La frontera
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Cuando el ascensor abre sus puertas, Rosa se acerca en silencio al pasillo pintado de blanco con listones de madera en las paredes para amortiguar los roces de las camas, en ese instante, no puede evitar la sensación opresiva que llena aquel espacio y silencia a los que allí trabajan. Aquel, es el límite vertical, el lugar más próximo al helipuerto jamás utilizado, donde se acumulan los llantos perdidos y las risas espontáneas y abandonadas a lo largo de los años.
La planta decimocuarta es una frontera. Situada en la cúspide de la torre, está accesible para los que entran y los que salen, sin saber muy bien, si su tránsito es temporal o definitivo. Éste espacio, oculto al trasiego de los que visitan con urgencia a familiares y amigos, acoge los que caminan hacia la salvación, o hacia la nada.
Su luz limpia y singular te inmoviliza y te envuelve, o te despierta, del breve viaje iniciático que vigiló la concreción de tu cuerpo y el esbozo de tu vida.
Los que trabajan no saben que esa frontera esférica lleva abierta desde tiempos infinitos y solo la casualidad de los sucesos marcó el camino a quienes buscaban una salida. Los elegidos para esa tarea solidaria, recorren los pasillos con solicitud profesional y toman en sus manos la mano crispada de los que se agostan en un intento por hacer el camino llevadero. Rosa percibe su destino ligado a ese trabajo que juega con la muerte mientras ofrece la sonrisa como un bálsamo de esperanza en ese paso final.
Las puertas de las habitaciones están marcadas por los hierros de las camas que acogen cuerpos heridos por la descomposición inevitable de las últimas horas. Esa planta, oculta a la memoria de la ciudad que la acoge, ha cambiado su función cuando la urgencia de las salidas ha ocupado los espacios libres que dejaron las entradas.
Muchos de los que allí se afanan no conocieron los tiempos del primer llanto y las primeras risas. Cuando el sol, la luna, la lluvia, y el viento que movía la cilíndrica torre, anunciaban el inicio de cada existencia.
Como toda línea divisoria, está señalada por sueños y deseos si el esperado llega con ojos de sorpresa a un mundo para él desconocido, donde lo ayudarán en sus primeros pasos, o por lágrimas de dolor ante la nada, o el polvo redentor, o la eterna luz, según la creencia de cada cual, en el momento de la salida.
Sin embargo, las fronteras, como los vertederos, esconden a veces sorpresas no planificadas.
Después de cincuenta años funcionando, la frontera acumula, en la invisible línea del tiempo, dejándolos atrapados, aquellos que equivocaron la ruta, o no supieron, o no pudieron dar el último paso que los había de llevar de un lado al otro de la raya divisoria.
Esto, tampoco lo saben los que trabajan. Rosa, conocedora de aquel cosmos diminuto, lo presiente un ser vivo, independiente y palpitante, pleno de vida.
Cuando recorre los pasillos, con sus zapatillas blancas y su pijama azul, siente a su alrededor un revuelo sordo de quietud contenida, palabras no dichas, garabatos ante sus ojos que intentan manifestarse para no desaparecer de manera irreversible. Un escalofrío recorre su cuerpo, rumor íntimo y sordo pegado a su piel, al traspasar la puerta que se cerrará sobre los ojos que miran al vacío desde un cuerpo inerte.
El día borra los murmullos fronterizos con los golpes de obras interminables, ruidos de camiones y cláxones de vehículos. La rutina de la gran ciudad enmascara la vida íntima de aquel espacio que comunica, por una puerta imprecisa, la multitud de los que esperan entrar y los que buscan la salida.
Es al llegar la noche cuando la frontera se aquieta y recupera su inimitable pálpito, cuando se hace febril la actividad de los que allí trabajan. Cual miembros de una comunidad humanitaria, ayudan en los regresos igual que en su día facilitaron las entradas.
Cuando las primeras horas del día están lejos del albor de la mañana, se oyen voces en habitaciones vacías, las luces hacen guiños en juegos infantiles y las alarmas suenan muy despacio donde se dio algún sentido adiós.
