El hombre invisible [Relato]
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El hombre invisible
Cada día, a la hora de la siesta bajo los árboles rumorosos, solitario y niño, todo mi cuerpo quedaba adormecido en un mundo singular de fantasía.
Sobre los ojos se mecían las hojas de los negrillos con su verde oscuro, donde, a veces, un nido señalaba con su cestillo de hierbas y plumas la parte más delgada de la rama. Ese movimiento repetitivo de las hojas volvía borrosa la mirada y, mi interior, adquiría su viveza a medida que la percepción exterior desaparecía.
Era entonces cuando tumbado sobre la hierba reseca dejaba volar la imaginación hacia cosas imposibles que entonces sentía tan reales como hechos verdaderos
¡Si fuera invisible…! Y la ilusión me llevaba por los ventanucos oscuros de las casas donde alguna compañera de clase bañaba su cuerpo pálido en el balde donde se lavaba la ropa. En sus gestos quería ver la sospecha de que alguien la observaba hasta que su sonrisa confirmaba la aceptación a mi supuesta presencia. Yo, contenía la respiración y me movía despacio a su alrededor para mirar sus ojos sorprendidos, sus pechos incipientes y su pelo pegado a la espalda.
A veces, era más osado y entraba en el dormitorio de mis padres, o en la taberna donde se jugaba a las cartas (esas habitaciones donde los niños teníamos prohibida la entrada), o bajo la sotana del cura para verle los pantalones.
El vicio de colarme en las casas ajenas me acompañó mucho tiempo. Hasta que pude saber lo que ocurría en los rincones de todas las casas del pueblo.
Llegué a la gran ciudad y desde mi ventana recorría todas las que estaban frente a mí. Luego, me acercaba despacio y miraba a la madre que amamantaba a su hijo, al joven que estudiaba y, a la pareja que ensayaba sobre la cama las primeras caricias.
Algún día, sin saberlo, esa afición se borró de mis recuerdos. No puedo describir el proceso paulatino e inconsciente de cómo se olvidan tantas cosas que solo, a veces, vuelven a la memoria.
Ya adulto, jamás pensé en la invisibilidad como un don. Me gustaba que se visibilizase mi persona; quería dejar de ser alguien impersonal, irrelevante, superfluo. Conforme avanzaba en edad se alejaban esos sueños infantiles y acumulaba preocupaciones y tal vez soberbia. Esos años no me importó mostrarme altanero o compasivo según establecía mi criterio sin dar lugar a la duda. En cualquier situación, mi determinación y mi osadía me llevaban a tomar la decisión acertada, esa que nunca yerra si eres joven y crees que todo lo puedes alcanzar.
Conocí a una mujer; a muchas mujeres que, abrieron sus puertas para que no volviese a mirar por las ventanas. Tenía la sensación de que todo estaba al alcance de la mano. Todos me trataban con deferencia mientras ascendía imparable por el camino elegido. Solo cuando algún tropiezo alteraba mi ascenso veía las sonrisas sardónicas de quienes no me importaban.
Miraba sin ver nada más que mi sombra en los paseos de baldosas relucientes, lejos de aquellos lugares donde se acumulaban los bolsos con ropa sucia y gente que olía a pobreza y abandono.
No puedo contar los años que viví una vida sin sentido. Sin el sentido que la vida exige a todos los que estamos rodeados por otros que nos superan en destrezas, o que no nos alcanzan por su abandono, porque la cadena de sucesos gira contra corriente, contra la propia vida.
Un día, al regresar de tomar un café, lo vi. Tenía un carrito con andrajos a su lado. Una pequeña banqueta sujetaba su cuerpo sucio y deforme contra la pared, estaba junto a la puerta lateral de una iglesia que tiene su entrada por la Calle de Alcalá. Todo era vulgar y esperado. Junto a él, un cartel sucio de cartón con una frase garabateada.
Me cambié de acera. Siempre me disgustó la proximidad de la miseria, las voces silenciosas por ser las más sonoras, la mirada humilde, la espera sin esperanza.
Tardé una semana en volver por aquella calle. Estoy seguro que la evitaba. Sin ser consciente modificaba mi paseo para no tener que leer aquel mensaje sucio de grasa antigua y manos sin lavar. Pero la costumbre pudo más que mi prevención y me encontré frente a él una mañana de frio enero. Allí estaba, arrebujado en su manta, con sus ojos fijos en los míos, a su lado, aquel cartón casi roto y el mensaje permanente: “Debo ser invisible porque nadie me mira”.
