Magos (Cuento de Navidad)
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Magos (Cuento de Navidad)
La tormenta de arena empujó el séquito hacia Petra, la ciudad nabatea oculta en el desfiladero. Una cortina de polvo se arrastraba por el tortuoso cañón que discurre a los pies del Deir construido en honor del rey Obodas I, deificado tras su muerte. El monasterio, además de utilizarse para el culto, era residencia de los monjes entregados a su servicio.
La caravana llegó por la angosta ruta que discurre a través del monte Edom. A sus pies, la ciudad vacía era un torbellino de tierra y sombras.
El descenso hacia la seguridad del monasterio se hizo imposible. Los camellos ciegos por la arena y el viento, se negaban a continuar. Con cuidado, los esclavos consiguieron acercarse a la tumba de los obeliscos donde se refugiaban los pastores y los bandidos dedicados a asaltar caravanas de mercaderes.
De los tres espacios funerarios, el situado a la izquierda de la entrada, estaba ocupado. Los otros dos, apenas permitieron acomodar a los viajeros. El más amplio lo ocuparon los sirvientes y las bestias. En el tercero, situado en el centro de la edificación, los pajes tendieron alfombras y cubrieron la entrada de gruesas cortinas de lana para proteger a los altos dignatarios.
Cuando la tormenta se alejó rumbo al golfo de Aqaba, el sol apenas mostraba con sus últimos rayos un horizonte azul y púrpura.
Los tres astrónomos de la comitiva se reunían cada siete años en Petra, único lugar de oriente desde el que era posible divisar la lluvia de Úrsidas surgiendo de la estela del cometa que, todos los años por aquellas fechas, se dirigía hacia Polaris, la brillante estrella que según sus observaciones siempre permanecía inmóvil y señalaba de forma constante un punto exacto de la tierra.
Las tablillas de terracota que Aristarco el bibliotecario de Alejandría estudiaba, recogían la importancia de esta fecha por ser el final del año astronómico.
Chang Heng, a su vez, venía a encontrarse con el cometa desde el lejano imperio chino. Consejero del emperador Han, fue, con sus viajes, el artífice de la apertura de la ruta hacia oriente que poco después se llamaría de la seda.
Nain provenía de Nubia. Sacerdote y astrónomo, custodiaba la biblioteca de papiros, expoliados durante la breve ocupación de Egipto por los nubios, y ancestrales pergaminos de piel de cabra.
Finalizadas las abluciones, los astrónomos tomaron una cena frugal y desplegaron los documentos que cada uno había recabado: papiros, tablillas de arcilla, y pergaminos pasaban de mano en mano mientras comentaban los movimientos observados por cada uno de ellos en la bóveda celeste.
Tan abstraídos estaban en sus discusiones que no oyeron unos desgarradores gritos provenientes del espacio situado junto a ellos.
Poco después, un efebo entró limpiándose con un lienzo de lino las manos ensangrentadas.
—Mis señores —dijo inclinando la cabeza— una mujer acababa de parir.
Puestos en pie, los astrónomos se acercaron al tercer espacio funerario. A la mortecina luz de una lámpara de aceite vieron una mujer joven amamantando un recién nacido. De sus rodillas resbalaba un hilo de sangre que empapaba el lecho de paja podrida. Junto a ella, un anciano se afanaba con torpeza en atenderla.
El vestido de la mujer era de basta tela, lo que denotaba su origen humilde. Las ajorcas en sus muñecas, con adornos de lapislázuli, resaltaban el cian de sus ojos.
El anciano vestía túnica de suave lana, manto de ribete bordado, y sandalias de cuero con remaches de cobre, propios de los artesanos israelitas.
—Calentad agua para que pueda asearse esta mujer —dijo Aristarco a sus criados—.
Traed una túnica nueva, una alfombra donde repose y una piel de camello para que se cubra.
A pesar de las ojeras, la mujer era de una belleza serena y turbadora, sus grandes ojos se abrían humildes hacia aquellos hombres que la atendían con delicadeza.
—Gracias nobles señores —dijo el hombre inclinándose con torpeza—. Esther y yo, agradecemos vuestra generosidad.
Dejaron a Esther sola mientras se aseaba, y Josué, así se llamaba aquel anciano fue invitado por los magos a compartir leche caliente y miel en su habitáculo.
