El olvido de los durmientes – IX – Tan hermosas dormidas solas – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – IX – Tan hermosas dormidas solas
***

***
El olvido de los durmientes – IX – Tan hermosas dormidas solas
Belleza del durmiente
que agita imperceptible el mudo pecho
para alzarse después con mayor vida;
como en la primavera los árboles del campo.
Chantal Maillard
Si hay un esquema iconográfico incesantemente repetido en la historia del arte es el de una mujer sola plácidamente dormida. La protagonista de estos cuadros no es la mujer tumbada, sino la mirada masculina para la cual la obra ha sido concebida, como muy bien vio John Berger en su brillante ensayo Modos de ver (1972). Por eso en todos los cuadros las mujeres representadas son exquisitamente hermosas, delicadas en sus formas y suavemente sensuales. No hay ningún rasgo o gesto de temor o violencia. Todo duerme apacible con ellas, y, como ellas, todo lo que las rodea alcanza su cota máxima de perfección, serenidad y armonía. Suelen estar totalmente desnudas, pero no es infrecuente encontrarlas también ligeramente vestidas, cubiertas con tules casi transparentes, que dejan entrever la sensualidad del cuerpo que suavemente velan.
Estas hermosas mujeres dormidas son como diosas, perfectas e inmortales. Yacen inmóviles para ser devotamente contempladas en todo su esplendor por un sujeto deseante, pues ante su belleza no es posible realizar ninguna otra acción; nadie va a tocarlas porque, aunque resultan sensualmente muy atrayentes, ejercen a la vez una misteriosa fuerza de distanciamiento que las aleja de todo lo humano. Vicente Aleixandre expresó este efecto en su poema “Una diosa dormida”, de Sombra del paraíso (1944):
Dormida sobre el tigre,
su leve trenza yace.
Mirad su bulto. Alienta
sobre la piel hermosa,
tranquila, soberana.
¿Quién puede osar, quién solo
sus labios hoy pondría
sobre la luz dichosa
que, humana apenas, sueña?
Miradla allí. ¡Cuán sola!
¡Cuán intacta! ¿Tangible?
Casi divina, leve
el seno se alza, cesa,
se yergue, abate; gime
como el amor. Y un tigre
soberbio la sostiene
como la mar hircana,
donde flotase extensa,
feliz, nunca ofrecida.
¡Oh, mortales! No, nunca;
desnuda, nunca vuestra.
Sobre la piel hoy ígnea
miradla, exenta: es diosa.
Estas bellezas solitarias, distantes y ajenas a sí mismas son concebidas como diosas antes que como mujeres, por eso tantas veces son Venus desnudas. Entre estas hay algunas, muy pocas, que además están dormidas. En los cuadros de Boticelli, Tiziano o Velázquez, por citar algunos de los más famosos, la hija de la espuma aparece consciente y encantada ante la posibilidad de ser admirada en la plenitud de su hermosura: se balancea pudorosa sobre una concha, se contempla de espaldas en un espejo o mira picaruela de frente al espectador; en cambio, el antecedente de todas ellas, la Venus dormida (1507) del Giorgione está vuelta sobre sí misma y ajena a lo que sucede a su alrededor; su perfección y encantos se tiñen de un toque de relajada espontaneidad, precisamente porque se nos muestra olvidada de sí, abandonada en su mundo interior:
*

*
Al parecer, resultó una novedad para los contemporáneos del Giorgione el hecho de que no solo representara dormida a la diosa, sino que la situara en un escenario campestre, puesto que de tal posibilidad no había referencias ni en la mitología ni en la literatura. Según Miguel Ángel Morán Turina, lo que el pintor pretendía era conciliar “el nuevo interés por el paisaje y la naturaleza con la tradición del arte clásico, basado en el desprecio del cosmos no humano”. El reto fue resuelto con éxito en La Tempestad (Venecia, 1503-1504), pero no aquí, puesto que esta Venus “de espíritu absolutamente clásico”resulta extraña en medio de este paisaje [1].
Con el paso del tiempo y a partir del siglo XIX los pintores recrean el mismo tema, pero humanizando a la diosa, o al menos eso parece que pretenden cuando eliminan del título toda alusión o referencia a la mitología. Ya no pintan a Venus, pero es fácil comprobar que las modernas pinturas de mujeres dormidas y desnudas parecen ser expresión del mismo impulso (mostrar la belleza del cuerpo femenino tal como es vista por el espectador masculino) y buscan provocar el mismo efecto de sensualidad que las representaciones clásicas de la diosa. En todo caso, ¿son eróticas las imágenes de estas bellezas dormidas solas?
En El gran desnudo de Amadeo Modigliani la disposición horizontal de la mujer la emparienta con los esquemas clásicos, tan del gusto del autor [2], aunque aquí la sensualidad está más subrayada que en otras composiciones suyas: los pechos son grandes y poderosos, el brazo extendido hacia atrás denota una excitante dejadez y, sobre todo, el vello púbico no está pudorosamente oculto, (como era convencional hacer en la tradición pictórica del desnudo femenino) [3]. Entre las numerosas anécdotas que se recuerdan de Modigliani quizás no haya una tan significativa como la que relata su marcharte Berthe Weill a propósito del pequeño escándalo que se suscitó en su galería, lamentablemente situada frente a una comisaría, en la primera exposición individual del artista. El extraordinario desnudo que se exhibía en el escaparate exterior provocó una peligrosa aglomeración de transeúntes escandalizados que obligaron a la policía a intervenir. La sofisticada Weill tuvo que comparecer ante un airado comisario que, como argumento más rotundo para obligarla a retirar “aquella basura”, le espetó: “Tiene vello púbico” [4].
*

