El olvido de los durmientes – VIII – Cuando los niños duermen – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – VIII – Cuando los niños duermen – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – VIII – Cuando los niños duermen

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El olvido de los durmientes – VIII – Cuando los niños duermen

La cuna casi en sombra. El niño duerme.
Dos hadas laboriosas lo acompañan,
hilando de los sueños los sutiles
copos en ruecas de marfil y plata.

Antonio Machado

En nuestro recorrido por cuadros y poemas con personajes dormidos llegamos a la escena más tierna: un niño dormido, una niña. No es casualidad que la contemplación de una criatura dormida desencadene una cascada de emociones complejas, todas ellas seguramente determinadas por la potencial experiencia humana de la paternidad. Cuando de hecho somos madres y padres, los retoños provocan, por su fragilidad, más quizás que por cualquier otra cosa, un imprevisto y acusado sentido de la responsabilidad y del cuidado, un amor cargado de deberes y obligaciones. Por eso, cuando los vemos tranquilamente durmiendo en su camita, respiramos y sonreímos, con la certeza de haber cumplido con los requisitos materiales que garantizan su felicidad y bienestar. Este “Niño Jesús” de José Esteban Murillo capta esa idea de trabajo cumplido que despierta cualquier bebé plácidamente dormido después del baño.

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Bartolomé Esteban Murillo – Niño Jesús Dormido [ca. 1660-1670 – Wernher Collection, Luton Hoo, Bedfordshire – UK]

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 Pero, yendo un poco más allá, ¿no hay acaso, en los flecos de ese placer, otra emoción más oscura e inasible? Una criatura dormida es, ante todo, un espejo de la inocencia que hemos perdido; la mirada se detiene fascinada a contemplar demoradamente lo que fuimos y hemos olvidado ya sin remisión. Es como si súbitamente tomáramos conciencia de las diversas formas de maldad y miedo que han ido aparejadas al hecho de madurar y conocer el mundo y de pronto añorásemos ese estado de felicidad inocente en el que un beso de la madre curaba la pena.

Pero, además, una criatura dormida es una invitación a imaginar el no-tiempo. La infancia es la edad sin tiempo, esto es, sin vivencias de la temporalidad. En términos bergsonianos, los niños viven permanentemente en la durée, no aprecian la diferencia entre esperar cinco minutos y esperar media hora si lo que quieren es merendar o salir a jugar. Igualmente, no son capaces de imaginar que sus abuelos o sus padres fueron un día tan pequeños y traviesos como ellos o que hubo otras civilizaciones de las que no quedan más que restos. No perciben que es el tiempo el que trae las arrugas y las ruinas. “¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?”, se preguntaba Luis Cernuda añorando los “años de la niñez en que el tiempo no existe”, cuando “un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad” (1963).  Frente a esta forma de felicidad quieta, solo jalonada por pequeñas frustraciones intemporales, crecer y madurar consiste, entre otras cosas, en tomar conciencia de la sucesión y paso de los días. Estamos hechos de tiempo, nuestra sustancia es el tiempo, como sabía Shakespeare, y dentro de él sabemos que “los días a la muerte nos llevan despeñados”, como sin amparo nos recuerda Quevedo. Por eso, al contemplar dormida a una criatura, junto a la nostalgia de la inocencia, sentimos la añoranza de un feliz tiempo sin tiempo. 

Y quizás sea el amor el mejor referente de la experiencia de la atemporalidad, y quizás por eso no es raro encontrar a Cupido representado como un niño dormido, descansando de sus travesuras. Hay muchos ejemplos, como este encantador “Cupido dormido”, de Perrault.

