El olvido de los durmientes – V – El monstruo y la doncella dormida – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – V – El monstruo y la doncella dormida
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El olvido de los durmientes – V – El monstruo y la doncella dormida
Cuando dormimos, cuando nos replegamos hacia nuestro particular y cerrado teatro de sombras, dejamos de tener conciencia de esa otra parcela del yo que ofrecemos y que queda a la vista del que circunstancialmente nos contempla. Perdida la noción del tiempo y del espacio, eso que el otro ve cuando nos mira dormidos es como un vestigio, un residuo de nosotros mismos, expuesto sin recato o disimulo, pues el verdadero yo se oculta en otro lugar. Quizás es esa exposición no controlada del cuerpo abandonado la que puede llevar a quien nos mira a querer poseer lo hermoso que no le pertenece. Es interesante comprobar cómo en la historia del arte clásico esta reflexión se traduce en representaciones estéticas de violencia sexual no explícita. Así lo podemos comprobar en algunas de las versiones del mito de “Zeus y Antíope”, según el cual el padre de los dioses se transforma en sátiro para poseer a la hija de Nicteo, el rey de Tebas. Aunque hay varias representaciones en que Antíope está despierta y accede gustosa a los deseos de su inesperado amante, son muchas más aquellas otras en las que la muchacha, desnuda y dormida, es contemplada por el poderoso y extraño ser. La mira, la toca levemente para destaparla, pero todavía no se ha producido la agresión sexual. Un ejemplo lo tenemos en esta pintura de Antoine Watteau (1715) que puede admirarse en el Museo del Louvre.
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Sin duda el motivo se repite con tanta frecuencia porque encierra una densa red de sugestiones eróticas para el imaginario masculino, de entre las que podemos entresacar al menos dos: por un lado, la posibilidad de poseer de forma incondicional y sin reparos el cuerpo femenino, que aparece solo y alejado de todo vínculo social o familiar, y, por otro, la virilidad inextinguible, aquí representada por el sátiro, ese ser fabuloso mitad hombre, mitad macho cabrío, de una potencia sexual inusitada y permanente. Los sátiros formaban parte del cortejo de Dionisos, en cuyas fiestas participaban bailando y bebiendo sin cesar. Las ninfas y las ménades de los bosques estaban continuamente alerta para huir de estos seres siempre azuzados por una constante incontinencia sexual. En la recreación pictórica de este mito parece alcanzarse y cumplirse un inconfesado anhelo masculino: encontrar sola, desnuda y dormida a una mujer para poseerla. Es tan potente la búsqueda de esta impresión en el espectador que incluso la mujer es representada en una posición de abierta y seductora entrega, a pesar de lo chocante y extraña que tal postura resulta, pues no es la que esperamos encontrar en una mujer durmiendo en un bosque. Puede verse lo que apunto en la forzada posición de Antíope en la versión de Corregio:
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En la mayoría de las representaciones del mito lo que se pretende captar son las circunstancias previas a la violación, no el acto violento mismo. Es la latencia del horror lo que sobrecoge, esa suspensión de la acción inminente pero detenida, que se prolonga e intensifica precisamente porque Antíope permanece dormida, olvidada de sí, ajena a lo que la rodea. Sabemos, por el relato mítico, la continuación de la escena que contemplamos: en cuanto el sátiro la toque, ella se despertará, el asombro se aliará con el pánico y la atroz violación tendrá lugar, con toda su estela de rugidos y lamentos. En la composición de Van Dyck casi podemos asistir a ese preciso instante previo, cuando Zeus-sátiro empieza a tocar el blanco cuerpo de Antíope, a la que osadamente destapa bajo la atenta mirada de una enorme águila, símbolo del propio poder del dios:
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En todas las versiones en las que Antíope se nos muestra dormida la escena queda parada en este punto. Aquí el sátiro acaba de destaparla, todavía tiene la sedosa tela entre sus garras cuando se detiene y la mira; súbitamente, el cuerpo deseado aparece ante sí como una revelación: la de lo nunca antes visto, esa desnudez primera solo imaginada, anhelada solo y ahora por fin a punto de ser poseída. Es en este mínimo gesto detenido donde acontece y tiene su expresión la pulsión erótica que rezuma la escena. La mano está a punto de levantar el velo, de acceder a la última frontera, pero de pronto se queda quieta para dejar que la mirada vague confusa y encantada por la blanca piel. Casi podría afirmarse que, en este aspecto, lo erótico mantiene claros puntos de contacto con la experiencia estética, al menos en el sentido en que Borges lo señalaba: si el hecho estético acaso reside “en la inminencia de una revelación que no se produce”, igualmente, esa excitación ante el inminente desvelamiento de lo prohibido quizás sea el fundamento de la experiencia erótica. En la primera Elegía de Duino Rilke supo dar una clara explicación a lo que aquí vagamente he intuido, esto es, que “lo bello no es más que el comienzo de lo terrible que aún podemos soportar”, aquello que, “sereno, desdeña destrozarnos”. Hay deseos oscuros, íntimos y prohibidos, que vagan por nuestra mente y nuestros sueños, deseos que ni siquiera queremos que se hagan realidad, pues de consumarse, nos enfrentaríamos con la cara del horror y caeríamos destruidos. Los cuadros aquí reunidos nos hacen presentir una atrocidad, la violación de una virgen dormida, pero solo la sugieren, no la llegan a mostrar: la mano del monstruo se detiene justo antes de cualquier acción violenta. Su belleza reside precisamente en esta ocultación del horror y la pesadilla sin dejar en ningún momento de evocarla: estamos a punto de ver lo que no debe ser visto, pero en el último instante se nos escamotea. ¡Y menos mal que esto es así! La visión explícita del estupro sería insoportable; en cambio, la tensión entre lo que en el cuadro se puede observar y lo que en él queda evocado o presentido es, en definitiva, lo que propicia o fundamenta esta extraña y singular experiencia estética.