Hombres y mujeres vestidos con uniformes de colores entregan unas horas de su vida a transitar esa raya invisible y oscura mientras presienten por los pasillos vacíos la compañía familiar y amiga de los que se niegan a salir, de quienes no pueden o no quieren abandonar la penumbra de la decimocuarta planta y golpean en un esperanzado silencio las paredes para trasmitir con golpes sordos su soledad, la cárcel involuntaria en que cayeron, mientras asoman su invisible presencia en la sala de control donde, aquellos que lavaron sus cuerpos, curaron sus heridas y procuraron adecentar su figura, se toman un café para despertar la noche interminable. Conocen el tacto de esas manos en sus cuerpos fríos una vez abandonados sobre las límpidas sábanas que perfilaban sus figuras. Saben que, solo Rosa acepta el roce frio de su espíritu en el viento que empuja la puerta al entrar en una habitación vacía. Ella es la única que no se vuelve con sobresalto, ni mira con asombro la explicación extraña a las horas que se alargan cada noche, como si el tiempo fuera distinto en la última planta de la vieja torre, con girones de su fachada arrancados por el tiempo, igual que las escaras perforan los cuerpos esqueléticos de los que entre sábanas blancas esperan el final indeseado y conocido.
Rosa sentada en el borde de la cama, donde el último cuerpo ha iniciado la salida, un cráneo sobre el embozo de la cama cubierto por un tegumento envejecido la atrapa en su mirada y la arrastra al espacio donde sabe que aguardan los que se niegan a dar el paso definitivo, porque negaron la voz que los llamó.
Hay ventanas que se cierran solas para evitar el sol que tanto molestaba a los que tenían la cama orientada al sur, y roces en los uniformes de los que visitan a altas horas de la noche, acompañados por sus pensamientos, las habitaciones que esperan a quienes partirán los siguientes días. Ese contacto repetido deja un familiar escalofrío en el brazo desnudo que eriza el vello y empuja los pasos buscando la compañía de los vivos, la luz que los olvidados no pueden traspasar, el útero luminoso que cobija de la vida que se fue.
En esos momentos, Rosa deja su café y se levanta muy despacio, en un revuelo de voces silenciosas. Entre el rumor inaudible de bocas que susurran en su oído, olvidadas hace años, siente su voluntad empujada por el pasillo hacia las habitaciones vacías donde su cuerpo se divide para acompañar todos los deseos incumplidos, los egoísmos de los que no han tenido el valor de finalizar la travesía obligada. A veces, la encuentran acurrucada en el suelo, con las manos recogidas en su seno custodiando algo infinitamente delicado, los músculos rígidos, como la muerte deja a tantos que ella ha amortajado, su cuerpo roto, para servir de comunión a los que aguardan, y la mirada opaca.
Cada año más de cien entradas o salidas. Después de cincuenta años más de cinco mil han atravesado la frontera de la planta decimocuarta. Los que viven el tránsito de quienes llegaron o partieron por esa levísima frontera están acostumbrados a los dos lados, de la muerte, o de la vida.
Cuando le preguntas giran la cabeza, “si yo te contara”, y continúan amortajando la última salida.
Los cazadores de espectáculos han pedido en reiteradas ocasiones llenar de dispositivos electrónicos la planta decimocuarta, para confirmar sus teorías. Magnetófonos, cámaras ultrasensibles, micrófonos unidireccionales y otros artilugios.
Las mujeres y los hombres que trabajan en la frontera saben que la vida y la muerte no es un espectáculo de masas, es algo íntimo y concluyente, personal y doloroso, o alegre si acabas de llegar al lado conocido. Solo pertenece a quien hace el tránsito y a aquellos que te acompañan en las últimas etapas de la vida, igual que otros, a veces los mismos, te acompañaron en la llegada. Por eso, hablan poco cuando dejan los uniformes en el cubo de la ropa usada junto a quienes quedaron atrapados en aquel espacio limitado e infinito, con la escasa compañía de los que allí trabajan, con el temor de que la planta decimocuarta envejezca definitivamente y deban abandonar el único espacio conocido donde conviven, que ironía, con los vivos, porque, quienes desconocen este lugar, tal vez quieran derribarlo para levantar un nuevo edificio más moderno sin saber que, entre los escombros, se irán todos los atrapados en la última frontera conocida.
Y Rosa, un día de atardecer temprano, salió como tantas veces con la mano temblorosa agarrada al cuello del pijama para acariciar la frente de los que aguardaban abandonados la orden de salida, pero no volvió al control de la planta donde la esperaban, solo un viento frio recorrió aquel espacio sujeto al pasado para cerrar con rabia las puertas ya cerradas y con silbido que parecían gritos contenidos se filtró por las rendijas de la fachada. Todos se acurrucaron un poco más en sus rebecas azules y en sus batas blancas, pero las sirenas subieron por la torre y por la ventana abierta gritaron hacia la silueta rota de azul cielo y zapatillas blancas que iluminaban en el suelo los focos de las ambulancias.
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Tomás Gago Blanco