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Léon-Jean-Bazille Perrault – Sleeping Putto [ca. 1882]

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No deja de ser curiosa esta representación infantil de Eros, el dios todopoderoso nacido del huevo original engendrado por la Noche en el principio del Caos primitivo, huevo cuyas mitades formaron la Tierra y el Cielo. Eros es, en este mito de la creación, una de las fuerzas fundamentales del mundo, pues asegura la continuidad de las especies y el orden interno del Cosmos. Este dios supremo y omnipotente aparece desde antiguo en la iconografía figurado como niño, inquieto y travieso, sí, pero a la vez dotado de todas las connotaciones asociadas a la infancia: ternura, inocencia, fragilidad, etc. Quedan así simbolizados los dos componentes esenciales de ese extraño sentimiento que llamamos amor: uno es que nace del azar o la casualidad, aunque luego se torne destino (como Petrarca supo y nos han repetido durante siglos todos sus buenos y malos imitadores), y dos, que los enamorados se vuelven frágiles como los niños y como estos, dignos de todo cuidado y ternura. En El sueño de una noche de verano, Shakespeare añade otra razón para imaginar no solo niño, sino ciego, al amor:

Ni en la mente de Amor se ha registrado señal alguna de discernimiento. Alas sin ojos son emblema de imprudentes, y a causa de ello se dice que el Amor es un niño, porque en la elección yerra frecuentemente. Así como se ve a los niños traviesos infringir en los juegos sus juramentos, así el rapaz Amor es perjuro en todas partes (1991: I, i, p. 1003).

La imagen del amor niño ciego es una convención aceptada en la tradición literaria occidental desde antiguo, que permite atribuir a este sentimiento todos los rasgos negativos que el dramaturgo británico apunta y que son los tópicos del amor desgraciado, imprudente o no correspondido. El amor es imaginado como un pequeñuelo inconsciente y sin seso, que las más de las veces desatina y confunde a sus devotos, que miente e incumple las promesas. Quizás por esta razón Caravaggio pinta este extraño “Cupido durmiendo”, que reposa desnudo sobre su carcaj y las flechas. Hay en este cuadro un toque siniestro: la tradicional visión amable del geniecillo del amor es sustituida por la de niño sumido en pesadillas en medio de sombras densas y amenazadoras.

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Michelangelo Merisi da Caravaggio – L’Amorino dormiente [ca. 1608 – 1609 – Galleria Palatina – Firenze – Italia]

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El fondo oscuro y opaco descontextualiza la figura representada, que pasa a ser enfatizada en primer plano. Nada hay detrás o alrededor que ayude a interpretar el cuadro, pero es casi imposible evitar pensar en la horrible imagen de un niño muerto.

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Pasemos ahora a tratar un asunto turbador y nada fácil: la pintura de las vírgenes dormidas, esto es, la representación de mujeres-niñas cuando aún no conocen nada del amor ni todavía saben cuál va a ser su papel, su modo de estar en el mundo. Voy a tomarme la licencia de poner en relación dos cuadros absolutamente diferentes en cuanto a su contenido, pero extrañamente relacionados formalmente. En ambos aparecen niñas dormidas, vestidas casi igual y en un contexto espacial parecido, aunque, como se verá, los pintores tenían intenciones completamente opuestas. El primero es un sencillo y primoroso cuadro de Francisco de Zurbarán, la “Virgen niña dormida”, pintado en varias ocasiones porque la composición gustaba mucho en la época. Aparece una delicada niña sentada en lo que imaginamos que es un escabel y apoyado su brazo derecho en una silla de anea que resulta demasiado pequeña o desproporcionada; la niña está dormida porque está cansada de leer el libro de oraciones, que aparece entrecerrado en su mano izquierda. Llama la atención el color rojo intenso de su traje, al que Zurbarán no renuncia a pesar de que el pintor Pacheco había recomendado en su Arte de la pintura (1649) que en las representaciones del misterio de la Inmaculada Concepción fuese sustituido por una túnica blanca. El rojo contrasta con el fondo oscuro, sobre el que se destaca una mesita en la que un jarrón acoge tres flores simbólicas: una rosa, una azucena y un clavel, símbolos, en el sentir de la época, del amor, la pureza y la alegría, respectivamente.