*
Lo que incomodaba y ofuscaba al comisario de la Rue Taitbout, lo que atraía a los transeúntes y los retenía paralizados ante el escaparate, no era la visión de los pechos desnudos de una mujer, tan incorporados al imaginario erótico popular que formaban parte de lo esperable en la representación canónica de un desnudo, sino la osadía de hacer aparecer lo que en los desnudos académicos estaba oculto. Recordemos cómo tanto en la versión de Boticelli como en la de Giorgione o Tiziano, Venus baja su mano pudorosa y la coloca delicadamente sobre el pubis; en otros casos, son las piernas cruzadas las que impiden la visión de lo prohibido. La versión de Modigliani resulta, en cambio, absolutamente novedosa, pues concilia los patrones de la representación clásica e idealizada de la mujer-venus con una visión del cuerpo femenino liberada de toda mojigatería.
El efecto erótico se ve acentuado además por el espacio en el que yace la mujer: no es la naturaleza idealizada y distante del Giorgione, sino una cama ricamente vestida de mullidas colchas, cuya calidez parece prolongarse en el entelado de la pared. Es un espacio suntuoso y agobiante que, sin embargo, no distrae la mirada del espectador, atrapado por el rosado cuerpo femenino que ocupa el primer término de todo el lienzo. El sueño ha sobrevenido en un ámbito privado, en la soledad de la propia habitación, como también sucede en el cuadro de Renoir, La bañista durmiente. En este caso la mujer no está tumbada, sino sentada y ligeramente recostada sobre las cálidas telas que la rodean y la envuelven, pues, como en el cuadro de Modigliani, también recubren todo el espacio. Acaba de salir del baño y, sentada en un mullido sillón, ha secado meticulosamente todo su cuerpo, que reposa relajado y sin prisa, con la toalla abandonada sobre las piernas; en un cierto momento, la bañista se reclina hacia atrás y estira los brazos por debajo de la nuca; ya solo queda imaginar que el calor de la estancia ha sido el responsable del sopor que la ha arrebatado y la ha lanzado en brazos del sueño.
*

*
¡Quedarse dormida después del baño! Nada tan fácil, tan natural, nada tan placentero como ese ausentarse del yo cuando estamos recién aseados. El cuerpo limpio, ya sin tacha o mancha en nuestro sentir, toma entonces las riendas y se apodera de nuestra conciencia, que suele estar más cargada del peso que la constituye, ese que llamamos el peso de la conciencia. Es como si el cuerpo, ya purificado y relajado por efecto del agua y del calor, quisiera transmitir ese bienestar a lo otro que no es él, a esa parte del yo poblada de ocupaciones y preocupaciones, deseos y esperanzas, deberes y frustraciones, y para ello no tuviera otra forma de ejercer su transitorio poderío que arrastrar a la conciencia al espacio de la levedad y del momentáneo olvido, esto es, al espacio del sueño, ámbito extraño en que creemos sentir aligerado el peso de la conciencia y sus cuitas. Ya hemos tenido ocasión en otros capítulos de esta serie de detenernos en la fértil asociación entre el sueño y el agua, fundidos ahora por la potencia lustral de ambos: si el agua purifica y limpia el cuerpo, otro tanto parece hacer el sueño con el alma.
Esta posición casi vertical de la mujer dormida se repite en El sueño, de Picasso, cuadro en el que representa a su amante Mari-Thérèse Walter en una recatada postura, con los brazos doblados, la cabeza ladeada y los senos solo ligeramente descubiertos.
*

