El olvido de los durmientes – VI – Dioses enamorados – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – VI – Dioses enamorados – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – VI – Dioses enamorados

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Tiziano Vecelli / Vecellio – Danae [1560 – 1565 – Museo del Prado – Madrid – España]

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Dioses enamorados

Según sabemos por las historias mitológicas, los dioses gozan sin tregua entre ellos, como ya he apuntado, en ese peculiar no tiempo en el que viven. Pero se aburren, de manera que buscan emociones más intensas volviendo su mirada hacia los mortales; de hecho, hay quien dice que solo entonces padecen las desventuras del amor: Apolo sufre indeciblemente por no poder poseer a Dafne, que se convierte en laurel ante sus ojos desesperados, en esa hermosa apoteosis de la pena contenida que tan bien supieron sugerir Bernini en su escultura o en su soneto Garcilaso; Eros hace lo imposible por casarse con Psique después de haberla castigado; Venus llora la muerte de Adonis, corneado por un jabalí; Calipso se enfurece porque no es capaz de convencer a Ulises para que se quede a vivir con ella, y Selene (que es también la Luna o Diana), se resigna a solo recostarse al lado de Endimión dormido. Era este un pastor de gran belleza del que la diosa se enamora después de gozar con él en una gruta del monte Latmos; para prolongar en el tiempo la pasión, Selene consigue que Zeus cumpla un deseo de Endimión: permanecer eternamente joven y dormido en un sueño perpetuo. Concedido el regalo, todas las noches la Luna se acuesta dulcemente junto a su amado. Así en el “Endimión”, de Giovanni Battista Cima da Conegliano.

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Giovanni Battista Cima, detto Cima da ConeglianoEndimione dormiente [1505-1510 – Galleria Nazionale di Parma – Parma – Italia]

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La Luna se asoma velada al fondo y, excepto las garzas, todos los demás animales, incluso los de mayor tamaño, también duermen, como si toda la naturaleza acompañara al afortunado pastor en ese locus amoenus. En ese silencio, la diosa se conforma con atisbarlo desde lo alto. Se trata de una versión bastante singular, distinta a casi todas las representaciones del mito: en ella sorprende el pudor y recogimiento del protagonista, que aparece vestido y profundamente dormido; en otras, en cambio, la atención se centra en la desnudez de Endimión, que expone con dejadez y sin recato su cuerpo seductor. Es el caso de la versión de Sebastiano Ricci (1774), en la que, además, por efecto de la composición, Endimión parece yacer solo aparentemente dormido.

La impúdica y abandonada postura, que apenas recata el velo que cubre su pubis, permite conjeturar que, a pesar de tener los ojos cerrados, Endimión parece atento a la presencia de su divina amante. Es interesante observar que, en general, esta es la actitud que mantiene el personaje dormido en casi todas las versiones pictóricas, en las que el cuerpo desnudo de Endimión yace boca arriba, en posición absolutamente voluptuosa, como si, aun con los ojos cerrados, expusiera conscientemente su belleza para que sea observada desde lo alto. Ya Propercio, al recordar que “en el amor los ojos son los guías” (oculi sunt in amore duces), puso como causa principal para la seducción de Diana precisamente la desnudez de Endimión:

Se dice también que sin ropas
Endimión cautivó a la hermana de Febo,
y yació con la diosa desnuda

(Elegías II, 15, vv. 15-16)

En todo caso, la tensión de dormir, pero a la vez ser consciente de lo que pasa alrededor resulta inquietante, incluso obsceno, es decir, encierra un punto de ofensiva desvergüenza. No es posible estar dormido, que es una forma de olvidarse de sí y del mundo, y al mismo tiempo saber lo que en él acontece, pues esa capacidad precisamente impide el olvido.

