El joven errante – Tomás Gago Blanco

El joven errante – Tomás Gago Blanco

El joven errante

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En el hermoso pero humilde país de Aromaz vivía un joven con su madre, maestra que soñaba con una vida mejor para su hijo. A este fin, aquella mujer se esforzaba sin descanso en su trabajo con la ilusión del primer día y la esperanza de que sus escasos alumnos aumentasen, por el deseo que a ella le parecía suficiente, de crecer en el conocimiento que lleva a la libertad.

El hijo, un joven soñador, recorría los caminos y veredas para ascender cualquier colina que le permitiese abarcar los bosques que cubrían el país. Le gustaba sobremanera el llamado Alto de la Luz, limítrofe con el cercano país de Lagutrop. Allí, sobre una roca que parecía tocar el cielo, podía divisar los grandes mantos de colores que orgullosas encinas y robles centenarios dibujaban entre el cimbreante brezo y las flores de jara abiertas a la luz como ojos asustados.

En el punto más alto de la roca, donde el viento agitaba sus cabellos, imaginaba sus manos sobre la rueda del timón de un barco como los que ilustraban aquellos libros que las noches de invierno repasaba a la luz del carburo. Sentía y gozaba su soledad en el imaginado puente de mando mientras navegaba por un mar de espuma y algas untuosas de apagados colores.

—Algún día veré el mar, mi alma pertenece a su inmensidad.

Decía cada noche con el reflejo de la luz en sus pupilas, mientras la madre, temerosa, esbozaba una sonrisa para ocultar el dolor que aquella firmeza producía en su corazón.

Al cumplir dieciocho años llegó el momento de la despedida, apenas unas monedas, un abrazo, y el susurro de un “te espero” fue todo lo que su madre le entregó. Sabía que los sueños solo son posibles si se buscan cuando es más puro el deseo de cumplirlos, sin intereses bastardos que ensucien los nobles ideales.

El joven subió al Alto de la Luz para despedirse de su mar de sueños. Descansó un instante sobre el mullido lecho de musgo y hojarasca que llenaba la pequeña hondonada de la roca y, decidido, atravesó Lagutrop en busca del mar que doraba sus costas.

En una taberna portuaria, con la compañía interesada de otros marineros, bebió hasta agotar su escaso dinero y perder la noción de lo que hacía. Despertó a bordo de un velero de tres palos con grietas en su casco por los estragos del tiempo y el salitre. Las velas rotas, a punto de ser destrozadas por el viento. Las jarcias y poleas, así como el resto de aparejos se confundían con la niebla que parecía acompañar el barco en su derrota.

El temor inicial y el silencio de sus compañeros no apagaron su deseo de navegar, de disfrutar con los amaneceres que sus libros infantiles describían y los rojizos ocasos donde el sol se sumerge con pausado centelleo en el océano.

Sin embargo, la bruma que el primer día borraba los límites del navío, parecía salir de las mismas bodegas del buque, pues mantenía la embarcación en una noche permanente.

Los marineros se desplazaban como espectros sin dirigirse la palabra. En las noches de galerna, El Holandés, como llamaban sus hombres al capitán, entonaba un cántico lúgubre de amor, al que poco a poco se incorporaba toda la tripulación.

El joven marino, con las graves notas de cientos de gargantas desconocidas y el restallar de las olas en el casco agrietado, se recogía entre los cabos de amarre para describir su soledad.

Pasaron días y días, hubo tormentas en que el mar azotaba con furor los costados del navío y lo zarandeaba como si fuese de papel. Él, marinero solitario, se resguardaba en cualquier lugar para escribir unas líneas a su madre y contarle en un deseo vano de comunicación, su desesperanza y dolor. Días y noches de navegación sin tocar puerto durante incontables singladuras transformaron su cuerpo espigado, primero en el de un fornido marino, y después, en el hombre anciano que ahora era.

A veces, cuando los vientos levantaban incesantes nubes de espuma, otros barcos sentían el arrastre por ocultas corrientes submarinas de sus navíos hasta el buque de El Holandés, para desaparecer en un crujir de maderas y gritos de angustia.

