Mar y Saúl – Un relato de Tomás Gago Blanco

Mar y Saúl – Un relato de Tomás Gago Blanco

Mar y Saúl [Relato]

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Mar y Saúl

La edad no era un problema, no fue un problema.

Cuando Mar conoció a Saúl ninguno pensó en los diez años que Mar no había vivido. Ella buscaba un hombre con criterio y él, una mujer que creciese a su lado. Mar creció como las mareas vivas y anegó los pies de Saúl que sintió el barro resbaladizo bajo sus pies.

Siempre avanzaban juntos. Durante un tiempo, cuando el mar desbordó sus riberas, Saúl intentó poner límites a las orillas azules que cada vez con más frecuencia elevaban el ruido de las olas, pero al final desistió porque había sido él quien siempre quiso a su lado una mujer con libertad. Aquello abrió ventanas a una relación armoniosa y a un discurrir de la vida sin las limitaciones ni los egoísmos habituales.

El futuro llegaba y pasaba sin considerar que se había alcanzado; sería porque las metas conseguidas perdían el interés de lo esperado ante los nuevos retos, las nuevas ilusiones y expectativas. Sus caminos corrían paralelos, a veces dio la sensación de que un remonte de terreno, una colina, desviaba sus sendas para alejarlos de manera definitiva. Pero con la intuición de los que sin saber se buscan, no pasaba mucho tiempo sin reencontrarse.

Mar se acostumbró a los vaivenes de la vida en el hospital donde trabajaba. Aquello era lo que siempre deseó. Allí trabajó generosa dándose a los otros sin descanso, como si aquel trabajo fuese agua dulce que atemperaba su sal. Allí acumuló amistades y maduró sin esfuerzo con Saúl más viejo cada día.

Aquella distancia que marcaba la edad se veía diminuta cuando caminaban de la mano, al hacer el amor o cuando el ruido de la noche los envolvía con su abrigo de ternura. A él, ella le bastaba, y él, era todo lo que ella quería. Ni la soledad ni el temor dormían en su cama porque eran suficientes.

Y llegó el día en que Saúl se apartó de la ruta que había transitado. Mar continuó con su paso ágil, con la mirada en el horizonte y la determinación en el rostro. Era el final de los sueños esbozados desde el mismo punto de la vida.

Iubilare, esa palabra iba a acompañar el ánimo de Saúl los próximos años. Gritar de alegría, eso era iubilare pensó en un primer momento, lo que pedía su cuerpo después de tanto esfuerzo y sacrificio, y la marea, que se acerca y se retira pero siempre vuelve a humedecer la arena.

Las guías de viaje ocuparon el lugar principal de su mesa de estudio. Recorrió con anhelo los lugares que los sueños, las palabras y las mansas ilusiones esparcieron a su alrededor, pero aquel no era el momento del mar tranquilo, ni de la playa de luz, ni las manos enlazadas. Porque el agua continuaba su movimiento, con una juventud que era ausencia en el ánimo de Saúl.

No hubo atardeceres de sol y de pasión, ni días perezosos que cubrieran sus cuerpos desnudos con las sombras del ocaso. Saúl buscaba a su lado agua quieta, y luz que iluminara el tránsito de las caricias y los recuerdos, pero Mar descuidó el rincón de su mente donde guardaba la semilla que germinaría cuando la edad colocara nuevos deseos al alcance de sus dedos.

Se olvidaron los proyectos comunes, los planes que esperaban compartir unidos por el placer diverso y añorado de tierras lejanas y una maleta de ruedas. Por un instante fueron niños que miraban egoístas por los extremos opuestos de un catalejo. Saúl veía a sus pies lo que deseaba y Mar descubrió que aquellas esperanzas quedaban lejos.

Él pensó que tal vez había malgastado su tiempo en la orilla del mar bravío que no cesaba en su vaivén, que no minoraba el ruido ni las olas porque era su naturaleza, su vida.

No importa, se dijo mientras organizaba una senda distinta, solitaria. Hacer deporte, leer, pasear al sol, dormitar en el sillón donde los ancianos encuentran acomodo. Creyó que acostumbraría su cuerpo y su espíritu a la nueva rutina, pero una mano invisible apretaba sus vísceras, ahogaba su voz y su palabra, y una sombra iba ocupando su mente hasta que borró la sonrisa de su rostro.

Tierra adentro había también ríos calmosos con praderas umbrías, montañas íntimas y cañadas polvorientas que recordaban los primeros años de juventud cuando todo era hermoso y solo se precisaba extender la mano para recoger el fruto sazonado. Y sin buscarlo, se alejó del litoral.

Una tarde cogió la mochila que había preparado para los últimos días, cuando la ilusión de la juventud alargaba sus horas y tejía complicidades, y el sabor a sal del cuerpo arenoso de Mar, y su risa y su añoranza servían de bálsamo y caricia.
Su ruta no buscó lugares concretos, ni regocijos extraños. El caminar con esfuerzo fue para huir de la quietud que ahoga los sueños y tiñe de canosos reflejos las palabras. Vivir de nuevo, seguir viviendo fue necesario. La quietud era morir antes de que el morir llegara.

