Introspección – Tomás Gago Blanco

Introspección – Tomás Gago Blanco

Introspección

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María Herminda Gago Blanco – El lenguaje del azar. Dueto. Prospecto y demás escritos*

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Introspección

Ocho treinta de la mañana. Llego a la oficina; el traqueteo del metro en mi cerebro mantiene su cadencia. Nada extraño. Nada siento.

Hoy, lo veo.

El desconocido está sentado a mi mesa de trabajo. Su cara, una máscara blanca, dos finas aberturas a la altura de los ojos. Estático, voluble, desdibujándose a veces, cuando el sol que se  filtra por la ventana atraviesa su cuerpo, su perfil leve.

Sin temor me coloco a su espalda. Miro a través de sus ojos. Me veo asqueado del trabajo, y perezoso. Retiro la mirada y siento sus manos pegadas a las mías, su cuerpo adentrándose en el mío como humo entrando por un orificio empujado por el viento.

Salgo del despacho. La parte de su cuerpo nebuloso que aún no ha invadido mis entrañas me envuelve como un sudario, intenta adherirse a mi espalda, ocuparme por completo.

Miro a mis compañeros de trabajo, ajenos a la mascara de mi cuerpo, ajenos a mi transformación  no deseada.

Sorprendo miradas de hiena tras las mesas, enormes babosas arrastrándose por el suelo, arañas escondidas tejiendo redes formidables. La abeja reina con sus brazos ocupados por látigos, regalos y comida.

Estoy atrapado en un hormiguero artificioso, en una colmena hexagonal de celdillas transparentes, en una ciudad laberíntica, donde arañas laboriosas tejen incansables redes de sedas flexibles y narcóticas, donde brillan ojos astutos al fondo de las cuevas.

Por fin, la niebla que me sigue ha invadido mi cerebro y estoy oculto a las miradas. Eso creo.

El humo que me llena hace ingrávido mi cuerpo, me modula, me pliega a los soplos de la gente. Intento asirme al respaldo de una silla, arrastrarme por el techo, alojarme en la mirada de algún desconocido. Es inútil. En un momento calculado, se abren las ventanas interiores, las que dan al patio de la nada, y la corriente que me lleva, se lleva todo lo que no se arrastra por el suelo.

El techo es una inmensa claraboya de luz transparente y crujidos diacrónicos. Si cierro los ojos el agua de la lluvia inunda el mármol carcomido que una brigada de alambres circulares pule con ritmo interminable. Recorro los dos edificios siameses que se apoyan para no acelerar el artificio inexorable de escombros que serán mañana.

Regreso del paseo.

Después de traspasar las puertas de cristales tachonados por avisos que parecen colgados en el aire espeso y sucio de la calle, accedo a una rampa que comunica dos planos de mi mente

Camino el amplio recibidor con luz sucia de lucernas que atruenan con la lluvia; hoy no tomo el ascensor, subo por la escalera de mármol y pasamanos de hierro basto y rasposo.

Entro de nuevo en la caverna, las telas de araña se abren a mi paso. No hay problema si caminas por donde la araña te guía con el farol atado a su abdomen, junto al aguijón con el que narcotiza a los ingenuos.

Todo está permitido mientras sigas las instrucciones de la araña. Si aceptas tu lugar en el nido, sentirás la baba resbalar por tu cuerpo, la notarás dúctil y ajustada a tus movimientos, todos establecidos con arácnida mentalidad de sumisión.

La insumisión aunque silente, la detecta el arácnido a través de los ojos de quienes componen el nido y han encontrado cobijo y protección ficticia bajo su tutela.

Tratar de caminar en sentido inverso al trazado provoca reflujos en la flexible superficie que suaviza aristas y adormece la conciencia. Esos movimientos ajenos despiertan el instinto asesino de la araña, e incomodan a los que sueñan recostados en las paredes pegajosas dentro de capullos trenzados con fantasía y liviandad.

Parece que falta el aire cuando se piensa en respirar. Automatismo prescindible si te conectas a los conductos oxigenados de la araña.

De su boca en pinza y garfios afilados destila una liana transparente y soñadora, que hace dóciles a los incautos.

Mi pulso está tranquilo. Estoy tranquilo y sosegado. Hoy, igual que ayer, y que mañana. El sobresalto está aquí, si no lo esperas.

H O Y L O E S P E R O L O E S P E R O.

Dejo la máscara. La tiro. Queda oculta en el fondo de la papelera. Silencioso me dirijo a la salida.

¡Un momento! Dice alguien a distancia.

N O O I G O N A D A N O O I G O N A D A.

Una garra peluda, unos artejos con su uña distal y su glándula venenosa me retienen, sé que mi hombro no existe, que puedo trasladarlo a otra parte de mi cuerpo, si mi mente no se hipoxia. Mis ojos observan a través de la nuca las risas cautivas de los inmovilizados que chupan el veneno como néctar afrodisíaco, los incapaces de levantar la mirada, los cómplices de la noche eterna que acunan su cuerpo con movimientos repetitivos en los márgenes estrechos de la voluntad ajena y la inexistencia.

Abandono mi cuerpo y lo veo caer como papel transparente un día de viento, siempre hay alguien que desea lo ajeno y se levanta para disputar los restos putrefactos de mis vísceras que el paso de la luz disuelve y mece.

Convertido en nada, demoro un instante la salida. Sé que todo seguirá igual incontables vidas, que podré volver cuando sea mónada, sustancia simple, paradoja metafísica.

Ya en la calle observo la disolución de la ciudad como una tarta al sol de primavera. Edificios horizontales no precisan escaleras, la ciudad cautiva que se expande y ocupa el universo. Cada calle es un túnel donde la luz no crece, solo la fosforescencia de ingentes polífagos permite caminar a los que entregan partes de su cuerpo para ganar unos segundos, y avanzar en el túnel ciego de respuestas y de luz.

Los poros de mi cuerpo, demasiado generosos, impiden retener la sustancia que mis dedos acumulan. La noche eterna o el día definitivo inflaman mi cuerpo para poder convivir con los que llevan su sombra de la mano, pero mis dedos quedaron olvidados en cada puerta que se cerró a mi espalda, solo el viento me empuja liviano ahora que caminar está prohibido, igual que mirar o arrojar trozos de corazón a los patos de la ribera.

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Tomás Gago Blanco

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* La imagen que acompaña al texto es una copia del cuadro de María Herminda Gago Blanco, El lenguaje del azar. Dueto. Prospecto y demás escritos, que fue premiado en el último Salón de Otoño (2020) de la Asociación Española de Pintores y Escultores (AEPE) celebrado en el Centro Cultural Casa de Vacas del Retiro.

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