*
El cuadro, en posesión del multimillonario norteamericano Steve Wynn, fue hace años objeto de una divertida anécdota, protagonizada por su dueño el mismo día en que este cerró el trato con un comprador que iba a adquirir la hermosa pieza por 139 millones de dólares. La retinitis pigmentosa (reducción de la visión lateral) que padece Wynn y su espontaneidad gesticuladora le llevaron a embestir el lienzo con el codo y hacerle un agujero del tamaño de una moneda de dólar. Fatal accidente que le obligó a rescindir el contrato pocos días después y quedarse otra vez con el cuadro. Pero, ¿de qué hablaba con tanto entusiasmo el millonario, qué le explicaba a la concurrida audiencia de periodistas, agentes y críticos que lo rodeaban la mañana de la firma de la venta? ¿Por qué movió con tanta fuerza el brazo? No está muy claro, porque la información no resulta muy precisa al respecto, pero para encontrar una respuesta basta con fijarse bien en el rostro de Mari-Thérèse. El gusto u obsesión priápica de Picasso tiene en esta pieza un eco simpático y hasta elegante, por lo disimulado u oculto de la alusión sexual. Hay que mirar con cierto detenimiento y una considerable dosis de malicia la parte superior de la cara de la joven para descubrir que la mitad de la misma está formada por un enorme pene erecto. El millonario Wynn sin duda ponderaba con energía poco controlada no solo la osadía del pintor malagueño, sino las visibles dimensiones del referente de su famosa virilidad cuando al abrir los brazos hincó el fatídico codo en el lienzo. En un momento destrozó el cuadro y perdió la astronómica cifra pactada con el coleccionista de arte Steven Cohen.
Si tenemos en cuenta esta explícita alusión sexual, resulta evidente que Mari-Thérèse no está dormida sola, sino que su amante-pintor ronda oculto por algún rincón de la colorista escena. Olvidada de sí y ajena a lo que la rodea por efecto del sueño, no sabe ni puede imaginar que es contemplada como objeto de un deseo de orden sexual tan fuerte y persistente, que el falo de quien mira y pinta queda impreso en su rostro. El cuerpo de Mari-Thérèse ya no es suyo, ha sido colonizado, invadido, enajenado. Queda definitivamente roto cualquier efecto idealizador que hubiera podido desprenderse de la inocente visión inicial del retrato y todo el protagonismo queda reservado a la expresión de las casi patológicas ansias de autoexhibición erótica de Picasso.
Por último, cómo no atraer a esta lista de cuadros de hermosas dormidas solas el famoso Sol ardiente de junio (1895) de Frederic Lord Leighton (1830-1896), donde una bellísima joven yace lánguidamente dormida a la hora de la siesta. La desnudez de su cuerpo se puede apreciar bajo las transparencias del sedoso vestido anaranjado, que voluptuosamente subraya sus formas. Al fondo de la terraza, el tranquilo y brillante mar y unas simbólicas flores de adelfa coronando la escena.
*

*
El sueño parece haberle llegado a la joven suavemente, como solo parece llegar a la hora de la siesta, sigiloso pero absorbente, mientras descansaba abandonada en el mullido asiento, que resulta un poco estrecho para su cuerpo, de ahí la extraña postura ovillada. Sin embargo, no puede perderse de vista la clara presencia de la adelfa, extraña planta ornamental tan venenosa que incluso el olor de sus flores puede producir somnolencia o dolor de cabeza. No es posible prescindir de esta referencia, que tiñe de misterio o enigma cualquier interpretación del cuadro. Pues si a primera vista lo que destaca es la delicada sensualidad que provoca la idealizada figura de la joven dormida, la presencia de la adelfa necesariamente evoca los vínculos que unen el sueño a la muerte. Esta conclusión permite otorgar una dimensión simbólica a la belleza de la escena, que puede ser contemplada no tanto como una mera representación de la hermosa juventud olvidada de sí, cuanto como un secreto carpe diem. Recordemos que la fantasía masculina de la mujer ideal ha estado tradicionalmente asociada a la fugacidad y la muerte: en la medida en que ese ideal lo encarna siempre una mujer joven cuya belleza indefectiblemente desaparece por efecto del paso del tiempo, se invita a la doncella a disfrutar de su juventud, lo cual, dadas las condiciones sociales en las que esta se desarrollaba (matrimonios pactados tras la primera menstruación, embarazos sucesivos y peligrosos, fiebres puerperales y muerte prematura), implicaba, en realidad, sugerirle que se mostrara callada y complaciente con quienes podrían, ellos sí, disfrutar de sus dones.
***
María Elena Arenas Cruz
___________________________
Notas
[1] M. A. Morán Turina, Tiziano, Madrid, Historia 16, 1993, pág. 65
[2] No descubro nada si recuerdo que Modigliani, lejos del arte provocador vanguardista, anhelaba reflejar en su pintura la belleza y el idealismo renacentista, la estilización que convierte los cuerpos en algo divino. Esto se puede apreciar en algunos de los desnudos de mujeres que pintó entre 1916 y 1917, donde los ecos o citas de obras de Botticelli, Giorgione o Tiziano son claros y abundantes.
[3] John Berger recuerda que, como el vello del cuerpo se asociaba a la potencia sexual, “era preciso minimizar la pasión sexual de la mujer para que el espectador creyera tener el monopolio de dicha pasión” (1972: 55)
[4] Cfr. D. Kriystof, Amadeo Modigliani (1884-1920). La poesía del instante, Taschen, 2007, pág. 59.