El gato negro [Relato]
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El gato negro
El gato asomó sus bigotes cuando la casa comenzaba a edificarse y solo tenía trazados los cimientos y unos pilotes que salían de la tierra como dedos descarnados. Los obreros, con sus voces ásperas, se afanaban entre restos de materiales de construcción dispersos por la hierba bajo el ruido incansable de la hormigonera y la modorra de la tarde. El peón miró con disimulo las calvas en la cabeza del minino y acercó su mano a una piedra para espantarlo de la obra, “un gato negro siempre trae mala suerte,” pero él se escabulló en silencio, como había llegado.
Todos los días al caer la tarde se le veía caminar silencioso entre ladrillos y sacos de cemento, con la delicadeza de los que saben que un mal paso produce una alerta en los enemigos y en las víctimas.
Los pájaros que los primeros días se bañaban en la arena mientras escarbaban el frescor reciente de los diminutos granos olvidaron los insectos y se colocaron de espectadores sobre las columnas grises con hierros retorcidos. El gato se hizo dueño de la casa que crecía perezosa entre ortigas y zarzas. Decidió que aquel era su territorio, justo donde el abuelo había pensado hacer una habitación amplia con un aseo y grandes ventanales para recibir el sol mortecino del invierno.
Cuando la edad dobló la espalda del abuelo, y el frescor de la tarde invernal entibiaba la precaria brigada que las mujeres hacían con una manta vieja y un cambizo en cualquier esquina de la calle, diseñó los cimientos que fueron presa del olvido y los inviernos cubrieron de musgo verde y ocre.
Luego, su hijo continuó con la vieja idea que a todos los hombres de la familia, cuando los años dibujaban vaguadas en el rostro y calma en la mirada, les presentaba la vida como algo necesario. Pero los propósitos necesitan el impulso de la voluntad y ésta, le era tan escasa como los recursos para continuar con la tarea.
Los años se acumulaban en sus brazos cuando el nieto decidió no dejar pasar otra generación sin acometer aquel trabajo que todos los otoños servía de lubricante a las conversaciones familiares.
En invierno, las noches cubrían la cocina de olor a castañas asadas mientras todos hacían círculo en torno a la mesa camilla con brasero. El calendario en la pared de la cocina servía de diario e incidencias: la leche no pagada a los lecheros, el pan consumido, el día de la feria para vender el ganado. Mientras, el nieto dibujaba con la lengua entre los labios y trazo torpe aquella habitación que ya esperaba tres generaciones.
Al comenzar la casa en el solar que su abuelo y su padre habían pensado utilizar y luego por las prisas o el cansancio habían desechado lo embargó una sensación de plenitud y recompensa con aquellos que soñaron pero no pudieron disfrutar de las soleadas tardes de invierno que tanto añoraban.
Entre tanto, el felino patrullaba incansable entre escombros, palas, y escaleras sucias por antiguas obras. Los obreros, poco a poco lo aceptaron como a los viejos que se acercaban a mirar y daban consejos antiguos que quedaban olvidados antes de volver a sus casas.
La construcción avanzaba despacio, y la vejez del nieto tiñó sus sienes de blanco antes de que las tejas cubrieran aquel reducido espacio.
El gato frotaba su lomo en las piernas ancianas, para animar en la tarea que de nuevo se olvidaba.
En la siguiente primavera los gorriones jóvenes se lanzaban al frescor de la arena mientras el gato, tras un ladrillo o bajo el andamio los espiaba. Luego con un salto acrobático su garra rompía el vuelo del más torpe. Al fin, satisfecho, lamia sus bigotes con las últimas plumas y afilaba sus uñas sobre los cartones de azulejos que esperaban vestir las paredes de verde lima y amarillo.
Fue entonces cuando el nieto decidió ampliar la casa y planificó una nueva distribución. El félido pasaba todo el día con el pelo erizado, enseñando los dientes y mayando. Aquel no era el trato con las generaciones anteriores. No se buscaba una casa al uso, sino una habitación espaciosa, un baño y una ventana. El minino dejó su ronroneo y pareció ofenderse con el nuevo planteamiento. Maullaba por las noches y bufaba a los que se acercaban a la huerta. Las noches se volvieron vigilias y todos daban vueltas insomnes sin poder conciliar el sueño.
Aquel felino, con su soledad y misterio se convirtió en el guardián de la memoria familiar. Enigmático y arrogante esparció la arena, desgarró sacos de cemento y con brinco certero tiró los niveles trazados con cuidado.
Se pensó en cazarlo, echarle veneno, ponerle comida lejos de la huerta. Todo resultó inútil, su misión parecía ser que aquella pequeña habitación subiera conforme a las previsiones y los sueños familiares, sin cambios ni remedos, sin alterar lo que todos conocían y esperaban.
El nieto pensó que era la voluntad de sus predecesores, y dejó al libre albedrío de la fiera el grosor de las paredes, la altura de las ventanas, la inclinación del tejado. El animal miraba cauteloso y al acabar la jornada estiraba su espinazo satisfecho. Aquello iba conforme a la previsión establecida.
Una tarde, el nieto lo vio dormitar con los ojos entreabiertos frente a él. Tenía el bigote rubio como la barba de su abuelo, y el pelo ralo de su padre. Los ojos eran verdes con reflejos de agua clara, y pensó en su hijo que era el único que podía acariciarlo.
La casa creció bajo la mirada gatuna, su paseo cauto y el desperezo al atardecer. Si se tumbaba sobre una ventana aquel trabajo se aplazaba, si dormía sobre la arena se acabó la jornada. Así, fue el arquitecto de aquella habitación sobre la que todos, en algún momento habían dado su opinión y esperaban ver al fin con la puerta a ras de suelo, sin escalones traicioneros, para confirmar el placer humilde del sol en las piernas con reuma y luz para bordar un mantel o una sábana.
Él impulsó el crecimiento de la obra, el ritmo de trabajo, la escalera hacia el desván, el replanteo del solador, el detalle del fontanero, la orientación al mediodía y el sitio del hogar con chimenea.
Puso especial atención y cuidado en la chimenea abierta, donde ardería la poda de la encina, las jaras arrancadas con cuidado y las urces después de que el néctar de sus flores fuera materia prima de la miel aromática y oscura que se recolectaba al acabar la primavera. Todo parecía dispuesto para disfrutar del amor de la lumbre cuando la nieve tiñera de blanco los árboles frutales.
Eligió antes de finalizar la obra el lugar que ocuparía, resguardado del aire de la puerta, junto al ladrillo refractario que conserva su calor hasta la mañana. Era el lugar que se dejaba a los abuelos a los que gustaba sentir el pelo suave del morrongo sobre las zapatillas de cuadros.
El nieto estaba satisfecho. El gato negro había hecho su tarea y después de tres generaciones se había cumplido un sueño, la familia había llevado a cabo su obra capital, la que cobijaría a todos los mayores cuando los tibios rayos del sol iluminaran aquel espacio, sin estorbos que impidieran a los pies cansados dar los últimos pasos, la siesta a media tarde y la última puerta que transitarían camino del descanso merecido bajo el tomillo y el laurel que, no se sabe bien, alguien plantó junto a la hierbabuena.
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Tomás Gago Blanco