Grafitis [Relato]
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Grafitis
La guerra al grafiti comenzó una tarde de marzo. Apenas la corporación municipal tomó posesión de sus escaños, el alcalde, hizo el esperado discurso de investidura. En él, dejó manifiesta su voluntad de acabar con los grafitis de la ciudad.
—Los presupuestos serán generosos con las partidas destinadas a adecentar la capital —comentó entre aplausos de sus concejales—. Se incrementaran los recursos hasta donde sea necesario y, esta villa, volverá a ser la que era, antes de que el libertinaje de unos gamberros la acabara sometiendo a la tiranía de su estética depravada.
El trabajo de regeneración comenzó con carácter de urgencia.
Se compraron ingentes cantidades de pintura eludiendo la necesidad de convocar concursos al invocar el procedimiento de urgencia. Se contrató indefinidamente un grupo de pintores que, el alcalde conocía por su eficacia, para renovar las fachadas devastadas por los murales.
Se creó un nuevo cuerpo de agentes municipales, al mando de una persona de confianza del alcalde, para un mejor control de los grafiteros.
Con la ayuda del gobierno central se modificó la legislación, a fin de que, cualquier mancha en una fachada se considerase delito, con la consiguiente multa y privación de libertad para los reincidentes.
La operación comenzó en el centro, donde el comercio de lujo marca el carácter de una ciudad moderna y cosmopolita.
Lo que se blanqueaba por el día, se pintaba por la noche en una actividad frenética que los nuevos agentes no podían controlar.
Se estableció el toque de queda y se encomendó al ejército el control de los accesos. Se colocaron alambradas y sacos terreros. Para evitar los aerosoles que algunos desaprensivos intentaban esconder entre su ropa, en los pasos habilitados para acceder a la zona inmaculada de la ciudad, se instalaron arcos detectores de pintura, junto a modernos escáneres lectores de pupilas, que, un equipo de biólogos creado al efecto, asesorado por psicólogos especialistas en desviaciones sociales, analizaba en tiempo real, para evitar la entrada de individuos indeseados.
El elevado coste del dispositivo motivó ajustes en partidas presupuestarias de menor entidad, como asistencia social, educación y cultura.
El consistorio explicó que esta medida era coyuntural, en tanto el proyecto estrella del partido gobernante se llevaba a cabo.
—No hay que olvidar —dijo el alcalde en un pleno— que estas medidas estaban en nuestro programa electoral.
Entre tanto, fuera de la “almendra central”, la ciudad reverdeció de pinturas. Todas las fachadas fueron ganando metro a metro imágenes alegóricas salidas de la mente de los perseguidos.
Ante aquello, el alcalde, decidió que había llegado la hora de tomar el extrarradio. Comenzó por las zonas más alejadas, allí donde las chabolas se arraciman dejando un pequeño espacio para huir de la policía.
Se prohibió mediante una nueva norma permanecer en la calle cuando los concentrados fueran más de dos. La alcaldía, creó un grupo de expertos para estudiar la posibilidad de obligar a los chabolistas a urbanizar, a su costa, las zonas ocupadas fraudulentamente, además de exigirles todos los impuestos soportados por el resto de ciudadanos para disfrutar los servicios que, de momento, no podía ofrecerles la ciudad.
Los técnicos, en apenas diez meses, concluyeron que, los tributos eran exigibles si el consistorio daba una mano de pintura a las latas y cartones de las edificaciones, con el fin de conseguir la deseada uniformidad que haría famosa a la ciudad.
Los rateros, a cambio de inmunidad mientras trabajaban, denunciaron aquellos jóvenes que veían arrastrando bolsas de aerosoles, cuyas manos se movían frenéticas mientras pintaban, los cada vez más irreverentes grafitis contra la autoridad, en una imagen de miembros multiplicados, como si se tratara de la diosa Kali de los mil brazos.
A los periodistas disidentes, se les confinó en salas de prensa desde donde podían seguir las intervenciones del alcalde y las preguntas de sus compañeros, a través de una pantalla mural de televisión.
Finalizado el segundo año de legislatura los frentes se estabilizaron. La zona central de la ciudad y el barrio de chabolas pintado de rosa y blanco permanecían impolutos, y vacios. El resto de la ciudad era un mosaico de colores. Un tapiz de libertad que como un imán atrajo miles de turistas. Con ellos llegaron bohemios, escultores, poetas, intelectuales y otras gentes de mal vivir.
La ciudad se organizó para seguir viviendo entre sirenas de policía, inspectores de la luz, inspectores del gas, inspectores de uñas buscando restos de pintura…
Así, pasaron cuatro años. Hubo elecciones.
El nuevo alcalde, para acabar con los excesos de su predecesor, decretó que todos los edificios de la ciudad debían lucir al menos un 30% de su superficie cubierta de grafitis. Para ello, contrató directamente, sin mediar concurso público por la urgencia del caso, con una fábrica de pinturas conocida, el material necesario para la nueva imagen de la ciudad, luego, una comisión creada al efecto abrió un periodo de prueba para examinar la pericia de los grafiteros que tendrían encomendada la tarea de adecentar los edificios que permanecían desagradablemente inmaculados.
Se establecieron los modelos que, elaborados por diseñadores reconocidos internacionalmente, embellecerían las arterias principales de la urbe. Los ensanches se encomendaron a artista locales que habían participado en el diseño de los carteles electorales del partido ganador de las elecciones, y la periferia, a cualquier grafitero que abonase una licencia para artistas bohemios creada al efecto.
Los costes de eliminar los controles de seguridad implantados por el anterior alcalde impidieron mantener los recursos destinados a determinadas partidas sociales. Por fortuna, solo resultaron eliminadas las referidas a asistencia social, educación y sanidad.
Se creó una nueva tasa que debían abonar quienes se recreasen en las pinturas murales que adornaban los edificios gubernamentales. Ante la pertinaz falta de atención hacia los grafitis que siguió a tal disposición, el consistorio implantó una contra-tasa que sancionaba a quienes despreciaban los valores estéticos municipales que decoraban las fachadas.
Contra todo pronóstico, la ciudad subsistió, y los ciudadanos, continuaron viviendo como si el Consistorio fuera necesario.
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Tomás Gago Blanco