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Francisco de Zurbarán – La Virgen niña dormida [ca. 1630 – 1635 – Fundación Banco Santander – Madrid – España]

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Francisco de Zurbarán – La Virgen niña dormida [ca. 1664 – Museo Catedralicio – Catedral de la Diócesis de Asidonia-Jerez – Jerez de la Frontera – Cádiz – España]

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Curiosamente, casi los mismos elementos, pero tratados de forma radicalmente opuesta, pueden observarse en el inquietante cuadro de Balthus titulado “Thérèse rêvant” (1938). Aparecen también la silla de anea, el jarrón y la niña dormida vestida de rojo, pero ahora las connotaciones que sugieren estos elementos en su conjunto no son de ternura, ni alcanzan la condición de símbolos, sino que contribuyen a generar una atmósfera de extraña y frágil sensualidad. Por lo pronto, el jarrón está vacío, como si la falta de flores fuese el mejor recurso visual para eliminar cualquier posible alusión tradicional a la pureza, a la inocencia. Estas connotaciones positivas asociadas a la infancia quedan, no obstante, latiendo en otros rincones del cuadro, en concreto, en los contrastes y juegos con el color blanco. Thèrese duerme apoyada en un cojín verde sobre el que destaca su camisa blanca y su falda roja, que está levantada, por encima de las también blancas enaguas. En esa postura asoma lo que nunca asoma, lo que de ninguna manera debería asomar nunca: sus braguitas blancas. Blanco sobre rojo, pero no cualquier rojo, sino el llamado por los tratadistas antiguos “rojo apocalíptico”, que es como decir, rojo enloquecedor, debajo del cual no puede haber otra cosa sino el horror del pecado de la lujuria, o mejor, la tentadora e insoportable atracción por desvelar el misterio. Por tanto, junto al rojo de la falda y los zapatos, el blanco de la pureza, de lo todavía inviolado en la camisa, las enaguas y las braguitas, así como en la tela que cuelga al fondo. Como la de Zurbarán, Thérese es una virgen.

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Balthasar Kłossowski de Rola, BalthusThérèse rêvant [1938 – The Metropolitan Museum of Art – Jacques and Natasha Gelman Collection, 1998. © Balthus, 2019 – New York – USA]

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Mientras que las piernas y los brazos de la virgen de Zurbarán están recogidos y absolutamente tapados, el cuerpo de Thérese se despereza libre, con los brazos entrelazados por encima de su cabeza, como hacen las Venus recostadas que veremos más adelante. Pero con una diferencia: nunca estas adoptan, tanto si están despiertas como si duermen, las forzadas posturas que toman las niñas dormidas de Balthus. Pues Thèrese está dormita, pero libre por su sueño parecen transitar imágenes que la invitan a levantar la pierna; es precisamente porque sueña con estas imágenes que parecen turbarla y seducirla, por lo que espontáneamente deja al descubierto la ruta abismal, la que conduce a ese espacio secreto, misterioso, siempre oculto y todavía desconocido, incluso para ella. Cuando se le pidió a Balthus que explicara los motivos por los que pintaba niñas dormidas apuntó:

“No quiero pintar el sueño, sino a la muchacha soñando, y lo que pasa por ella. Los sueños que atribuyo a mis niñas soñadoras, a mis ángeles medio dormidos, a esas niñas ensimismadas, los sorprendo como un observador retirado, procurando no sobrecargar el lienzo con mi presencia, con mucha discreción. Los maestros sieneses me han ayudado mucho. El tiempo vencido. ¿Acaso no es esta, quizá, la mejor definición del arte? No hay nada que interpretar de lo que se dice sobre el cuadro. Nada que decir. Puede bastarse a sí mismo. Los sueños prolongan la historia vivida en el día. No hay que recurrir a ningún análisis. Mi pintura procura captar la tensión oculta de las cosas, la violencia interna de los seres, y decirle al tiempo que detenga su curso infernal” [1].

