El olvido de los durmientes – IV – La memoria del cuerpo que inventamos – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – IV – La memoria del cuerpo que inventamos
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La memoria del cuerpo que inventamos
Si algo nos es desvelado mientras vemos a alguien dormir es su condición primordial de cuerpo, de carne y materia elementales; si hay algo que definitivamente hace singular a la persona amada, que la convierte en irrepetible, tanto en sus límites como en sus posibilidades, ese algo es el cuerpo. En esa frontera, en ese linde o confín que nos separa de los otros, ahí inventamos el amor, creamos el mito del amor. “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”, dirá Spinoza; Cernuda lo descubre ante el dormido cuerpo deseado:
Si todo fuera dicho
y entre tú y yo la cuenta
se saldara, aún tendría
con tu cuerpo una deuda.
Pues, ¿quién pondría precio
a esta paz, olvidado
en ti, que al fin conocen
mis labios por tus labios?
En tregua con la vida,
no saber, querer nada,
ni esperar: tu presencia
y mi amor. Eso basta.
Tú y mi amor, mientras miro
dormir tu cuerpo cuando
amanece. Así mira
un dios lo que ha creado.
Mas mi amor nada puede
sin que tu cuerpo acceda:
él solo informa un mito
en tu hermosa materia.
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Como afirma Valente, “no hay experiencia espiritual sin la complicidad de lo corpóreo”. El deseo de otros labios, por fin apagado; los variados e insatisfechos anhelos a que nos obliga la vida, por fin en tregua (no saber, querer nada, ni esperar), conciencia de serenidad infinita descubierta al contemplar el cuerpo amado, su tangible y material presencia dormida. Y en ese instante, conciencia súbita y precisa de la condición imaginaria del amor, “que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad”, según dirá Borges. Creación, invención fantástica en la que, sin embargo, no hay un agente activo y un objeto pasivo, un dios y su criatura, sino que, como aquí sugiere el poeta, el hermoso cuerpo amado ha de acceder a ser inventado por el amante, pues solo si el cuerpo admite ser convertido en mito, el amor podrá fundarse y crecer.
Pero, ¿cómo sucede esto? Quizás consiste en abandonarse a la mirada del otro, para que recorra con sus ojos y sus manos nuestra geografía corporal, para que las sinuosidades, las arrugas, los huecos y promontorios queden así grabados en su alma y después, ya retirado en su soledad, pueda inventar a su vez, en su recuerdo, el cuerpo amado, y con él, el mito de su amor, es decir, su íntimo relato.
Si esto sucede así, aunque el cuerpo querido se ausente de nuestro lado, aunque nos abandone, habrá siempre una memoria del cuerpo que inventamos. Eduardo Galeano, inspirándose en los breves apuntes que Plinio el Viejo recogió en su Historia Natural (Libro XXV) sobre el origen de la pintura, interpreta el amor como la apropiación de la imagen del otro, siquiera de su perfil. Se trata de un pequeño texto titulado “El arte de dibujarte”, recogido en su libro Espejos (2009):
En algún lecho del golfo de Corinto, una mujer contempla, a la luz del fuego, el perfil de su amante dormido.
En la pared, se refleja la sombra.
El amante, que yace a su lado, se irá. Al amanecer se irá a la guerra, se irá a la muerte. Y también la sombra, su compañera de viaje, se irá con él y con él morirá.
Es de noche todavía. La mujer coge un tizón entre las brasas y dibuja, en la pared, el contorno de su sombra.
Esos trazos no se irán.
No la abrazarán, y ella lo sabe. Pero no se irán.
El leve tono elegíaco que nos emociona de estos versos se funda en las ya tópicas connotaciones de congoja o tristeza asociadas, en cientos de poemas, al alejamiento o inminente separación de la persona amada, como, por ejemplo, en las albadas medievales, cuya tenue melancolía se deriva precisamente de la apremiante huida del amado, que de manera forzosa ha de abandonar al amanecer los brazos de su querida. Pero, a diferencia de aquellas tristes doncellas, esta antigua mujer de Corinto concibe una estrategia para retener a su amado: si posee el perfil de su cuerpo dormido, cuando él se vaya, esta sombra dibujada en la pared será el anclaje del recuerdo y, por tanto, sustentará y dará argumentos a su imaginación enamorada. La mujer de Corinto solo necesita un trazo en la pared para retener el amor, para retener el recuerdo del abrazo cuando los brazos amados ya no estén.
En The Corinthian Maid, el pintor inglés Joseph Wright de Derby (1734-1797) quiso plasmar ese preciso momento en que la mujer ha iniciado el trazo sobre la pared; con exquisita delicadeza, con cuidado extremo, la vemos rozando con el pincel el perfil del amante dormido.
