de su esfuerzo, no le hablo, me da rabia que haya vuelto tan pronto, que no nos llevara con él, y busco en su cuerpo un rastro de vencido.

Quise marchar a Francia muchas veces, y empezar de nuevo en ese país que a todos recibe, y permite comprar bicicletas a los niños, pero mi padre, mueve la cabeza y repite como si ocultara un secreto peligroso, “allí siempre seremos emigrantes”. “No me importa ser emigrante”, le dije un día mirándole a la cara.

“Ser emigrante aprisiona y marca a la gente”, me contesta, “como el barro aprisiona al tejero cuando bate la arcilla con la azada y sus pies descalzos bajo el sol de verano quedan hundidos en el barro”. “Allí somos hombres de segunda, solo nos quieren para los trabajos peligrosos y mal pagados”

“Pero usted ha traído dinero”, le dije con desafío. Estábamos de pie, en el portal, mirándonos a los ojos, “A costa de no vivir”, dijo poniendo la mano sobre mi hombro, y me empujó hacia el sol del mediodía.

Francisco era amigo de mi padre, eso lo supe luego. Cuando se fue, me dio la mano como a un hombre y volvió con su familia.

Creí que con el paso de los días me olvidaría de Francia. Es imposible olvidarse de un país que entrega a sus trabajadores botas que pesan una arroba, con refuerzos de acero en la puntera para proteger los dedos de los pies. A nadie se lo digo pero, juro, mientras cruzo los dedos, que algún día iré a Francia, aunque sea de emigrante.

 

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Tomás Gago Blanco