Playa de Lobos – Un relato de Tomás Gago Blanco

Playa de Lobos – Un relato de Tomás Gago Blanco

Playa de Lobos [Relato]

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Playa de Lobos

La sierra de las moreras se asoma al mar, jazmín celeste y hermano de luz y de color, que en un tiempo remoto cubrió su nacimiento y conserva entre sus pedregosos senderos restos de crustáceos y lava con reflejos iridiscentes de sus aguas.

Si caminamos el perfil fraterno de agua y suelo, lejos de las casas achaparradas que un día lejano habitaron pescadores, las calas nudistas forman diminutas ensenadas a las que un paseo tranquilo lleva sin esfuerzo. Las más próximas se llenan de gritos y sabor a fiambreras de colores que el sol calienta bajo las toallas. El humo de tabaco sirve de lecho al hachís que se desmorona entre los dedos de los jóvenes con el calor de la mañana para dejar un rastro de flores prohibidas que el mar limpia con sus algas.

Las embarcaciones de recreo recortan la costa envueltas en el estrépito de sus motores por rutas conocidas mientras siguen estelas de motos acuáticas y veleros. La navegación pausada ocupa algunas horas para llegar a las zonas de baño que una pequeña caminata hace cercanas para los jóvenes por una senda de risas y polvo bajo la luz espectral del mar en los reflejos de mica y fósiles marinos de la montaña.

El acceso a coches y motocicletas se cerró para preservar el parque regional con sus higueras olorosas y la resina derretida de los pinos bajo el tórrido sol. Una barrera precaria con un candado que acumula salitre del mar cercano indica la clausura de la ruta.

El camino de tierra roja es un corte en la montaña, una herida abierta que bordea la costa desde donde llega la putrefacción de las algas y los graznidos de las gaviotas. Solo cuando los acantilados se adentran en el mar como dedos sucios de ceniza volcánica y rocas negras por ancestrales lavas, la ruta se retira hacia el interior en un agobio de sol y polvo para abrirse de nuevo como una flor de cactus a la siguiente cala.

Allí donde el agua socava las sales alcalinas y el óxido metálico que abraza las rocas de basalto, se construyen murallas de contención para permitir el paso.

El estruendo de las olas bajo los arcos con pilares de roca fundida eleva minúsculas gotas de arcoíris íntimos y volátiles.

Más allá están las playas que antes rebosaban visitantes con el ir y venir de los coches por aquella carreta estrecha, llena de baches y diminutas partículas de mica flotando en el aire, en un sofoco constante para ciclistas y caminantes.
La más recóndita es, “Playa de lobos”.

Hace mucho tiempo, una pequeña isla que batía inclemente el mediterráneo y amansaba las olas que llegaban a la rada estaba habitada por lobos marinos. Allí criaban y jugaban en las rocas próximas a la playa. Algún día, no se sabe bien por qué, desaparecieron para dejar como único recuerdo de su presencia unas rocas descarnadas y el nombre de aquel hermoso golfo. Nosotros sabíamos que aquello era leyenda, como las historias que contaban los viejos sobre las torres de vigilancia derruidas por el tiempo que avisaban con fuegos nocturnos la proximidad de los acantilados.

Algunas noches, cuando los turistas se habían retirado a escuchar música y beber sus combinados con los acordes de grupos musicales que versionaban canciones de los Rolling y baladas de Paul Young y Springsteen, aprovechábamos la oscuridad para visitarla sin ser observados.

Allí, desnudos, en una oscuridad que las noches de luna llena cubría nuestros cuerpos de perfiles imaginarios y las rocas de pensamientos temerosos, nos bañábamos siguiendo la estela de cristales que su luz trazaba hacia el horizonte.

A veces, el motor de una embarcación en el silencio de la noche alerta de la proximidad de traficantes que buscan una zona desierta para sus desembarcos. Si el golpe de las alas del helicóptero perfila los acantilados con su foco delator en busca del tráfico prohibido, los capitanes de las embarcaciones se camuflan tras la isla de lobos, sin ruido y sin luces, en un vano intento de pasar desapercibidos.

Poco después, se oye a lo lejos la lancha de la guardia costera estrellar su proa contra las olas mientras persigue a las planeadoras que en su huida arrojan el alijo de droga al mar para obligarles a elegir. Mientras, los patrones de los cayucos violentan a los emigrantes para que se arrojen con celeridad en el mar, sin preocuparse por la distancia a la costa ni de si saben nadar. Desde nuestro silencio bajo el acantilado oímos sus gritos y los vemos chapotear hasta alcanzar la playa, una vez en tierra, corren desconcertados hacia la oscuridad de los matorrales de palmitos, tomillo, o matojos resecos para camuflarse trémulos de frío y ansiedad por los senderos de la sierra.