El tema del monstruo y la doncella no es infrecuente en el arte pictórico. También Picasso lo reproduce insistentemente en los grabados de la conocida Suite Vollard, en los que la amante aparece en varias ocasiones semidesnuda y dormida, atisbada por un Minotauro, otro ser fabuloso de la mitología, mitad hombre, mitad toro y cuya potencia sexual es igualmente extraordinaria. Si Dante había imaginado a Asterión, el monstruoso hijo de Pasifae, con cuerpo de toro y cabeza de hombre (Canto XII), Picasso supone otra combinación: un poderoso cuerpo masculino coronado por una testuz más o menos humanizada:
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Igual que en las versiones clásicas del mito de Zeus y Antíope, el deseo del monstruo es despertado por una figura femenina desnuda y dormida, es decir, casi inerte y ajena a la violación que va a sufrir. Pero, a diferencia de las versiones clásicas, la doncella no está tumbada en el campo, bajo los árboles, lo cual era una forma de presentarla fundida con la naturaleza, suspendidas así las normas y convenciones sociales, sino que yace en una cama situada en lo que parece un dormitorio. Esta pieza de la casa es, junto al baño, la estancia más privada, prohibida por tanto a todo el que no es invitado a entrar. Aquí, no obstante, el cuarto no está totalmente cerrado, pues el balcón por el que penetra la luz de la luna que ilumina toda la escena carece de postigos, es un simple arco protegido por una balaustrada. La habitación queda así conectada con el jardín, forma inocente y superflua de evocar la naturaleza y, por ende, sugerir lo salvaje y brutal. Si el Minotauro ha entrado por algún sitio lo ha hecho sin duda por ahí. Nítidamente lo vemos levantar con una mano el velo o dosel que cubre la cabecera de la cama, mientras con osadía alarga el otro brazo hacia el cuerpo rotundo de la mujer que aparece desnuda ante sus ojos. Pero no llega a tocarla. El propio Picasso escribió respecto al aguafuerte que nos ocupa: «La está estudiando, intentando leer sus pensamientos, tratando de averiguar si ella le ama porque es un monstruo… Es difícil afirmar si quiere despertarla o matarla”. Como en los ejemplos antes mencionados, parece que el mayor interés del artista es captar precisamente este gesto detenido, el umbral del horror. Con todo, Picasso va mucho más allá y, con el fin de desvelar en toda su potencia el inconmensurable deseo masculino, un tema que sabemos que le obsesionaba, no duda en hacer explícita, en otros cuadros, la inminente posesión. En la serie titulada “La batalla del amor”, desarrolla la relación erótica como un encuentro cada vez más violento, incluso agresivo, en el que la violación no solo no es evitada, sino gozosamente buscada. Aquí vemos el aguafuerte titulado Minotauro acariciando a una mujer dormida (1933).
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Hay varias cuestiones especialmente inquietantes en estas representaciones de una relación sexual en la que el hombre aparece como un monstruo que posee, o quiere poseer, a una mujer dormida. La primera es esa transfiguración masculina en un ser que, sin haber perdido parte de su condición humana, añade elementos animalescos (es cabra o toro) que lo vinculan con lo más primitivo e instintivo. Así transformado puede acercarse a la mujer sin la ceremonia erótica, que es una invención propiamente humana, como detallada y bellamente ha explicado Octavio Paz en La llama doble (1993); puede prescindir de las cortesías y formalidades que van asociadas a los actos de amor. Elimina así toda preocupación por agradar, la lentitud propia de toda seducción, y parece dejarse llevar por el simple y acuciante deseo de la cópula.