Cierto día, en medio de una tormenta que parecía arrancar las cuadernas del navío, lo mandó llamar el capitán. Desde la sombra donde le hablaba, en un sillón de cuero sucio con sus manos recias como garras sobre el borde de los brazos, semejaba un mueble más pesado que la mesa de madera clavada al suelo del camarote.

—No mereces nuestra compañía ni nuestra vida —dijo con voz cavernosa que parecía llegar desde un punto indeterminado del aposento.

—Nos engañaste con tus falsos sueños de extremo navegante. No puedes olvidar tu antigua vida: mediocridad, fantasías juveniles, temor a lo desconocido, y sobre todo, el vínculo con un tiempo falto de ambición y nobleza de espíritu. Vuelve a tu mísera vida y olvida nuestro destino.
Al salir del camarote aumentó el fragor de la tormenta. Nunca había sido tan terrible ni tan violenta al golpear el casco de la embarcación, que se sumergía en profundidades de donde parecía no poder salir para, a continuación, subir a cimas de agua y espuma que brillaban a la luz de los relámpagos. Una ola inmensa batió la cubierta por completo. A su paso, desarboló las vergas del trinquete y la mesana y trabó al viejo marino que sintió en su cuerpo la llamada de las profundidades del mar.

Con esfuerzo supremo braceó en busca de la noche estrellada que sin llegar a verla, sabía que lo acompañaba como una amante fiel en sus travesías. Al llegar a la superficie, un sol rojo e inmenso se ocultaba muy despacio en el horizonte. En su centro, podía verse la silueta borrosa del navío fantasma con un círculo de bruma a su alrededor.

Las olas se aquietaron y el cansancio desapareció de su cuerpo. Se agarró a los restos del trinquete y espero paciente alguna embarcación. Ya amanecía cuando lo rescató, casi exhausto, la tripulación de una goleta que navegaba ligera con la brisa de la mañana.

Con su mundo interior que se perdía a borbotones por todos los poros de su cuerpo, apenas contestó las preguntas que le hicieron, como si solo existiera su soledad. Poco a poco se encontró de nuevo tan solo como en su anterior vida de marino.

Tardaron en divisar las costas de Lagutrop un tiempo que le pareció interminable. Atravesó el país y, sobre la roca iniciática del Alto de la Luz cerró los ojos al sol del mediodía para revivir por un instante la vida que tantas veces soñó. Al caer la tarde, con paso senil por los recuerdos de aquellos años tan distintos a sus proyectos, comenzó el regreso a casa de su madre. A medida que se acercaba notaba sus músculos fuertes, el cuerpo recto y la mirada aguda.

Las manchas que cubrían el dorso de sus manos se borraban con el sol familiar, la caricia del brezo y la flor de los asfódelos. La sangre corría por sus venas con nuevo ímpetu, y percibió el aroma de la jara y el zumbido de las abejas como una canción familiar que volvía a su memoria.
La madre estaba en la puerta con la ansiedad de la espera en sus ojos ancianos. Suspiró sin decir una palabra y acarició su cabello mientras se acurrucaba junto a él.

El hijo abrazó protector a su madre. Observó aquel cuerpo viejo que se abandonaba junto él, inclinó la cabeza y no supo qué decir. Se sentó junto a ella en el hogar y vio los surcos de su cara, las rugosas manos que temblaban al tratar de acariciarlo y una lágrima que brillaba en su mejilla. Su madre era una mujer anciana con el rostro sereno, a pesar de su sonrisa temió que su deseo por una vida diferente hubiera herido aquel corazón generoso. Poco después, murió.

El muchacho, conoció entonces la auténtica soledad. Sin nadie que le esperase decidió que era el momento de cumplir sus sueños de marino, preparó un hato con las escasas monedas y los libros de su madre. Entre sus hojas, descoloridas por haberlas leído muchas veces, estaban las cartas que le escribió las noches de tormenta desde el barco de El Holandés.

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Tomás Gago Blanco

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