Miedo a volar
***

***
Miedo a volar
El nido es acogedor y resguarda. Su protección emana de la supuesta robustez que da desconocer lo que rodea algo tan delicado como un cestillo trenzado con plumas y hierba seca. Cerrar los ojos siempre fue el juego solitario de los niños para esconderse, para dejar fuera de su conciencia lo desconocido y peligroso. El nido es, nuestros ojos cerrados con los párpados prietos para cerrar el paso a lo que ignoramos.
Lejos de la zona conocida, donde la luz todo lo muestra sin hipocresía, la realidad puede resultar temible, angustiosa, inabarcable. Es el miedo al libre albedrío que nunca fue un freno en los primeros años de la vida. Pero la vida puede ser tan cambiante como las pesadillas en un sueño.
Rocío creció alegre con la brisa fresca de la primavera. Vivió sin ataduras, sin saber que su voluntad y sus deseos tenían raíces profundas en algo tan sencillo como la libertad.
Solo necesitaba cosas limpias, sin dobleces; elementales y cotidianas.
La vida, es una rutina que reconoces cuando algo diminuto se interpone en tu camino y te hace levantar la mirada por la sorpresa de lo inesperado, y en el camino de Rocío, un día no previsto se levantó una muralla de autoridad. Una obligación que le presentaron necesaria, ineludible, que incumplirla amenazaba su propia vida.
Todo comenzó como un juego, con mensajes a los amigos y muchas fotos de compañeras de colegio. Rocío, sin saberlo, creció con su rostro muy cerca de la ventana, con los cristales algo sucios por la lluvia que arrastraba dolor y muerte en unas estadísticas que otros elaboraban en lugares remotos, desde donde custodiaban su nueva vida. La luz tamizada que se filtraba por los cristales servía de freno a lo desconocido, a los temores ocultos de allá afuera. Eso le decían.
Todo parecía preparado para impedir que regresara a su vida anterior. Un generoso y Gran Protector la empujaba a la seguridad de los cristales, a la certeza de la intimidad no compartida. Con precisión y fuerza, las promesas de rostro amenazante y falsa risa secaron su voluntad; y sus brazos como hilos rotos, sin voluntad, solo obedecían estímulos ajenos. Rocío comenzó a sufrir para respirar. Temió que alguna ráfaga de viento filtrara en su casa los temores y el sufrimiento que recorría las calles. Y bajó los estores y las persianas para evitar la luz dolorosa y los deseos abandonados por la gente que se pudrían en la calle y nadie se molestaba en rescatar.
Un terror íntimo y secreto fue achicando su figura, disminuyó la alegría de sus ojos y la encerró en una espera de monotonía gris que impedía llegar el aire a sus pulmones. La manta que cubrió sus piernas, tan amorosa las primeras tardes de lectura, se convirtió en un abrazo de fuerza, en la camisa de ásperas e inacabables mangas que rodeó su cuerpo como los de aquellos desvalidos de ojos inconcretos arrojados en habitaciones acolchadas para proteger su mente enferma, personas sin espacio en el tablero arlequinado de la vida.
Han pasado muchos días desde su encierro. Ahora lo sabe con certeza, no es la única que sufre esta reclusión obligada, que justifican y prolongan para una protección que dura demasiado.
Ahora los motivos cambian cada cierto tiempo. Ayer fue por el sol, por la lluvia y por el viento, que arrastraban partículas invisibles de efectos confusos y dañinos. Hoy por las sombras frías, por el agua que vibra y se remansa, por la risa muerta de los niños, por los ancianos olvidados, por las gafas rotas, por los dibujos infantiles que se desprenden amarillos de las ventanas, por las macetas abandonadas en las jardineras que perdieron su color antes de secarse y convertirse desiertos diminutos. Mañana, nos lo dirán cuando sea preciso y acaben de inventarlo, qué más da si ya hemos aceptado las palabras como ciertas.
Nos lo han repetido muchas veces, cuidarnos es su obligación para evitar el dolor innecesario, el sufrimiento colectivo, la errónea toma de decisiones, la tiranía de nuestra débil voluntad. ¡Seamos agradecidos!