Frente a las interpretaciones de los pintores, más respetuosos en general con el relato tradicional del mito, Borges lleva a sus versos un Endimión viejo y cansado, pero no dormido, un hombre que vive llenando sus vigilias de maravillosas reminiscencias, a la vez que se pregunta insomne si no sería más que un sueño el vago recuerdo que tiene del amor de la Luna:

Yo dormía en la cumbre y era hermoso
mi cuerpo, que los años han gastado.
Alto en la noche helénica, el centauro
demoraba su cuádruple carrera
para atisbar mi sueño. Me placía
dormir para soñar y para el otro
sueño lustral que elude la memoria
y que nos purifica del gravamen
de ser aquel que somos en la tierra.
Diana, la diosa que es también la luna,

me veía dormir en la montaña
y lentamente descendió a mis brazos,
oro y amor en la encendida noche.
Yo apretaba los párpados mortales,
yo quería no ver el rostro bello
que mis labios de polvo profanaban.
Yo aspiré la fragancia de la luna
y su infinita voz dijo mi nombre.
Oh las puras mejillas que se buscan,
oh ríos del amor y de la noche,
oh el beso humano y la tensión del arco;
no sé cuánto duraron mis venturas;
hay cosas que no miden los racimos
ni la flor ni la nieve delicada.
La gente me rehúye. Le da miedo
el hombre que fue amado por la luna.
Los años han pasado. Una zozobra

da horror a mi vigilia. Me pregunto
si aquel tumulto de oro en la montaña
fue verdadero o no fue más que un sueño.
Inútil repetirme que el recuerdo
de ayer y un sueño son la misma cosa.
Mi soledad recorre los comunes
caminos de la tierra, pero siempre
busco en la antigua noche de los númenes
la indiferente luna, hija de Zeus.

Que lo recordado se pueda identificar con lo soñado se explica por el papel que juega la memoria en el proceso de autointerpretación personal que hacemos de nuestra vida. Es fácil comprobar que nuestras vivencias solo cobran sentido cuando, al recordarlas, las engastamos en un relato; la memoria genera los recuerdos que, conectados en una estructura narrativa, dejan de ser una sucesión de fragmentos inconexos y se convierten en ese continuum que inmediatamente identificamos como nuestra vida vivida. Sin embargo, no deja de ser curioso que el proceso por el que rememoramos y reconstruimos lo vivido sea igual que el que nos permite recordar y relatar lo soñado: en ambos mezclamos, confundimos, olvidamos, seleccionamos y, en definitiva, interpretamos subjetivamente los escasos datos de que disponemos; con ese material construimos una narración a la que dotamos de más o menos coherencia, en un intento no siempre acertado de convertir el tumulto de los acontecimientos en una sucesión aceptablemente lógica. Y esto lo hacemos tanto cuando contamos un sueño reciente como cuando relatamos experiencias de nuestro pasado, que, a su vez, con el transcurso del tiempo, sufren considerables modificaciones en cada una de las evocaciones que realizamos:

Inútil repetirme que el recuerdo
de ayer y un sueño son la misma cosa.

En la línea abierta en este capítulo, cómo no recordar otras famosas escenas de la mitología protagonizadas por la incontinencia del padre de los dioses que, simplemente arrebatado por el deseo, posee a las más bellas mujeres de la Hélade. Así, Dánae, escondida por su padre en un calabozo subterráneo con puertas de bronce para evitar el vaticinio del oráculo que decía que moriría a manos de su nieto, es, no obstante, fecundada por Zeus en forma de lluvia de oro. Como consecuencia, la hermosa joven queda encinta de Perseo que, si bien se lo recuerda por ser el gran héroe que degüella a la Medusa, es también ejemplo de cómo el hombre está prisionero de su destino: conforme a lo profetizado, el inocente Perseo mata a su abuelo cuando el disco que maneja en un encuentro olímpico se desvía funestamente hacia la grada.