Nosotros convivimos con los traficantes y la policía marítima que nos ven como una parte más de aquel trozo de tierra inhóspita y abandonada.

Cierta noche, los motores de los todoterrenos se acercaron despacio y con las luces apagadas. Su ronroneo aproximándose nos empujó tras las grandes rocas de la bahía, en una cueva bajo el acantilado, allí donde las rocas se desprenden con gran estruendo sin más aviso que un ruido lejano de tormenta y guijarros premonitorios que revientan sobre el basalto.

En esa operación los guardias se cobraron un alijo importante de hachís y la detención de cincuenta inmigrantes. Hubo disparos, y ocultos, en silencio, seguimos con temor y desconcierto la operación policial.

Cuando todo acabó y las luces de los coches policiales se alejaban entre nubes de polvo y sirenas distorsionadas por la distancia, salimos de las rocas y comenzamos a recoger las toallas para volver a casa. Se nos habían quitado las ganas de risas y de mar.

Entonces se acercó un hombre seco, con barba descuidada y pelo hirsuto. Gesticulaba al dar grandes voces que apagaban las olas en aquella noche de luz fría y acoso policial.

—Es vuestra culpa, vosotros culpables.

Nos miramos sorprendidos, no habíamos hecho nada salvo intentar mimetizarnos con las sombras del acantilado, pero aquel traficante nos observaba con ojos amenazadores mientras nos señalaba con el dedo.

—Vosotros pagareis, pronto pagar lo de hoy.

Luego caminó hacia el mar, parecía que la luna guiaba sus pasos y los reflejos del agua eran suficientes para trazar un puente de cristal hasta el horizonte. El golpeteo de los remos de una barca sobre la que una luz tenue oscilaba fuera de los reflejos del mar fue acrecentándose hasta recoger al hombre y de nuevo, el golpe de los remos sobre el agua se apagó con el rugido de un potente fueraborda que se alejaba.

Pasaron dos semanas, y una noche de fragancias compartidas en la que las brasas de los cigarrillos y las risas morían bajo las olas, nos sorprendieron unos potentes reflectores de tres embarcaciones que se acercaban a la costa a gran velocidad.

Desnudos como estábamos cogimos la ropa y emprendimos la huida hacia el camino que comunicaba con el pueblo. Pero los cantos rodados y las aristas de las rocas nos obligaban a caminar despacio.

Aquellos hombres nos dieron alcance y con golpes y patadas nos arrojaron al suelo. Éramos tres chicos y dos chicas. A ellas se las llevaron a la fuerza tras unas rocas; sus pies dejaron en la arena un rastro de vergüenza y gritos por el rapto.

Teníamos los labios reventados y golpes por todo el cuerpo pero sus llamadas de socorro golpeaban nuestros cuerpos más que las patadas por la imposibilidad de ayudarlas y la vergüenza de nuestra cobardía. Estábamos paralizados por el miedo ante la persona que nos vigilaba con un arma para obligarnos a permanecer sin movernos y en silencio.

Fue todo eterno y veloz. Los gritos de las chicas se fueron apagando, al final quedó solo un llanto de impotencia. Después, los que se las habían llevado vinieron hacia donde estábamos retenidos.

—Ahora vosotros.

La risa del que nos amenazaba retumbó en la cala. Habíamos visto, en alguna película escenas más o menos explicitas de sodomía pero imaginar que nos podía suceder a nosotros excedió todo lo imaginable.

Cayeron de nuevo sobre nosotros con más patadas y golpes. Al final nos dejaron con el cuerpo lleno de moretones, pero su agresión no pasó de ahí. De alguna manera nos sentimos afortunados. Solo silencio, tirados en la playa como restos inservibles, sin dignidad, sin atrevernos a levantar la vista, acurrucados en las toallas.

Alguno secó sus ojos con la punta de los dedos. Pasado un buen rato comenzamos a movernos para buscar a las chicas. Que lejos nos parecieron las noches de risas y bromas y que difícil imaginar que aquello podría llegar a sucedernos por bañarnos a la luz de la luna.

Al acercarnos donde estaban abrazadas vimos que se tapaban evitando mirarnos.

—Dejadnos solas, por favor.

Estábamos desconcertados.

—¡Que nos dejéis solas! —Gritaron sin mirarnos.

Quedamos en silencio, se vistieron a nuestras espaldas y cuando se acercaron vimos un atisbo de esperanza en su mirada.

—No nos violaron, solo nos han manoseado.

Una sensación de alivio recorrió el grupo.