Hubo un tiempo en que las calles vacías despertaban la ira de su corazón, era una fuerza invisible, una hipoxia íntima con palpitaciones y somnolencia que dificultaba su respirar, un grillete de autoridad doloroso y vergonzante.
Recordó películas antiguas en las que hierros con óxido y suciedad ulceraban extremidades de prisioneros olvidados durante toda la vida. Pero aquellos seres maquillados para su imaginación sentimental tenían ante sus ojos el comienzo y el final de las cadenas. Sin embargo, ella ha olvidado el comienzo de su condena, el día que los grilletes de sumisión rodearon su cuello y alguien de vacua sonrisa cerró la puerta de su casa, que siempre fue un camino de esperanza. Aquello, alejó la certeza, la proximidad de un final.
Qué terrible es la prisión que no puede verse, que aceptamos como algo necesario. Nos amenazan con la muerte, no con la muerte que determina el final de nuestra vida, sino con una muerte innecesaria, evitable, para eludirla solo nos exigen que reconozcamos la autoridad que limita y decide nuestros pasos.
Cada día de conformidad nos vuelve más débiles, sumisos, porque aceptamos la represión sin rebeldía. Fabrican resortes de colores, diarios televisivos, humor vacuo y alienador que hace olvidar la brisa en el rostro, el sol que deslumbra, la palabra frente al rostro conocido.
Recuerda la caverna de Platón, si ella estuviera ante el desfile de grotescos, no le daría importancia a las imágenes. ¿Hay alguna diferencia entre lo real, si es que existe, y las sombras manipuladas que desfilan ante nuestros ojos? Si aceptamos lo que nos ofrecen, la irrealidad o lo verídico, seremos conformes porque nuestra mente se acomoda y no exige otra realidad.
Pero algo que ignoraba se agazapó en su cerebro un día con recuerdos de luz y de amistad para coger su mano y tirar con fuerza de su cuerpo en busca de la calle vacía, de la ciudad abandonada a las patrullas policiales y a la lluvia.
Era sumisa y la llamada que despertó ese rastro de esperanza se marchitó en un rincón de la mente, era demasiado doloroso luchar contra el temor que había colonizado su corazón y su valor. Allí quedó, enredada entre las sábanas.
La sensación de vacío y abandono de su cuerpo solo impulsó sus dedos para apagar con gesto inconsciente el pitido del despertador. No abrió los ojos ni quiso mover los músculos. Con ruido sordo y desagradable, como un dispositivo mecánico programado en la distancia, oyó caer las hojas de sus días en el calendario de la cocina. Sin proponérselo, abandonó primero la ducha fría, después, el desayuno solitario que había perdido su placer, los paseos forzados en el tiempo y los espacios habitables.
El marcapáginas se volvió superfluo y prescindible pues el polvo cubrió de espera el libro preferido, la música dejó de sonar en su corazón y en su cerebro, y una sensación de abandono cobarde y placentero cogió su mano.
La inanidad se extendió por su mirada y por sus poros. Dejó de sentir, de razonar sobre lo que todos repetían con esfuerzo didáctico y simulada empatía. Todos cuerdos, inteligentes, profundos pensadores, que con la razón de su clarividencia pretenciosa, innecesaria, gratuita, le ofrecían las razones que necesitaba para permanecer cuerda en la locura.
Ni quería ni necesitaba intelectuales, adivinos, embaucadores, rescatadores de mentes enfermas, policías, sacerdotes, magos, ilusionistas. Solo buscó, dejar de sentir, caer en el pozo profundo de la nada, en la orilla de lo insignificante, junto a escombros que un día fueron tesoros admirados, bajo la capa sucia del armiño y las vendas ensangrentadas.
Quiso disminuir su tamaño y descubrir una nueva entrada al país de Alicia, mágico e imprevisible. Con riesgo, con dolor e ilusiones, con final desconocido, con esperanza y traición, con sufrimiento y sorpresa, en compañía de aquellos que rechazan lo sencillo, lo cómodo, el agasajo y la caridad.
***
Tomás Gago Blanco