En al menos cuatro pinturas, Dánae está dormida mientras Zeus baja brillante a violarla. No sabemos si de alguna manera la joven percibe la presencia del dios, aunque estoy por decir que la forzada postura de la muchacha en el bellísimo cuadro de Gustav Klimt (1907), con esa mano agarrando desesperada la sábana, indica que las sensaciones que le llegan a lo más íntimo de su ser se traducen en doradas imágenes de placer que vagan en su sueño.

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Gustav Klimt – Danae [1907 – 1908 – Leopold Museum – Wien – Österreich]

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El extremado refinamiento erótico del pintor vienés queda aquí puesto de manifiesto en ese cuerpo ovillado, encogido, que, no obstante, parece formar un embudo o cono invertido para permitir el fácil acceso del dios al interior de la doncella. La osadía que supone situar ese poderoso muslo en primer plano, tan elevado que casi roza el pecho desnudo, se atenúa en cierta medida con la extraña dulzura del éxtasis del rostro y la vaporosa tela decorada. Miremos a esta pelirroja de labios carnosos y pintados, de mejillas coloreadas, envuelta en oro y tan entregada a Zeus como al espectador, que pierde absorto la compostura ante criatura tan tentadora y gozosamente entregada.

En la versión de Artemisa Gentilleschi, en cambio, se introduce un elemento ajeno o extraño en la escena erótica: me refiero a la mucama que recoge en su mandil la lluvia de oro como si se tratara de monedas caídas del cielo. Me pregunto si Dánae está dormida o si, de alguna manera, es consciente de la visita de este dios capitalista. Da la sensación de que la escena ya estaba preparada y de que Dánae se limita a recibir en su seno al previsto amante. No olvidemos que hay una larga tradición de exégesis poética, desde la Antigüedad hasta los Siglos de Oro, en la que este mito ha sido interpretado como una representación del amor interesando y codicioso. Como ha estudiado Ángel Jacinto Traver, la elucidación del sentido que pudiera tener el asalto a la cámara cerrada y la concepción del hijo gracias al oro ha seguido dos derroteros fundamentales: por un lado, la interpretación racionalista, que es la más común, señala que la doncella argiva vendió sus favores a Júpiter a cambio de una considerable cantidad de monedas de oro, o bien que fue con estas como el dios sobornó a los guardianes; por otro lado, la interpretación evemerista apunta a que Dánae era una hermosa princesa que al ser solicitada por varios pretendientes, pone precio a su desfloración. El minucioso estudio de Traver concluye que, en la mayoría de las ocasiones, los poetas han preferido explotar el tema de la prostitución y venalidad de la joven, que es el que parece haber pesado en la curiosa versión de Artemisa:

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Artemisia Gentileschi – Danae [circa 1612 – Saint Louis Art Museum – Saint Louis – Missouri – USA]

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Hay en la postura de esta Dánae algo sospechoso, algo sutilmente oculto que se nos hurta y que deberemos suponer o conjeturar. Por lo pronto, está totalmente desnuda, de manera que todo su hermoso cuerpo puede ser libremente observado y admirado; el mentón un tanto levantado hacia arriba y el brazo extendido hacia atrás sugieren el abandono y la abierta entrega; sin embargo, algo no encaja en esta imagen, algo extraño desasosiega y retrae al espectador. Quizás es la mano cerrada y contraída, quizás las poco relajadas piernas cruzadas, que claramente vetan el acceso de la lluvia de oro a la gruta escondida. Para explicar este aire siniestro que recorre la escena acaso no sea aventurado recordar que esta imagen es exactamente la misma que Gentilleschi reproduce en su representación de la muerte de Cleopatra; la reina agoniza en una posición casi idéntica a la de Dánae, solo que aprisiona a un áspid con la mano. En fin, no alcanzo a explicar cómo, pero esta versión del famoso mito, antes que una entrega complacida parece evocar el gesto impostado de una prostituta, de ahí la seriedad, la estudiada indiferencia y el inicial retraimiento.

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María Elena Arenas Cruz

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