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La escena pintada encierra, no obstante, algo falso o mal resuelto: no nos terminamos de creer que alguien pueda dormir en esa difícil postura que mantiene al joven muchacho apoyado sobre la pared. Muy cansado debía de estar, pensamos, para quedarse dormido en esta posición, como si, justo cuando estaba a punto de marcharse, ya vestido y con la vara preparada, la fatiga o falta de sueño lo hubiera dejado inesperadamente traspuesto en el último momento; desfallecido, postrado, presuponemos, tras una noche de brega amorosa. En todo caso, esos minutos rendidos al sueño se convierten en un regalo para la muchacha, que corre entonces a por el pincel y con suma atención y esmero empieza a delinear el contorno de la figura recostada. Todo es silencio, pero ya amenazan los ruidos del mundo en ese rojizo amanecer que se atisba en el hueco abierto en el muro, por eso ella contiene el aliento y controla con precisión la inercia de su propio cuerpo mientras se inclina hacia adelante. El largo tiempo imaginado de la ausencia futura queda comprimido en estos minutos reales en que la muchacha toma una decisión e inicia una acción. Como si con la tarea acometida, con su exigencia de concentración y celo, esta joven de Corinto aspirara a disolver o anular no solo el futuro, sino la misma vivencia del transcurso temporal.
Pero no siempre la lejanía es sinónimo de desconsuelo; a veces, lo que el amor lamenta es, al contrario, la demasiada cercanía de los cuerpos, pues esta, como la transparencia, puede destruir el mito del amor, que necesita cierta dosis de oscuridad, de perplejidad, de ausencia para desarrollar su trama. Lo aprendimos con Proust, cuando Marcel, el personaje de En busca del tiempo perdido, está a punto de abandonar a Albertine, con la que vive y de la que lo sabe casi todo, convencido de que ya no la ama. En esos momentos de aburrida cercanía y conocimiento feliz, solo los celos renovados, las enfermizas conjeturas sobre desconocidas relaciones de ella con otros hombres o mujeres, harán posible que el amor resurja, ahora más desesperado e intenso si cabe.
Por tanto, si no es nuevo decir que el amor busca el contacto y la cercanía del cuerpo, y si San Juan de la Cruz no andaba equivocado cuando advertía que “…la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura”, no obstante, también es verdad que esa búsqueda de eternidad en compañía del ser amado, ese querer vivir juntos por el resto del tiempo, lo sabemos, corre el peligro de desembocar en la costumbre o el hastío; el misterio que nos llevó a indagar en la otra persona, la fantasía que generó la imagen o el cuerpo deseado que nos sedujo, se anquilosan y pierden vigor. Es la sutil intuición que pretende desvelar Wislawa Szymborska en este poema. Leamos la versión de Elzbieta Borkiewicz:
Estoy demasiado cerca para que él sueñe conmigo.
No vuelo sobre él, de él no huyo
entre las raíces arbóreas. Estoy demasiado cerca.
No es mi voz el canto del pez en la red.
Ni de mi dedo rueda el anillo.
Estoy demasiado cerca. La gran casa arde
sin mí gritando socorro. Demasiado cerca
para que taña la campana en mi cabello.
Estoy demasiado cerca para que pueda entrar como un huésped
que abriera las paredes a su paso.
Ya jamás volveré a morir tan levemente,
tan fuera del cuerpo, tan inconsciente,
como antaño en su sueño. Estoy demasiado cerca,
demasiado cerca. Oigo el silbido
y veo la escama reluciente de esta palabra,
petrificada en abrazo. Él duerme,
en este momento, más al alcance de la cajera de un circo
ambulante con un solo león, vista una vez en la vida,
que de mí que estoy a su lado.
Ahora, para ella crece en él el valle
de hojas rojas cerrado por una montaña nevada
en el aire azul. Estoy demasiado cerca,
para caer del cielo. Mi grito
sólo podría despertarle. Pobre,
limitada a mi propia figura,
mas he sido abedul, he sido lagarto,
y salía de tiempos y damascos
mudando los colores de mi piel. Y tenía
el don de desaparecer de sus ojos asombrados,
lo cual es la riqueza de las riquezas. Estoy demasiado cerca,
demasiado cerca para que él sueñe conmigo.
Saco mi brazo que está debajo de su cabeza dormida,
Mi brazo dormido, lleno de agujas imaginarias.
En la punta de cada una de ellas, para su recuento,
se han sentado ángeles caídos.
*

*
Hubo un tiempo, nos dice Szymborska, en que ella fue lagarto, fue abedul, fue nieve, tuvo distintas formas y colores en el sueño de él, pero ahora, está tan cerca, tan “limitada a su propia figura”, que es más fácil que el sueño del amado se pueble de otras mujeres, aunque sea solo entrevistas, pero, por ello mismo, más capaces de potenciar las quimeras de la ensoñación, que de ella, tan conocida por cercana. Lo que descubrimos es que, para inventar un cuerpo, para soñar un cuerpo, los amantes han de estar alejados; cuando están próximos, cuando la cercanía es ya orden y costumbre, ni siquiera para desvanecerse aparece ya en sueños la imagen del ser amado, esa que antes nos acosaba o sorprendía en nuestro particular teatro de sombras.
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María Elena Arenas Cruz