El olvido de los durmientes – II – El sueño como agua del olvido, una forma de la felicidad – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – II – El sueño como agua del olvido, una forma de la felicidad
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El olvido de los durmientes – II – El sueño como agua del olvido, una forma de la felicidad
Sin duda, una de las razones por las que las imágenes verbales de la poesía o las representaciones pictóricas de personas dormidas nos seducen e imantan es precisamente porque remiten a una de las formas posibles de la felicidad, aquella en que ésta se identifica con el olvido de sí, con el descanso transitorio de la fatiga del vivir, que es, entre otras cosas, la fatiga, reiteradamente frustrada, del desear. Por eso Luis Cernuda anhelaba un espacio
Donde habite el olvido,
en los vastos jardines sin aurora,
donde yo solo sea memoria de una piedra sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus insomnios;
donde mi nombre deje
al cuerpo que designa en brazos de los siglos;
donde el deseo no exista.
También Rubén Darío pensó en la dicha del árbol “apenas sensitivo” o en la de la piedra, “porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”. La pura e inerte materialidad de la piedra inconsciente como experiencia suprema del descanso, de la paz, mera presencia, sin dolor, sin deseos. El estado perfecto sería la muerte; morir es el único reducto donde, como oscuramente apuntaba Rilke, resulta “extraño no seguir deseando los deseos”. Pero, como no siempre nos morimos cuando la pena nos angustia, al menos de vez en cuando y cada cierto tiempo nos quedamos dormidos y el sueño cumple la misma función que la muerte: nos hace olvidarnos del yo y, por ende, de lo que nos acongoja en la vigilia: “Y tú, oh sueño, que a veces vienes a cerrar los ojos al dolor, róbame por algún tiempo a mi propia compañía”, implora Elena en El sueño de una noche de verano. No se puede expresar mejor el anhelo de alcanzar esa placidez enajenante que nos ofrece el sueño que rogándole que nos aparte de nosotros mismos, que nos haga olvidar el propio nombre, el cuerpo que nos alberga y el diario afán de las penas y las dichas que nos mantiene.
El sueño acude a consolarnos en los momentos de mayor padecimiento porque tenemos la sensación de que las desdichas humanas no descienden a sus profundidades, no llegan tan hondo, se quedan en la superficie de la conciencia; por eso el acto de dormir parece devolvernos a un mundo de estable serenidad, se convierte en la breve tregua que nos es concedida cuando el sufrimiento nos oprime; es el regalo que alivia a los que cuidan a un enfermo o velan a un muerto, que por un corto espacio de tiempo interrumpen la atención y se entregan al descanso, cierran los ojos y se olvidan.
Esta transitoria felicidad que proporciona el sueño en tanto que reino del olvido está a menudo asociada al agua. Si nos remontamos a la antigua descripción que Ovidio hace del palacio del Sueño (Metamorfosis, XI, 592 y ss.), donde vive el dios Hypnos, lo que más llama la atención no es la oscuridad y la tiniebla o la vegetación del lugar, sino que allí precisamente tenga su nacimiento el río del Olvido:
Hay junto al país de los cimerios una cueva en profundo escondrijo, un hueco monte, mansión y santuario del Sueño perezoso: allí nunca pueden entrar los rayos de Febo; exhala la tierra neblinas tenebrosas y la sombría oscuridad del día agonizante; el mudo reposo habita allí. De lo más hondo sale el arroyo del agua del Olvido, en el que la corriente invita al sueño. A la entrada de la caverna florecen fecundas adormideras y hierbas incontables de cuyos jugos recoge la noche el sopor y lo difunde por las tierras sumidas en tinieblas. Hay en medio de la caverna un elevado lecho. En él reposa el dios en persona con los miembros relajados por la inacción.
Me gustaría detenerme un momento en esta identificación simbólica del agua con el sueño y de éste con el olvido. La propia expresividad verbal delata esta asociación: no es casual, por ejemplo, que Julio Cortázar escriba que por la mañana se endereza “todavía batido por las aguas del sueño”, y que Borges declare: “Cada noche quiero perderme en las aguas obscuras que me lavan del día”. Carlos Marzal se recrea en la metáfora al identificar a la noche con un lago sobre el que flota la amada dormida:
Mientras rumias un violento deseo,
ella duerme a tu lado,
flota sobre las aguas del lago de la noche,
ajena a tus preguntas sin respuesta,
y su respiración, en esas aguas,
es el fiel testimonio de que hay vida,
de que aún no te has ahogado.
Qué está ella haciendo aquí,
qué estoy haciendo.
El lago no responde desde sus aguas frías.
No creo que mañana obtenga la respuesta.
Mientras tanto,
ya me he acercado al animal dormido,
su orilla me ha abrazado,
y sin más tiempo para pedir ayuda
nos hemos ido al fondo de la noche.
