El olvido de los durmientes – VII – Dormidos traicionados – I – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – VII – Dormidos traicionados – I – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – VII – Dormidos traicionados – I

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Dormidos traicionados – I

“Esa noche durmió el rey, el valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir es distraerse del universo, y la distracción es difícil para quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas”

Jorge Luis Borges

Que el sueño sea un aliado de la traición es otro de los tópicos que con más frecuencia nos encontramos en la historia del arte y de la literatura. Es dormido, olvidado de sí, como puede ser con facilidad traicionado quien sin sospechas confía en el amigo, el amante o el pariente. Empecemos por recordar que precisamente uno de los episodios más famosos y antiguos protagonizado por Hypnos, el dios del sueño, está asociado a la traición. Cuenta Homero en la Ilíada que Hera, en su afán de entorpecer el éxito de los troyanos, viajó hasta Lemmos para solicitar la ayuda del Sueño, “soberano de todos los dioses y de todas las gentes”. Su intención era que este sumiera a Zeus en la más pesada somnolencia justo después de que ella hubiera yacido con su augusto esposo. Por más que la diosa le ofrece un trono de oro con su escabel correspondiente, “para apoyar las lustrosas plantas cuando asistas a convites”, Hypnos se niega rotundamente, alegando que ya en otra ocasión que se había prestado a las maniobras de Hera, Zeus estuvo a punto de hacerlo invisible y hundirlo “en el ponto, lejos del eter”, condena de la que se salvó gracias a la intervención de su aliada, la Noche, “que rinde a dioses y hombres”. Hera entonces le promete como esposa a Pasitea, una de las hermosas Gracias, aquella “a la que sin cesar anhelas todos los días”, y el pobre Sueño cede ante sus deseos. Juntos suben al monte Ida, y mientras el Sueño se queda apostado “entre las tupidas ramas de un abeto”, ella seduce al esposo para gozar juntos del amor envueltos en una nube áurea:

Así dormía sereno el padre en lo más alto del Gárgaro,

doblegado al sueño y al amor, con su esposa en los brazos.

El dulce Sueño echó a correr hacia las naves de los aqueos

para dar la noticia al dueño de la tierra y agitador del suelo.

Se detuvo cerca de él y le dijo estas aladas palabras:

«Protege, ahora, Posidón, con tu favor a los dánaos.

Otórgales la victoria, aunque sea un instante, mientras aún

Zeus duerme, ahora que yo lo he cubierto de muelle sopor,

y Hera lo ha embaucado para que se acueste y goce del amor».

                                                                                  (Ilíada, XIV, 352-360)

La traición de Hera con la complicidad de Hypnos hace que los troyanos pierdan a algunos de sus mejores guerreros; incluso el valeroso Héctor es alcanzado y, cuando Zeus despierta, lo ve que yace inconsciente, presa de un fatigoso sofoco y vomitando sangre. La furia que acomete al padre de los dioses y las amenazas que dirige a su esposa recordándole antiguos castigos impuestos por traiciones semejantes, hacen que esta se estremezca de miedo y le obedezca en lo que a continuación le ordena.

Uno de los aspectos que más llama la atención en las representaciones de personajes dormidos traicionados, es que, quienes duermen, solo son los protagonistas indirectamente, pues la verdadera historia que se nos cuenta está en otra parte, sucede al margen de la víctima. El sentido de lo pintado o narrado depende inevitablemente de la complicidad del espectador, que debe poner lo que falta para que toda la escena alcance su sentido completo. Un caso muy interesante es el cuadro de Rubens titulado “Sansón y Dalila”. Todo el mundo conoce el relato bíblico, por lo que el interés no se centra en el héroe dormido, sino en lo que ocurre a su alrededor. Sansón yace desnudo sobre el regazo de Dalila, que apoya una de sus manos en la espalda de ese hombre con el que acaba de gozar. Una vieja ilumina la escena con una vela y un criado le corta el preciado cabello que hace al héroe invulnerable. Los soldados esperan al fondo para apresar al fornido y ya debilitado Sansón, que duerme apaciblemente, sin saber la traición de que está siendo víctima.

