El olvido de los durmientes – VII – Dormidos traicionados – II – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – VII – Dormidos traicionados – II
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Dormidos traicionados – II
La traición es una forma de la muerte, es decir, cuando sabemos que hemos sido traicionados sentimos que, de alguna manera, para la persona desleal es como si hubiéramos muerto; nos mata no solo en el momento que traiciona nuestra confianza, sino que ya antes, cuando nos engañaba con su duplicidad, estaba considerando que habíamos muerto en su estima. Por eso, si hay algo que resulta especialmente confuso es ese espacio de tiempo durante el que uno no sospecha de quien un día lo va a traicionar. No intuye ni adivina la maquinación, no advierte que el rostro del amigo o del amante o del pariente oculta otra naturaleza desconocida: ¿durante cuánto tiempo uno solo ve una de las caras de la doble faz? Entre las historias más tristes de durmientes traicionados está la de Ariadna, la dulce princesa que facilita al intrépido, pero poco imaginativo Teseo, el hilo de seda que le permitirá salir del laberinto una vez que haya matado al Minotauro. La hija de Minos y Pasifae, la hermana de Asterión, se enamora de ese joven extranjero que ha llegado a Creta desde Atenas para acabar de una vez y para siempre con el tributo que esclaviza a su pueblo: los jóvenes que cada año han de ser entregados y sacrificados al Minotauro. No es difícil conjeturar que Ariadna quiere abandonar Creta como sea, pues ha nacido en el seno de una extraña familia: su madre ha engendrado un monstruo y su padre ha construido un laberinto para encerrarlo. Sin duda que imagina la posibilidad de huir de la mano de Teseo, del que se ha enamorado, pero al que tiene que seducir porque él no parece haberse fijado en ella. Sus encantos femeninos no hubieran sido suficientes si además Ariadna no le ofrece la clave para salir del infernal dédalo. El joven ateniense le promete entonces matrimonio y cuando termina la peligrosa aventura se embarca con ella en la nave de regreso. Pero no llegarán juntos a las costas helénicas porque, en cierto momento del viaje, una noche que Ariadna yace profundamente dormida, su joven amante aprovecha para abandonarla en la solitaria isla de Naxos.
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Ariadna es traicionada mientras duerme. La ilustración de este vaso antiguo recoge la escena del momento preciso del abandono, cuando Teseo vuelve a su nave aprovechando que Hipnos, representado en el arte antiguo como un adolescente con dos alas en las sienes o en la espalda (como las de las aves nocturnas, símbolo del vuelo silencioso que escapa a la percepción del durmiente), ha adormecido a Ariadna. Cuando se despierta, se encuentra sola y abandonada por aquel que tan falsamente la había amado unas horas antes. Ovidio imagina los pensamientos que hubiera vertido en una conmovedora carta dirigida a Teseo si se le hubiera dado la ocasión de hacerlo. He aquí el inicio:
Las palabras que estás leyendo te las envío, Teseo, desde aquella playa de la que las velas se llevaron tu nave sin mí, y en la que, para mi desgracia, me traicionó mi sueño, y tú, que te conjuraste criminalmente con mi sueño.
Era el momento en el que la cristalina escarcha comienza a salpicar la tierra, y las aves a quejarse, ocultas entre el follaje. Aún no despierta del todo, amodorrada por el sueño, moví mis manos, incorporándome, para abrazar a Teseo. No había nadie. Retiro mis manos y por segunda vez palpo y muevo los brazos por el lecho. No había nadie. Los temores sacudieron el sueño; aterrorizada me levanto, y mis miembros se lanzaron fuera del lecho solitario. Enseguida resonó mi pecho al golpe de las palmas y, según me encontraba, despeinada por haber estado durmiendo, me arranqué los cabellos. Había luna. Miro por si puedo ver algo que no sea la playa, pero mis ojos no tienen nada que mirar que no sea la playa [1].