Cuando Mar entró en casa notó la ausencia, era algo diminuto, casi innecesario, a veces molesto. Todo estaba en su sitio, pero el ambiente de silencio había roto el papel secante que su vida plena no sabía que necesitaba. Su trabajo era irrenunciable, ya habría tiempo para los viajes, para los pasos tranquilos, para esperar la puesta de sol sin premura.
¿Por qué aquella prisa? ¿Quién ordenaba cerrar la mejor etapa de su vida, robarle los años no vividos por el capricho de un anciano? Y buscó sin demasiado interés por los lugares habituales, hizo las obligadas llamadas. Sabía que ella era imprescindible, en el trabajo y en casa. Esa importancia pasaba ante sus ojos cada mañana al incorporarse a la planta donde trabajaba. Al volver al hogar que esperaba su mano experta, porque en ella aquel hombre había delegado todas las acciones, porque ella así lo quería.

No fue dolorosa la ausencia, muchos cuidaron sus orillas y bebieron su sal. Ella, siempre liberal abrió su corazón y recibió multiplicado lo que ofrecía generosa. A veces, en el fondo de soledad que se esparció por la casa quedaba un instante pensativa.

Estaba segura, había hecho lo correcto.

Fue una época de vértigo y reencuentro. Volver a las vivencias olvidadas renovó su sonrisa y la luz de sus ojos. Vio crecer hermosas palmeras y penetrar esquifes juveniles en sus aguas azules y blancas. El recuerdo de aquel hombre no pudo robarle los años no vividos. Fue una sombra que se debilitaba a cada instante, su figura quedó borrosa en los pensamientos remotos y en el vaivén de su cuerpo líquido de luz y de pasión.

Los años pasaron veloces, como debe ser la vida para no sentir que se malgasta. Y un pequeño sabor a saciedad enturbió el agua cristalina que acariciaba las rocas y refrescaba las algas. Aquel mar calmó sus olas y con el sigilo de la noche escuchó latir su corazón.

El tiempo ajó su rostro e inclinó su cuerpo, y los amigos fueron quedando rezagados, unos en el hospital, otros por egoísmo, alguno por recordar en exceso a la persona que se fue, que la había acompañado durante la vida.

Y deseó buscarlo de nuevo, por las orillas sonoras, entre las olas tranquilas. El mar quiso saltar a la tierra y correr sus caminos pero había quedado anclado en el lugar que le era propio, y sobre una mecedora a través de la ventana buscó en el viento el olor inolvidable de aquel compañero que un día lejano compartió sus sueños; en las gotas de lluvia que resbalaban por los cristales vio sus lágrimas, y a un anciano peregrino que no encontraba acomodo en ningún sitio le preguntó por el caminante enjuto de andar pausado y luz en la mirada.

“Yo he hollado todos los destinos”, le dijo el viajero, “también he recorrido todas las veredas, y en cada fuente bebí para aplacar la sed de los veranos, pero ese hombre que buscas no existe, si quieres, puedes encontrarlo en mi mirada que ha visto el hielo y el granizo, y la desesperación, y a las hormigas recoger su alimento sin desfallecer como yo he transitado los senderos”.

Ella no quiso seguir hablando, no buscaba sustituto.

Al fin, un día de bochorno, el sol mostró la presencia de unos pasos en su reverbero. Era un viejo sereno con un sombrero de paja y la chaqueta de paño, cada vez más encorvado e inseguro. El camino por el que venía llegaba hasta el mar, y ella soñó que volvía el abrazo y los besos y el dormir con su piel en la piel amorosa de aquel que caminaba. Pero los pasos, cada vez más lentos, parecían alejarse en la distancia. Ella no podía, no quería perderlo de nuevo.
El mar rugió con fuerza para llegar hasta la silueta que perfilaba el horizonte, y le envió gotas de lluvia para refrescar su rostro. Allí estaba el sol que nunca tuvo amigos para beberse el agua y aplacar la fuerza de las olas con el canto de las cigarras y los grillos.

El hombre era constante, el olor a sal y a algas fortalecía su voluntad; casi exhausto subió la última montaña, la que miraba al mar y recibía la caricia de la brisa. Junto a una roca que sombreaban higueras silvestres el hombre se sentó para ver las olas. ¡Estaba tan cansado! El destello del sol sobre el azul intenso cegó su visión, como cuando se conocieron hace muchos años, y ante aquella luz cerró los ojos.

Amanecía cuando el mar divisó a Saúl junto a la roca en la cima de la montaña, y con fuerza inusitada creó las mayores olas y un retumbar que llegara lejano, que golpeara la cumbre. Así quería despertarlo para que bajara a bañarse jubiloso entre sus aguas, pero Saúl había llegado al lugar soñado, junto a su mar y allí lo alcanzó, con la sonrisa en los labios, el sueño definitivo.

El mar no comprendió el mutismo de aquel cuerpo que tan bien conocía cuando estaba al alcance de sus dedos de espuma y lloró en él la ausencia de la vida. Tan cerca estaba que no quiso renunciar a tocar su rostro, a mecerlo en sus brazos húmedos de algas aceitosas y de arena.

Una noche de tormenta alargó sus reflejos y rescató aquel cuerpo para abrazarlo en las profundidades solitarias, donde no alcanza la luz, donde ningún ser vivo puede llegar, donde solo los recuerdos pueden vivir cuando salen como humo de un cuerpo muerto.

El mar supo que vivir y no morir era su destino, que era inalcanzable el descanso en la compañía anhelada, y se aplicó con diligencia como había hecho todos los días de su vida anterior. Cada mañana movía sus aguas para que jugaran los niños, y mojaba la arena y empujaba los veleros mientas con los murmullos más tiernos mecía el cuerpo de Saúl en un rincón oscuro bajo los corales que imitan el pasto de los prados y las flores de la tierra en primavera.

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Tomás Gago Blanco

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