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Peter Paul Rubens – Samson and Delilah [1609 / 1610 – National Gallery – London – UK]

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Si hay algo que particularmente sorprende en este cuadro es la distanciada actitud de todos los personajes que aparecen en él, tan concentrados en el trabajo que están realizando que apenas si se percibe en ellos gesto alguno que delate su traidora acción, ni siquiera odio o compasión o cualquier otro sentimiento más allá de la pura y directa atención que prestan a la tarea que específicamente tienen encomendada: ni la vieja que sostiene la lámpara ni el hombre que afanosa y delicadamente corta el cabello sienten nada; tampoco Dalila, que se limita a estar quieta para mantener apaciguado y confiado al robusto héroe; un claro indicio de esto es la posición de su brazo derecho, apoyado en las sedosas y brillantes telas pero ligeramente desplazado hacia atrás, posición que le permite sostenerse, pero a la vez alejarse de ese hombre al que ha seducido para traicionarlo. 

Dormidos somos profunda y tremendamente vulnerables, estamos a merced de los demás, tanto si el que nos contempla ama lo que somos como si proyecta destruirnos. Es esta una fragilidad que podría salvarnos cuando el mal que nos amenaza es la muerte. Sin embargo, son muchas las historias en las que es el sueño del amigo o del amante confiado el que permite que la deslealtad o infidelidad sea consumada. Lady Macbeth conoce el poder que da a los traidores el letargo de sus víctimas y claramente se lo hace ver a su inseguro esposo para convencerlo de la facilidad con que pueden perpetrar el crimen que están tramando:

Cuando Duncan esté dormido, a lo que bien pronto el rudo viaje de hoy le invitará profundamente, sujetaré con el vino y la orgía a sus dos chambelanes, de tal modo que la memoria, ese centinela del cerebro, no será en ellos más que humo, y el receptáculo de su razón, un simple alambique. Cuando, saturados de bebida, caigan en un sueño de puercos, semejante a la muerte, ¿qué no podemos llevar a cabo vos y yo con el indefenso Duncan? [1].

Pero con lo que Lady Macbeth no cuenta es con la extraña reacción de su esposo, ese hombre extraordinariamente imaginativo y obsesionado con el paso del tiempo, como lo ve Harold Bloom, en el que juegan por igual la ambición y el miedo. Por eso no puede consolarlo cuando, una vez cometido el asesinato del bueno del rey Duncan (que era su primo, su anfitrión y, simbólicamente, su padre), llega amedrentado por unas extrañas voces que en la oscuridad han proferido una sobrecogedora amenaza: Macbeth no podrá volver a dormir porque ha asesinado al sueño, y con él, la posibilidad de concederse una tregua en la cadena de las zozobras y desasosiegos vitales:

Me pareció oír una voz que gritaba: “¡No dormirás más!… Macbeth ha asesinado el sueño!” ¡El inocente sueño; el sueño que entreteje la enmarañada seda floja de los cuidados!… ¡El sueño, muerte de la vida de cada día, baño reparador del duro trabajo, bálsamo de las almas heridas, segundo servicio en la mesa de la gran Naturaleza, principal alimento del festín de la vida!... [2] El asesinato cometido por Macbeth es doble: de una manera objetiva y real su espada ha traicionado al rey al matarlo mientras dormía, pero de otra manera subjetiva y figurada se ha matado a sí mismo, es decir, ha extirpado de sí el mejor regalo que nos ha dado la naturaleza: la posibilidad de olvidarnos cada día de quién somos. Macbeth no podrá volver a dormir; ya convertido en tirano de Escocia, transitará insomne por las galerías del palacio de Inverness, sufriendo la locura y el suicidio de su esposa y esperando la última batalla.

