Un pañuelo – Tomás Gago Blanco

Un pañuelo – Tomás Gago Blanco

Un pañuelo

 

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El Trotski

 

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A mi padre

 

La brizna de heno baila en su boca, viene tarareando una canción acompañada por el rechinar de las ruedas de hierro al chocar contra las piedras del camino.

La yunta de vacas que tira del carro golpea con la testuz la espalda del hombre para incitarlo a caminar más deprisa de vuelta a la cuadra, en busca del descanso.

Una vara de fresno cruza su espalda, la sujeta con los brazos flexionados, en un gesto despreocupado que empuja los codos hacia atrás y eleva su pecho al caminar. El pelo ensortijado, con ligeras canas y olor a grama, escapa por los bordes del sombrero de fieltro.

La escopeta cuelga de su hombro, los cañones arañan el pantalón de pana y dibujan una línea clara sobre el polvo que acumulan. Trotski, el perro, va y viene parándose un instante a olisquear la liebre colgada del morral.

Todo su cuerpo sonríe al olor de la jara y al murmullo del agua en la rivera.

Un pañuelo blanco rodea su garganta, el nudo roza el cuello de la camisa que se mueve al ritmo de la canción.
Miro sus ojos y veo el azul del cielo, el reverbero del sol en el polvo del camino, los saltamontes inclinando la hierba cuando inician su salto, y el suave crepitar de las hojas secas por la huida del lagarto.

Las cigarras callan a su paso en un tributo al traqueteo insolente del carro por las roderas de pizarra en esas horas próximas a la siesta.

El pueblo está silencioso, solo los perros asoman sus hocicos bajo las puertas de los corrales ladrando rabiosos por su encierro. El Trotski, ajeno a los ladridos, levanta la pata y deja unas gotas de su orina en las puertas atrancadas.

El carro dobla la ermita y llega a la puerta de la cuadra. Allí estoy yo, esperando la sonrisa de mi padre, y su mejilla hirsuta sobre mi cara.

Llevo un libro en la mano con el dedo marcando la página que leo. He abierto la puerta para que entre el carro con las vacas. “Tienes que aprender a hacerlo”, dice mi padre mientras conduce los animales que ya conocen los movimientos necesarios para no tropezar con la cepa que sujeta las vigas del tejado.
Yo me coloco a un lado y presiento que jamás podré hacer lo que hace mi padre.

No lo digo, pero tengo miedo de los animales y me dan asco sus excrementos, y sus orines resonantes que salpican como un cubo de agua arrojado desde el balcón.

La imagen tranquila de mi padre, con las arrugas de sus ojos como gavillas doradas, me desconcierta. Cuando las paneras comienzan a llenarse con el fruto de su trabajo, canta despacio y sonríe. Su voz trasmite una paz que siento lejana. Es de los pocos que no tiene tractor, ni segadora, ni herramientas más allá de las que durante generaciones han acompañado a estas gentes. El trabajo dobla su cuerpo y marca su cara como los surcos que traza en la tierra al llegar la sementera. Su casa es su vida, no le importa el tamaño o la riqueza. Su esfuerzo es todo lo que necesita para ser feliz.

Yo, que nada entiendo, lo observo en su rutina para desuncir los animales y acariciar su testuz. Sus ojos trasmiten el valor del esfuerzo y la paz interior que la naturaleza regala.

Quisiera entrar en su mente y observar las imágenes antiguas de su infancia, donde habita ese mundo sencillo que yo sé que muere y él se empeña en mantener. Acepta en silencio el ruido del tractor y los destrozos que hace en las lindes de las fincas y los caminos de tierra. Retira muy despacio las latas abandonadas en los arroyos que dibujan un hilo brillante en el agua transparente.

Vive, como otros, un tiempo que avanza veloz sobre vidas pausadas, un cambio constante que atropella su antigua existencia, y cambia implacable la vida en el campo.

Yo veo la nueva relación del hombre con la naturaleza, su voluntad indomable para doblegarla y el precio que exige. Se acabó el agua de la fuente, donde el cántaro de barro borbotea. Se acabaron los baños infantiles en la rivera, pescar cangrejos y comer un tomate con sal a la hora de la siesta. Se acabó soñar bajo los álamos, y caminar descalzos por el polvo que el sol entibia.

Los que salen niños de estas tierras, “para estudiar”. Al volver, regresan cambiados, ajenos al olor del estiércol, al sol inclemente que es amigo y seca la mies, a los insectos y al trabajo no remunerado.

Mi padre y otros como él, son los últimos que no pueden reconocer el fracaso de su mundo, que a pesar de su esfuerzo, se trasforma y desaparece.

Todo esto me ocupa un instante, pues solo deseo volver bajo los negrillos, tumbado sobre un saco de arpillera, lejos de todas las miradas, para vivir de nuevo convertido en protagonista, la aventura interrumpida que marca mi dedo.

 

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Tomás Gago Blanco