Además de esto, y quizás como consecuencia de ello, el segundo aspecto inquietante es la soledad del Minotauro, la soledad del hombre que se acerca a la mujer disfrazado, camuflado, porque no sabe hablar con ella, porque no sabe mirarla a los ojos, porque no la entiende. Por eso ella está dormida, para poder ser sorprendida y turbada, para poder ser sencillamente poseída como un objeto sin alma. Me pregunto si el artista era consciente del vago y extraño sentimiento de piedad que despiertan estas escenas, pues el monstruo, que se acerca a hurtadillas a una mujer dormida y ausente, oscuramente arrebatado por el impulso sexual y criminal que le otorga la condición animal, ha perdido aquello que lo humaniza: la capacidad de diálogo con el otro, diálogo verbal y corporal, piel contra piel, mirada contra mirada, palabra contra palabra… y, cómo no, el encuentro gozoso de la risa. Si el amante-monstruo es el hombre que ha elegido no hablar con la mujer deseada, es también el hombre que tristemente se ha resignado a no reír. La violencia no tiene palabras ni risas, solo miradas y gestos, como mucho, gruñidos y muecas. No hay diversión alguna en estas escenas sexuales de vigilancia lasciva. Las mujeres yacen dormidas ante el no-hombre porque despiertas quizás se reirían de él.
No obstante lo dicho, hay en la historia de la mitología un episodio turbador que puede resultar el contrapunto a lo que vengo diciendo. Me refiero a los amores de Pasifae, la esposa de Minos, el rey de Creta, que, enamorada del magnífico toro blanco que Posidón había regalado a los reyes para que lo sacrificaran a los dioses, convence a Dédalo para que fabrique una carcasa en forma de vaca en la que poder introducirse y así dejarse poseer por la sin duda apabullante virilidad del animal. Bien es verdad que Pasifae ha sido castigada por el dios, que le ha insuflado esa insensata pasión por el toro sagrado porque su esposo no cumplió su promesa y guardó para sí el regalo, pero ello no elimina el riesgo ni el peligro del encuentro sexual. La reina busca ávidamente la manera de yacer con el animal y no ceja en su empeño hasta conseguir el artefacto que permita la monstruosa cópula. Como en los casos anteriores, también podemos interpretar este mito como la representación de una de esas fantasías femeninas que yacen oscuramente sepultadas en lo más hondo del subconsciente y que no afloran sino en los mitos más antiguos. Miremos con atención el lindo cuadro de Daniela Tesi (1988), en el que los colores brillantes y la desnudez tranquila de Pasifae dormida no evocan tensión alguna; antes al contrario, los únicos que se miran con enojo son los dos magníficos toros que la rodean, que parecen competir para poseer la codiciada prenda, que descansa después de haber gozado. El toro negro sobre el que se recuesta evoca la paz de la noche con luna, que la invita a disfrutar de un sueño tranquilo; el toro blanco roza con sus cuernos el sol y tiñe de fuerza y luz el cielo azul.
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Tanto Pasifae como Europa son mujeres que han quedado seducidas por un toro, no por un hombre con cabeza de toro, sino por un hermoso y potente animal, por una bestia con toda su pujanza irracional. Europa se acerca al magnífico toro blanco en el que Zeus se ha metamorfoseado, embelesada por su belleza; lo acaricia, lo adorna con guirnaldas de flores y finalmente se sube a su grupa, momento que aprovecha el taimado dios para raptarla y adentrarse velozmente en el mar. La unión se consuma en el agua y de ella nacerán dos hijos: Minos y Radamanto. No hay representaciones artísticas en las que Europa aparezca dormida, porque en todo momento la princesa es consciente de la aventura que va a correr. Las hay incluso en que la vemos feliz a lomos del hermoso bovino, como en las esculturas de Botero. Lo mismo sucede en algunas versiones del mito de Antíope, en las que ella está despierta y mira arrobada al sátiro. Como la historia del arte y de la literatura ha estado durante siglos cooptada por el punto de vista de los varones (pintores, filósofos, poetas, críticos, historiadores, mecenas…) sería fácil llegar a la conclusión de que esas representaciones de entrega voluntaria no son sino una versión elegante y dulcificada de la idea de que a las mujeres les gusta ser violadas por sus secuestradores. Esta interpretación, con tener muchos visos de ser cierta, sin embargo, supone estrechar las ondas y revueltas del imaginario sexual femenino y negar que, como en el caso de los varones, también tiene pasillos secretos de deseos que raramente se hacen explícitos. Los mitos de Pasifae, Europa o Antíope despierta, entregándose gustosas a un ser monstruoso pero no violento, permiten atisbar la posibilidad de que, libres de ataduras morales, sentimentales o sociales, las mujeres quizás anhelan gozar de la extremada y salvaje potencia viril que desde hace milenios ha sido asociada al toro.
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María Elena Arenas Cruz