Con su extraordinaria inteligencia y sensibilidad, Shakespeare condena a la locura o a la constante vigilia (forma sutil de la demencia) a quienes se han atrevido a perpetrar una de las formas más terribles de la traición: el asesinato del que inocente yace dormido. Es esta una acción especialmente despreciable porque es verdad que, como dice Pessoa, el sueño opera una suerte de transmutación cuando nos abandonamos a él, nos convierte automáticamente en seres inocentes, desprovistos de toda la carga moral y sentimental que nos hace ser quienes somos en la vigilia: “todo lo que duerme es niño de nuevo. Tal vez porque en el sueño no se puede hacer mal y no se da cuenta de la vida; el mayor criminal, el más redomado egoísta es sagrado, por una magia natural, mientras duerme. Entre matar a quien duerme y matar a un niño no conozco diferencia que se sienta” [3]. Si dormidos alcanzamos ese extraño estado de pureza o inocencia ante el que nos contempla, que este maquine asesinarnos requiere su transformación radical: el traidor que va a aprovechar el sueño del otro para perpetrar su crimen se olvida de todo lo que lo humaniza (olvida su propia fragilidad, su propia indefensión cuando a su vez duerme) y alcanza la insensibilidad y potencia de los dioses, él mismo se imagina un dios, pues puede disponer a su antojo de la vida de los demás.

Entre las historias mitológicas hay una de extraordinaria fuerza para el asunto que nos ocupa. Me refiero al episodio en que Hermes mata a Argos dormido. Creo que es la única en la que un dios ejerce su poder para acabar con la vida de alguien mediante la traición del sueño; en general, los dioses no necesitan mayores sutilezas para vengar sus agravios cuando algún soberbio mortal se atreve a retarlos o a competir con ellos: Atenea transforma en araña a Aracne, o Apolo, más expeditivo, desuella sin compasión a Marsias. Para Hermes, sin embargo, matar a Argos no es un mero trámite, sino un reto superior, un trabajo de inteligencia o astucia, pues, como se sabe, este gigante jamás dormía con sus cien ojos cerrados, sino que podía permanecer siempre vigilante durmiendo solo con la mitad de ellos. Para conseguir su propósito, Hermes acude a dos de las más antiguas y eficaces maneras de adormecer a los seres humanos: la música y los cuentos. Con su clara y seductora voz, el dios empieza a narrar historias al monstruo, captando así de inmediato su atención, como una madre ante la cama de su pequeño, como un profesor ante sus díscolos o aburridos alumnos. Contar un cuento es preparar el camino para el olvido de sí, pues ¿qué otra cosa sucede cuando suspendemos la incredulidad y gustosamente aceptamos que la princesa notó el guisante bajo los diez colchones o que un gigante pudo ser vencido por un gato que calzaba botas?; ¿qué otra cosa sucede sino el olvido del yo cuando sufrimos con el hosco Heathcliff o nos suicidamos con Anna Karenina? Nos olvidamos de lo que somos para ser más o de otra manera, para vivir las vidas que nos están vedadas en nuestra limitada existencia. Leemos o escuchamos historias para agrandar nuestro pequeño mundo. En este sentido, casi se puede afirmar que el efecto del cuento que se nos cuenta o leemos es, salvando cortas distancias, el mismo que el del sueño que nuestro inconsciente construye: en los dos casos vivimos otras posibilidades de existencia y las vivimos dócilmente, sin apenas cuestionarnos la lógica de los entramados que el sueño forja o la literatura finge.