Cometí el error de mirarlo. Vi en sus ojos un dolor profundo, lejos de cualquier reproche y, una paz que conocí de niño y había olvidado. La costra de sus manos cayó como la lluvia de primavera y su pelo era suave y cano. Su ropa vestía un cuerpo enjuto y combinaba colores extraños. Desconozco por qué me sonrió.
Me alejé con los latidos del corazón rebotando en mis sienes y en mí pecho. No quise mirar atrás; no pude mirar lo que dejé y caminé deprisa hacia la oficina que esperaba mi regreso.
Las mismas aceras, los bancos de granito, el ruido de los coches, todo se iba cubriendo de un ligero zumbido que crecía con mis pasos. Eran muchos, tal vez todos, los que continuaban con su vida sin reconocer aquella queja auditiva que amortiguaba los pasos y llenaba mi cuerpo de somnolencia. Por un momento sentí flotar mi cuerpo y la ausencia de todo lo que me rodeaba. Solo, alejado de cuanto aconteció hasta ese instante, creí habitar un mundo antiguo, donde todo era oscuro, donde la vida eran restos de escombros bajo una niebla sin oxígeno, de espaldas a lo cotidiano, con desgarros en la carne que hasta ese momento cubría mis huesos.
Varios pasos más adelante, una mujer a la que avejentó su dejadez, empujaba un carrito con ropa sucia y bolsas llenas de cosas inservibles; después vi al borracho que peroraba con vómito en su barba y la botella vacía entre las piernas; dejé atrás a la pareja de escuálidos muchachos de ojos insolentes y moretones en los brazos; al mendigo que dormitaba acurrucado en el portal de una sucursal bancaria ya cerrada. Me quedé inmóvil por un instante, no podía ser cierta aquella transformación de la ciudad. Sin embargo, todos arrastraban zapatos rotos, o ropa vieja, o bolsas de despojos y basura. Vi comida en recipientes de plástico sucio por restos anteriores. Hasta mis manos estaban cubiertas de una costra que ni el agua de las fuentes ni el jabón conseguían ablandar.
Supe que había muerto, que regresaba a la infancia donde todo era auténtico, donde lo imaginado era real, y lo real imaginado. La ausencia de dolor era un narcótico que a veces alteraba mi sensibilidad con imágenes deprimentes o incendiaba mis sensaciones hasta el estupor.
Volví sobre mis pasos, aquella ciudad, ahora ignota, rodeaba mi cuerpo como una zarza sarmentosa para inmovilizar mis pasos con sus aguijones curvos y arrancar gotas de dolor por todo mi cuerpo mientras trazaba heridas en la piel.
Entregué mi tarjeta identificativa al mendigo invisible que me cedió su asiento y caminó erguido hacia el despacho del que yo había salido aquella mañana cuando llegó la hora del desayuno. Vi alejarse aquel cuerpo enjuto, ahora recto, con una flexibilidad que yo tenía por compañera inseparable y don irrepetible. Cuando dobló la primera esquina mis hombros se inclinaron por el peso de un abandono que antes nunca sentí.
La ciudad estaba llena de carritos con enseres, de desharrapados que caminaban descalzos con vendas en los brazos; por doquier se acumulaban retazos vacíos de sonrisas y suciedad en el suelo y en las paredes. La ciudad nueva surgió de los coches abandonados; de las tiendas saqueadas; de los escombros acumulados en las aceras.
Los pocos visitantes que salían de los hoteles miraban sorprendidos esa mutación; la eclosión de las alcantarillas, lo que durante años se fue cubriendo con pintura y luces para que ni la noche descubriera la última adquisición de la miseria. Desde mi banqueta, hecha con listones de una caja rota, seguía los pasos de cuantos frecuentaban aquella acera en un movimiento continuo. Buscaba sus ojos, y observaba sus manos a la espera de las monedas que tintineaban en su bolso. Nadie reparó en mi presencia, nadie miró mi cuerpo sucio de desprecio, nadie se acercó al lugar que yo ocupaba ni ensayó una sonrisa. Solo recuerdo el caminar orgulloso de una mujer altiva que con el vuelo de su abrigo tiró el cartel donde se anunciaba aquel prodigio: el misterio cotidiano que no alcanza las salas de fiesta; la proeza que algún día llegará a los circos; lo insólito de los hombres invisibles.
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Tomás Gago Blanco