Al salir al exterior contemplaron la mayor lluvia de úrsidas jamás observada. Chang Heng pensó en los fuegos de pólvora que cada cinco años se celebraban en honor del emperador.
Además, el cometa parecía brillar de una forma especial aquella noche sin luna, iluminando la explanada con un reflejo cegador.
Con un cuenco de leche de camella en la mano, Josué comentó su historia a los tres eruditos.
“Esther, vivía en una mísera casa en las afueras de Jerusalén, junto a la muralla que reconstruyó Herodes el Grande, cuando restauró el templo de la ciudad, muy cerca del lugar donde él tenía su taller de carpintero. Huérfana desde niña, fue acogida por un tío suyo, ciego de nacimiento, a cambio de sus cuidados. Su belleza motivó que muchos hombres solicitaran sus favores. Unos, con falsas promesas y otros, con amenazas. Cuando quedó embarazada, se negó a revelar quién era el padre de su hijo. Denunciada ante el consejo de ancianos, y temiendo ser condenada a la lapidación por aquellos que la acosaban, aceptó la oferta de Josué para huir a un lugar donde no los conocieran y, una vez parida, regresar haciéndose pasar por su esposa.
La tormenta los sorprendió al comenzar los dolores del parto, por lo que buscaron refugio en aquellas tumbas abandonadas”.
Los notables quedaron sorprendidos de tan largo viaje sin más ayuda que el pollino utilizado por Josué para acarrear las maderas necesarias en su trabajo.
Poco después, el efebo que había ayudado a Esther en su parto entró para anunciar que ya estaba aseada, con túnica nueva y, que el niño, dormía después de haber mamado.
Al verla con túnica de seda y diadema de hilo de plata, los sabios quedaron fascinados con su hermosura. Entonces, decidieron ofrecerle otros presentes para recordar aquel agradable encuentro y el nacimiento de su hijo.
Aristarco le regaló unas monedas de oro con la efigie de Ptolomeo, fundador de la biblioteca alejandrina, Chang Heng un tarro de incienso y Nain un pequeño cofre con azafrán y canela.
Avanzaba la noche cuando el viejo se dirigió a los presentes.
—Disculpadme, señorías, el viaje y la ansiedad por encontrar un lugar seguro sin duda me han fatigado, desearía retirarme a descansar.
Los astrónomos se inclinaron y respetuosos abandonaron la estancia.
Cuando Esther recobró fuerzas, salió silenciosa de su refugio para no despertar a Josué y se dirigió al aposento de los magos que continuaban con sus experimentos. Inclinó ante ellos la cabeza y se ofreció para acompañarlos de regreso a sus países, no le importaba el destino final, y si era preciso, servirlos en cuanto pudieran desear.
—Permitid que os acompañe —suplicó—, todavía soy joven, no permitáis que mi vida siga siendo tan desgraciada como sin duda ya conocéis.
Ellos la miraron sorprendidos y rechazaron su ofrecimiento.
—Nuestros criados son efebos —dijeron— y vos, aunque de extraordinaria hermosura, sois mujer. En nuestros viajes nunca ha sido admitida mujer alguna.
Esther se sintió humillada y permaneció en silencio. Después, se inclinó dispuesta a retirarse.
—Esperad —dijo de pronto Aristarco—, si renunciáis a vuestro hijo y permitís que entre a mi servicio podréis acompañarnos en el viaje de vuelta. No os separareis de él mientras dependa de vos para alimentarse. Dejaréis de ser madre para ser su nodriza. Y seréis libre para seguir con vuestra vida.
Luego, los astrónomos le dieron la espalda y se inclinaron sobre sus documentos para continuar con sus estudios sobre las Úrsidas y el firmamento.
No había amanecido cuando comenzó a caer una lluvia pertinaz sobre Petra.
Ráfagas huracanadas acrecentaban el frío de la mañana en la ciudad nabatea.
En la oscuridad, apenas se divisaba el contorno de un hombre que se alejaba encorvado sobre su jumento. Parecía a punto de caer con los torbellinos de viento y agua. Su figura era la de un anciano abatido pero insensible a la adversa climatología, como si buscase un fin deseado entre la oscuridad y la lluvia.
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Tomás Gago Blanco