No se nos dice qué historias le contó aquella tarde Hermes al gigante panoptes, ‘el de todos los ojos’; en realidad, da lo mismo, pues lo que los cuentos consiguieron fue que olvidara su fundamental y casi única tarea de vigilancia. Una vez enajenado, atrapado en los mundos de la invención fantástica por efecto del arrullo de la narración, Argos está vencido, entregado y es entonces cuando Hermes puede empezar a tocar la siringa, instrumento de su invención, y conseguir lo imposible: que el monstruo se vaya adormeciendo y cierre por fin todos sus ojos. Nótese que la música actúa como complemento perfecto del relato; de hecho, los primitivos cantos épicos se sometían a pautas métricas y rítmicas equiparables a las de la música, con la que ineludiblemente se asociaban.

Ya dormido, indefenso por fin, Argos será traicionado por el que poco antes lo embelesaba. Este es justamente el momento que Velázquez eligió en su versión del mito, esto es, cuando Hermes está agarrando la espada para cortarle el cuello. Frente a las representaciones iconográficas antiguas, en las que el gigante aparecía con el cuerpo cubierto de todos sus ojos, el pintor español ha preferido imaginarlo como un sencillo pastor, en nada diferente a cualquier ser humano.

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Diego Rodríguez de Silva y Velázquez – Mercurio y Argos [circa 1659 – Museo del Prado – Madrid – España]

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El monumental cuadro, que actualmente se encuentra en el Museo del Prado, se pintó en 1659 para la Sala de los Espejos del Alcázar de Madrid, junto con otras tres versiones de temas mitológicos que se perdieron en el incendio que sufrió el edificio en 1734. En él se puede ver al fondo a la desgraciada ninfa Ío, a la que Zeus había poseído envolviéndola en nubes para después transformarla en vaca y así despistar a su celosa esposa. Esta, sin embargo, descubre el engaño y solicita que le sea regalado el animal, al que pone bajo la custodia del experto Argos. Zeus entonces envía a su hijo Hermes para que salve a la joven de los cien ojos que día y noche la vigilan. Como se puede apreciar, Hermes, tocado con el sombrero de alas que cuando era oportuno lo hacía invisible, ha dejado la siringe a un lado y está agarrando una espada que, según la tradición literaria, habría de ser de filo curvo; con ella va a cortarle la cabeza al siervo de Hera, hazaña que le valdrá el epíteto de Argifontes. La diosa, como recompensa a la fidelidad de Argos, trasladará sus incontables ojos a la cola del pavo real, su ave preferida y desde este episodio, uno de sus atributos iconográficos.

Es interesante hacer notar que Hermes no utiliza los poderes mágicos de su principal emblema, el caduceo, la vara del heraldo que “aduerme a los hombres los ojos si él lo quiere o los saca del sueño” (Homero, Odisea, XXIV, 1), sino que hace uso de estrategias humanas, pero de extraordinario poder: con la narración y la música somete o seduce psíquica y emocionalmente al gigante; con la espada lo elimina físicamente. Frente a las armas que se disparan o arrojan y que requieren una distancia entre el que las sostiene y aquel contra el que se carga (la lanza, las flechas, los ingenios de fuego –pistolas, escopetas, cañones, granadas, bombas, etc.-), la espada es un arma que no se suelta ni se arroja, como recuerda Javier Marías. Es “lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos –lo que ha matado de cerca y viéndosele la cara al muerto, sin que el asesino o el justiciero se desprendan ni separen de ella mientras hacen su estrago y la clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmembran…-“ [4]. Hermes mata con la espada, de frente pero a traición, dormido su reo, que no ve la terrible arma ni oye el estremecedor silbido de su vuelo previo al certero golpe contra su cuello.

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María Elena Arenas Cruz

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Notas

[1] Cfr. W. Shakespeare, Obras completes, trad. de Luis Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1991, I, vii, pág. 503.

[2] Cfr. ibídem, II, ii, pág. 506.

[3] Cfr. F. Pessoa, Libro del desasosiego de Bernardo Soares, ed. y tradu. de Ángel Crespo, Barcelona, Seix Barral, 1990, pág. 62.

[4] Cfr. J. Marías, Tu rostro mañana, Madrid, Alfaguara, 2009, pág.628.

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