El quesero – Un relato de Tomás Gago Blanco

El quesero – Un relato de Tomás Gago Blanco

El quesero

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El quesero

Todos los veranos, cuando el heno iba llenando poco a poco los heniles y la tenada se cubría de polvo pegajoso que picaba los ojos y sellaba los pulmones, cuando los trigos comenzaban a dorar sus espigas y los muchachos desgranábamos las más fecundas sobre una piedra de pizarra para llevarnos a la boca los apetitosos granos con la punta de la lengua, en un juego que perdía el que mojaba la pizarra, llegaba el quesero al pueblo.
Venía arrastrando del ronzal una mula zaina con dos voluminosas alforjas llenas de quesos olorosos.

El quesero siempre llamaba a nuestra puerta, sabía que mi padre le compraba un queso todos los veranos.

Con la parsimonia que permitía la mula resabiada, iba sacando los quesos envueltos en lienzos desgastados y los colocaba sobre la grupa siguiendo las indicaciones que mi padre le daba en una búsqueda concienzuda de sabor, curación, y tipo de leche utilizada.

Cuando quedaban cuatro o cinco para la decisión definitiva, sacaba una navaja portuguesa y cortaba finas láminas de pequeños trozos de prueba que traía. Luego, se los pasaba no sin antes extenderse generoso en las cualidades de cada uno en un ejercicio didáctico que se me antojaba interminable.

A veces, cuando ningún queso llenaba del sabor esperado la boca de mi padre, el quesero sacaba los elaborados con leche cruda de oveja y curación prolongada, y dejaba que el aire se llenase de aroma recio y persistente.
En esos instantes yo miraba a mi padre temiendo que ninguno llegara a convencerlo y el verano pasara sin sentir su olor a través del alambre de la fresquera en el rincón más oscuro de la despensa.

Después de otra tanda de pruebas con láminas de queso milagrosamente más delgadas, llegaba la decisión definitiva.

Unas veces eran dos medios quesos, uno fuerte y otro de mezcla. Otras, un queso entero, con estrías profundas como las ruedas de los camiones que yo disfrutaba solo con mirarlo. La elección final devolvía las volátiles partículas a las alforjas y el frescor de los portales a la calle.

Una vez en casa, antes de encetarlo, se envolvía para protegerlo de las moscas en un paño de cocina blanqueado por el sol.

El primer trozo que mi padre me ofrecía llenaba mi boca de sabores recónditos. Yo le daba pequeños mordiscos, para alargar el placer que multiplicaba mis recuerdos.

Las meriendas de aquellas tardes con el sabor a pan de pueblo y queso curado me recordaban al pobre Sancho sobre su jumento mientras engañaba el estómago con su bota de vino, queso manchego y pan reseco.

Pocos placeres más puros que aquel pan compacto, que adquiría consistencia con el paso de los días, horneado al inicio de la semana.

Sentados en una piedra frente a la casa nos reuníamos los muchachos, cada uno con su merienda y su navaja para cortar, con mimo, los trozos que nos llevábamos a la boca. Al finalizar, limpiábamos la irregular hoja de hierro sobre la pernera de los pantalones y nos sumergíamos en la placidez del verano sin obligaciones.

Aquellos momentos se demoraban como el ocaso y nos llevaban entre gritos y empujones a las fuentes de cantería para beber el agua fresca que brotaba junto al chariz, con su caño permanente y el pilón a ras de suelo donde abrevaban los animales. Allí, acostados sobre la hierba húmeda, con los brazos en las piedras talladas por los árabes que circundaban el estanque, vigilábamos las ranas bajo los rumiacos o sobre los nenúfares que cubrían la superficie cristalina del agua para acabar empapados con nuestros chapoteos antes de regresar a casa.

Con el paso de los días el queso iba perdiendo su reclamo según reducía su presencia, hasta perderse en un rincón del cajón de la mesa de la cocina.

Cuando al cabo del tiempo mis dedos encontraban el trozo seco que llevaba rodando días y días entre pedazos de pan duro y cuchillos afilados, sentía renacer la ilusión de la espera y con él en el bolsillo, subía a la copa del negrillo más alto donde, a horcajadas en una rama elevada que se movía con el más leve soplo podía abarcar el pueblo entero, más pequeño e insignificante desde allá arriba. Luego, en silencio, con la brisa del atardecer sobre las hojas, cortaba con la navaja pequeños trozos para saborearlos despacio, pues sabía que el verano se iría muy pronto, como aquel bocado que llenaba de un ligero picor la boca, o el polvo de los remolinos que apagarían las primeras gotas de lluvia.

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Tomás Gago Blanco

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