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En tercer lugar, las criaturas son pintadas a menudo apaciblemente dormidas en sus camitas o en brazos de su madre. En estos casos, no es infrecuente que el artista tome como modelo a sus propios hijos, cuyo amor homenajea a través de la pintura. Un ejemplo sencillo lo encontramos en el cuadro que el prerrafaelita John Everett Millais pinta de su hija pequeña, Carrie, dormida bajo la vigilancia de la niñera, que está cosiendo:

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John Everett Millais – Sleeping [1867 – Private collection]

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Los entendidos han interpretado en clave alegórica la presencia de las flores en la mano de la niña. Las campanillas han sido vistas como símbolo de constancia y devoción, mientras que las prímulas podrían representar augurios de amor y felicidad, que el artista dirige a su querida hija. En todo caso, el sueño de las criaturas dormidas es, en general, un sueño vigilado. Las madres o las niñeras no andan lejos, aunque su presencia es siempre silenciosa, casi fantasmal; se acercan de vez en cuando a comprobar que nada turba el sueño del pequeño, y su actitud es tan delicada, sus gestos tan sutiles, que Homero no dudó en afirmar que cuando Pándaro lanzó un temible dardo a Menelao, la diosa Atenea lo alejó de la piel justo lo suficiente, como cuando una madre / ahuyenta a una mosca de su hijo, cuando yace con dulce sueño (Ilíada, IV, 130-131).

Pero si hay algo deliciosamente hermoso es la visión de una madre dormida junto al bebé al que acaba de acunar, como si el dulce arrullo que amorosamente dedica al pequeño la hubiera mecido también a ella dejándola felizmente adormecida. Miguel de Unamuno ha plasmado esta imagen en sus versos: Cuando duerme una madre junto al niño / duerme el niño dos veces. Y Gustav Klimt ha rodeado a la madre de flores:

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Gustav Klimt – Die drei Lebensalter der Frau [1905 – Galleria Nazionale d’Arte Moderna – Roma – Italia]

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Esta imagen es un fragmento de un cuadro mayor en el cual la figura de la madre se ve completamente de pie y junto a otra, la de una vieja desnuda y decrépita con larga cabellera gris. Se trata de una alegoría de la vida titulada “Las tres edades de la mujer” (1905), que hoy se exhibe en la Galería Nacional de Arte Moderno y Contemporáneo de Roma. No deja de ser interesante que Klimt decidiera pintar dormidas a las figuras que representan la Madurez y la Infancia, mientras que no sabemos qué hace la Vejez, pues oculta su rostro y solo alza una mano en ademán de preocupación o pena ante la conciencia de la decrepitud física. Parece que el pintor vienés no concebía la madurez de la mujer sino asociada a la maternidad, concebida como un estado de serenidad absoluta, de paz y entrega, de ahí los ojos cerrados y la dulzura del gesto. Como otras muchas mujeres pintadas por Klimt, esta madre está ensimismada, perdida en un sueño personal, ajena al espectador y solo al parecer, consciente de la presencia del niño al que abraza y sobre el que inclina la cabeza. Son mujeres para ser contempladas, meros objetos estéticos, sin agencia, pasivos, en línea con el imaginario masculino de la época, que quiere a las mujeres hermosas pero calladas y quietas. Y cuando el cuadro pretende alzar el vuelo reflexivo, como en este caso, las mujeres son representadas como madres dulces o como viejas que lamentan la pérdida de la belleza. Muy tópico, demasiado simple.

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María Elena Arenas Cruz

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Nota

[1] Y cuando sus cuadros de lolitas pintadas fueron interpretados en clave erótica, Balthus respondió: “Se ha dicho de mis niñas desvestidas que son eróticas. Nunca las pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas, superfluas. Porque yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de un aura de silencio y profundidad, crear un vértigo a su alrededor. Por eso las consideraba ángeles” (M. Fernández-Cid, “Balthus imprescindible”, en ABC Cultural (28 de febrero de 2008), p. 38.

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