—Pero nos utilizaron para otras cosas asquerosas que no podremos olvidar.

Una risa tonta se apoderó de nosotros. Nos abrazamos los tres y comenzamos de nuevo a sollozar. De alguna forma comprendimos que por una vez aquello no había acabado demasiado mal. Sin embargo, las chicas nos miraron con una fijeza que nunca habíamos sentido, nos vimos distintos. Sus miradas de desprecio y su silencio anunciaban que el vínculo que nos unía había desaparecido. Ahora, éramos algo ajeno que querían mantener lejos de sus vidas.

Como el hielo abre una grieta en la roca, aquella noche se abrió un abismo en nuestra relación que no acertamos a comprender.

Se hacía tarde y nos vestirnos para regresar al pueblo. Caminamos con lentitud, mientras nos ayudábamos para que nadie quedase rezagado. Preferimos no hablar de lo que cada uno sentía, pero la imagen era la de un grupo derrotado, lleno de vergüenza y terror. Éramos unos críos que jugamos a ser mayores y habíamos madurado a golpe de realidad en una sola noche.

—Peor lo tienen ellos —comentó alguien

—¿Ah sí, peor que nosotras?

—¿Habéis pensado en los emigrantes? Las mujeres y los hombres no se libran por pagar con dinero, también pagan con su dignidad.

—¡Te recuerdo que hemos sido tratadas peor que emigrantes!

Aquello acabó por deshacer los débiles vínculos que podía haber entre nosotros. De pronto éramos extraños, un grupo de desconocidos con la memoria enferma por las miserias propias y las de los demás.

Alguien vomitó al borde del camino. Continuamos en silencio.

Siempre habíamos visto con recelo a los emigrantes que esperaban pacientes en las plazas las furgonetas sin cristales que los trasladaban bajo los invernaderos, y volver sudorosos al caer la noche por las horas interminables pasadas bajo los plásticos mientras cuidaban los cultivos.

Sentíamos que eran diferentes, a veces molestos. Los queríamos invisibles y ahora estarían siempre presentes en nuestras vidas.

Decidimos no contar lo sucedido aquella noche.

Las chicas iban juntas, parecían incapaces de caminar. Nos acercamos para ayudarlas.

—No nos toquéis, no queremos veros más.

—Lo que pasó no fue culpa nuestra.

—Es igual.

Nos miraron con desprecio. Bajamos la cabeza sin comprender. Algo se había roto en cada uno de nosotros. Tal vez los próximos días pudiésemos volver a nuestra vida anterior. Aquella vida despreocupada que tan lejana nos parecía ahora.

Al día siguiente nos enteramos que habían ido al hospital para un reconocimiento y finalmente a la policía. Nos tomaron muestras de ADN y no fue fácil justificar nuestra actitud de aquella noche. Después, nuestra relación se secó como una rama arrancada de un jardín frondoso.

Acabó el verano como el sabor de la bergamota, profundo, anclado en el interior del cuerpo, con la desazón de algo irreparable y definitivo cubriendo la piel y cauterizando cada poro para evitar que el aire fresco de la brisa lo borrara poco a poco de nuestro cuerpo.

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Playa Cueva del Lobo – Mazarrón, Murcia [España]

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Hoy, después de muchos años he vuelto a la cala, es medianoche y veo la luna trazar con reflejos pausados una hendidura de tristeza hacia la isla que cierra la bahía.

¿Por qué he regresado después de tantos años?

Tal vez busco justificación a lo que sucedió aquella noche. Desde entonces no me gusta el mar, sé que es un camino para recorrer el mundo, para unir personas, para que la vida con esperanza sienta el empuje de las olas.

No volvimos a vernos, nos evitamos otros veranos y otras vidas.

Ahora no frecuento el mar, no quiero descubrir algún día los ojos de una mujer que me devuelva los recuerdos amargos que me visitan al acercarme a la arena.

Cada paso es un destino distinto. La luz cambia si giras tu cuerpo, una palabra abre o cierra la mano amiga, la caricia esperada. Todo es cierto si no arrastras consecuencias de tu pasado, si puedes escribir tus días en el libro abierto de la vida.

En la noche, al cerrar los párpados, oigo los gritos inconsolables, los pies que arrastran guijarros y dejan una señal de vergüenza para marcar un camino que no recorrí. La pasividad de aquella noche ahora me parece interesada, y la satisfacción oculta por salir indemne humedece de cobardía mí almohada. Si cierro los ojos, siento la confusión de lo vivido arañar la piel para ahondar el surco del remordimiento que me deja despierto hasta que exhausto me libera el sueño.

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Tomás Gago Blanco

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