Es evidente que esta fusión del agua con el sueño no es arbitraria, sino que está arraigada en los primordiales procesos de la simbolización humana: da expresión verbal a una sensación de absoluto placer, de inefable gozo, como si el agua nos pusiera en contacto con un universo en paz, como si volviéramos a las formas primigenias de nuestro ser, al útero materno. No olvidemos que el agua está simbólicamente asociada a la vida; sin ella, esta no sería posible. A su vez, y si nos dejamos llevar por las sugerencias, esa placidez que otorga la metáfora del agua viene acompañada por la de la disolución: el sujeto se disuelve en el sueño como la sal en el agua, y, al desaparecer el sujeto, desaparece el ser y nos anegamos en lo que Borges llamó “la penúltima Nada”, siendo la última la muerte.
Para dar vida al símbolo del agua asociado al sueño y al peculiar olvido en él implicado, hay una palabra que parece reunir las connotaciones que quiero subrayar: el verbo anegarse. Procede del latín anecare y en el mencionado uso pronominal significa ‘naufragar’, ‘zozobrar’, es decir, sumergirse en el agua, con la posibilidad de ahogarse en ella. Cuando uno duerme y se anega en las aguas del sueño, también se arriesga a realizar una inmersión aventurada, en la que es posible alcanzar profundidades peligrosas o al menos sorprendentes. Así parece entenderlo José Ángel Valente en el siguiente poema:
Como desde su propia oscura luz baja el deseo
al no mortal destino de la carne,
como el ala del ángel
abriéndose en el seno de la sombra
o el súbito encuentro
del ave con su vuelo,
así entran las aguas
que nos hacen nacer y nos anegan
en el recinto sellado de este sueño.
¿Qué son esas aguas que nos anegan en el recinto sellado del sueño? ¿Qué enigmático sueño es ese que se identifica con lo imposible? No sé si acertaré al interpretar el sentido que buscan estos versos, pero lo primero que llama la atención es que el poeta ha elegido imágenes más sensitivas que visuales para expresar lo inefable de su experiencia. Esta no es fácilmente comunicable, por eso acude a la comparación, pero los términos utilizados son paradójicos, es decir, encierran una contradicción aparente que hay que resolver, como la experiencia que se quiere expresar. Así, el deseo de alcanzar un destino inmortal para la carne es, a la vez, oscuro y luminoso, esto es, nace de las entrañas pero ilumina; por otro lado, el ala del ángel, metáfora aérea cargada de connotaciones relacionadas con la claridad, se abre en la sombra; y por último, la imagen más extraña de todas, el ave que súbitamente se encuentra con su vuelo, es decir, toma conciencia de su capacidad (puesto que lo propio de las aves, como del resto de los animales, es realizar movimientos instintivos, inconscientes). Como estas tres imágenes, así de paradójica es la llegada de esas aguas que, a la vez que nos hacen nacer, nos anegan, acciones que ocurren en el recinto sellado de un sueño. Se me ocurre que, si bien el poeta podría estar refiriéndose a la vida como sueño, quizás sea más acertado pensar que se trata de una sutil y a la vez precisa descripción de la manera en que se produce el proceso de la dormición, que llega como esa agua que nos anega porque nos olvidamos de la realidad que nos acompaña en la vida consciente y que, sin embargo, nos hace nacer a otra realidad mucho más rica por extraña y paradójica, la realidad inconsciente del sueño.
Si la metáfora del agua para aludir al sueño resulta tan sencilla y espontánea, tan arraigada en la raíz más entrañada de la naturaleza humana, no hay expresión más acertada de ese radical principio que imaginarnos soñando con el mar, como en este bellísimo cuadro de Eduardo Naranjo:
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Quizás lo más interesante de Mujer soñando con el mar (1983) es que el pintor logra crear ante nuestra mirada los efectos de irrealidad del sueño. Vemos, en primer término, a una mujer tumbada de espaldas y solo cubierta por un leve velo que sensualmente se le adhiere al húmedo cuerpo. Duerme sobre un lecho plano y duro, más parecido a un banco que a una cama. Delante de ella, dos horizontes: el primero está encuadrado por un marco que recoge un fragmento de playa y costa; es la inmediata figuración del sueño que esta mujer sueña. Pero, más allá, aparece otro horizonte que parece estar rompiéndose en pedazos, ya sea por efecto de la luz de ese sol conjetural que acaba de ponerse dejando su estela en las aguas, ya sea porque, sencillamente, el destino de los sueños es su inminente fragmentación.
Mediante la combinación de matizados tonos de azules y tierras se consigue la superposición e intersección de los diferentes planos de irrealidad del sueño. Y es que si en la vigilia nos vemos forzados a elegir, a seleccionar, a decidir, entre todas las posibilidades, una, aquella que permite establecer una sucesividad, la sintagmática cadena del lenguaje y de las acciones que nos constituyen, en el sueño, en cambio, lo que predomina es la simultaneidad: todas las opciones son valiosas y posibles, se superponen unas a otras, se amalgaman y compenetran, como estos horizontes soñados. Y es esta coexistencia indiscriminada de las cosas del mundo, que impide o retrasa la obligación de preferir, distinguir o encasillar, la que, me atrevo a decir, proporciona la leve sensación de felicidad a la que nos invita la inmersión en las aguas del sueño.
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María Elena Arenas Cruz