En los Museos Vaticanos se encuentra una antigua escultura en mármol en la que se alcanza una representación bastante acertada de la Ariadna imaginada por Ovidio: todavía dormida, la joven mueve los brazos en busca de su amado, segura de encontrarlo a su lado. Esta versión ha sido copiada y reproducida en muchas ocasiones y un ejemplo de ello es el vaciado en yeso que hizo Velázquez para el alcázar de Madrid, conservado hoy en la Real Academia de San Fernando:
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Esta figura descompuesta de Ariadna, que agita inconsciente los brazos para alcanzar una sombra, resultó para Giorgio de Chirico (1888-1978) la encarnación metafórica de la soledad más extrema. El artista reproduce obsesivamente esta escultura entre 1912 y 1913, situando la imagen antigua en plazas desoladas, con arcadas oscuras y vacías. Entre las muchas que tiene, me gusta esta “Piazza d’Italia con Ariadna”. En ella sobrecogen los altísimos edificios, sobre todo esa torre inmensa rodeada de columnas, pero sin ventanas (como una cárcel cuyos barrotes carecieran de función), y el contraste entre los elementos de la civilización maquinista (el tren, los aviones), esencialmente ruidosa y apresurada, y la estatua silenciosa, quieta, dormida. La sensación es extraña, como si el tiempo estuviera a la vez acelerado y suspendido; como si el espacio resultara a la vez inmenso y reducido.
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Ariadna encarna con singular precisión emociones como el abandono, el olvido, la desolación, la melancolía, tan importantes en la obra de De Chirico. Por eso no centra su atención en el mito en sí, en algún aspecto conocido del relato, sino que reproduce, como mera “estatua de plaza”, la versión más tópica de Ariadna en la tradición escultórica. Lo que le interesa es la forma clásica, tan humana, como contraste en este ambiente irreal, espectralmente inhumano.
Una de las versiones del mito dice que Ariadna se suicidó en Naxos al despertar y ver en el horizonte las velas del barco de Teseo. Otra señala que la joven murió de parto sin llegar a dar a luz. Una tercera, más común, apunta que Dionisos, viéndola dormida, se enamoró de ella y la hizo su esposa. En el cuadro que a continuación se reproduce, Louis Le Nain (s. XVII) imagina al dios bajando de la propia nave de Teseo mientras este huye apresuradamente junto con sus hombres, que se esfuerzan por hace avanzar la embarcación lo más rápidamente posible. Dionisos contempla arrobado el cuerpo semidesnudo de la bella Ariadna, que yace dormida.
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No deja de ser interesante y llamativo cómo juega el destino a favor de Ariadna poniendo ante ella dos amantes tan distintos: el joven Teseo, apuesto y valiente, pero incapaz de valorar en su justa medida la inteligencia o el ingenio de esta doncella; y el dios borracho y desinhibido, que encuentra en Ariadna el equilibrio del amor sereno y el matrimonio. La joven no puede, ni quiere, volver a Creta (no olvidemos que había huido con el asesino de su hermano), de manera que, en lugar de cultivar el resentimiento contra el traidor, aceptar a esta extraña pareja, un dios que representa la alegría de vivir, la fiesta, el placer de la bebida y la risa, y que por ello constituye su perfecto contrapunto. En efecto, la sentimentalidad irracional de Dionisos se complementa con la ingeniosa sensatez de Ariadna, tan capaz de sacar a un jovenzuelo de un laberinto como de aceptar los requerimientos de un apuesto dios que le va a ser fiel hasta su muerte. De hecho, Ariadna recibirá como regalo de bodas una magnífica corona de oro fabricada por Hefesto, gracias a la que, a su muerte, quedará convertida en constelación, la conocida como Corona boreal.
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María Elena Arenas Cruz
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Nota
[1] Ovidio, Heroidas, Madrid, Alianza Editorial, 1994, 1-24, págs. 152-153.