El olvido de los durmientes – III – Dudas del amor dormido – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – III – Dudas del amor dormido – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – III – Dudas del amor dormido

***

Odysseus returning to Penelope – [Ca. 460–450 B.C. – Terracotta plaque – Greek, Melian – The Metropolitan Museum of Art – New York – USA]

***

El olvido de los durmientes – III – Dudas del amor dormido

Penélope ha vagado insomne por las estancias del palacio de Ítaca o ha dormido apenas en el vacío lecho nupcial durante los últimos veinte años. Pero hoy por fin ha visto los patios cubiertos por la sangre de los obstinados pretendientes y las sirvientas traidoras y tiene delante al que dice ser su esposo, ya bañado y ungido, esperándola. Asustada y deseosa, le tiende una trampa inocente para comprobar si miente o es verdad que los dioses le han devuelto al querido amante. El ingenioso Ulises no espera la sutil artimaña de su esposa y protesta y grita que él mismo labró en el tronco de un olivo esa compacta e inamovible cama que ella dice que ha sido trasladada de lugar. Solo entonces Penélope reconoce a Ulises en el extranjero que tiene ante sí y lo abraza y lo cubre de besos y le pide perdón por la cautela. La tensión se rompe por fin y Homero nos cuenta cómo “creció en él un afán de gemir y lloraba / apretando en su pecho a la esposa leal y entrañable” (Odisea, XXIII, 231-232).

Lo que a continuación sucede merece toda nuestra atención: “los esposos, después de gozar del amor deseado, / disfrutaban contando uno al otro las propias historias / […] y el sueño no cerraba sus ojos” (Odisea, XXIII, 300-301 y 308). Después de tanto tiempo ausentes el uno del otro, la mejor manera de reconocerse y volver a descubrir el amor que los unió es mediante la narración: ambos se cuentan con pormenor las aventuras pasadas porque ellas son la perfecta objetivación del dolor padecido: escuchar el relato del otro y poder a su vez ser uno escuchado da a los amantes, por un lado, la posibilidad de volver a vivir, siquiera vicariamente, los grandes padecimientos que el otro ha sufrido en su ausencia y así dolerse con él; pero además, al hacer aflorar los recuerdos, la narración ofrece la posibilidad de dar el primer paso para olvidarlos y, por tanto, para volver a empezar, para poder transitar la nueva senda junto al otro.

En este ejercicio de rememoración y de reinvención del yo que es todo relato del pasado, “el sueño no cerraba sus ojos”, pues es imposible dormir cuando el protagonista es uno mismo, la vanidad lo impide. En este caso, por lo demás, es inevitable que el recuerdo de lo que uno ha padecido sea matizado por la invención (léase selección, exageración, interpretación, valoración de lo vivido), pues tiene una clara función: sirve para perfilar no el que somos, sino el que queremos ser ante la persona amada, y Ulises, como tantos amantes, no desaprovecha la ocasión de elevar su heroica figura ante la atenta Penélope, que tampoco duerme. Solo cuando termina su historia, solo cuando finaliza la invención de sí mismo, “un sueño suave / le invadió relajando sus miembros, calmando sus cuitas” (Odisea, XXIII, 342-343).

Duerme Ulises hasta que Atenea “levantó del océano a la Aurora de trono de oro”; entonces, raudo se levanta y viste las armas brillantes para terminar la todavía inconclusa tarea de la venganza. Esto cuenta Homero, pero el poeta paraguayo Ricardo de la Vega recrea la escena desde un punto de vista nuevo, pues imagina a Ulises despierto mirando a su amada mientras esta duerme, justo después de haber gozado con ella:

Que nadie con sus pasos
se atreva a interrumpir tu sueño.
Debo saber qué rostro ofreces a la noche. La luna
toca tu pelo, viaja hacia un rincón del cuarto
y, de regreso,
besa mis manos y tus mantas.
Bella como la última noche,
como la primera
giras levemente y suspiras.
No, no despiertes aún.
Quiero seguir viéndote,
quiero seguir viéndome.
Me hizo amo el destino de tretas y artimañas,
del valor y el fuego, ¿podrá
también darme las llaves
de los inciertos días de tu amor?
El olvido, ese cuchillo, esa herramienta cruel
del tiempo, ¿habrá herido
tu corazón, desgarrando así mis sueños?
¿Sabré si soy aquél,
si soy el mismo cuando estén
las rojas blancas manos del alba
sobre el cielo?
Oh Zeus de la terrible mirada.
¡ayúdame! Dudar así
me llevará a la muerte,
aunque de madrugada,
cubriéndola de besos, la despierte.

Ulises se despierta y mira a Penélope dormida después de veinte años de ausencia. Lo primero que reconoce en ella son los mismos gestos inconscientes de antaño, esos movimientos que, sin embargo, el que está dormido no puede nunca considerar como propios porque jamás los ha llegado a contemplar. Solo quien te mira dormir puede identificarlos como tuyos y, si te ama, también los considerará como suyos, pues al mirarte se mira en ti como en un espejo: “Quiero seguir viéndote, / quiero seguir viéndome”, dice Ricardo de la Vega con la voz de Ulises. Porque en realidad es él quien se está buscando en ella: después de todo lo vivido, de engañar a Polifemo, de escuchar el fatídico canto de las sirenas, de ser esclavo de la maga Circe, de gozar con Calipso y de sufrir la pérdida de todos sus tripulantes y amigos, lo que corroe el alma de Ulises es la duda, es no tener la certeza de que ella, la más amada, haya conservado esa imagen hermosa y valiente de sí que él le suscitó cuando se enamoraron, hace ya tanto tiempo. Pues ¿qué es el olvido sino la destrucción definitiva de la imagen que de nosotros tiene el otro? Ulises busca la respuesta ante el rostro dormido de Penélope.

Pregunta quien está despierto; el dormido disfruta de la ausencia del yo, por tanto, ha dejado suspensa por un tiempo toda inquisición, sobre todo la dirigida a averiguar qué somos, quién es el otro y qué hace allí. El que duerme se ha olvidado de sí y solo el que lo mira está cargado de preguntas, como Pedro Salinas apunta:

Tú no las puedes ver,
pero tienes el sueño
cercado todo él
por interrogaciones
mías.

Pero, ¿qué pregunta el que está despierto? Creo que, ante todo, solo es posible hacer dos serias y únicas preguntas ante el rostro dormido: la que indaga sobre la identidad del yo y la que inquiere sobre la del allí ausente: ¿quién eres? ¿Quién soy, amándote así?, nos preguntamos una y otra vez mientras observamos a quien junto a nosotros se ha olvidado de nosotros. En el bellísimo cuadro de Quellinus, El amor dormido, es inevitable que pensemos que falta un personaje: Psique, la indiscreta y curiosa muchacha que no puede resistir la tentación de acercarse a mirar al extraño que la goza a oscuras cada noche y que le ha prohibido verlo. Psique es, entre otras cosas, la gran preguntadora, la que no puede dejar de indagar; me la imagino sigilosa acercándose, arropando con la palma de la mano la ya tenue luz de una vela, arriesgándose a ser fulminada por el esplendor del rostro bello.

*

Erasmus Quellinus – El Amor dormido [1636 – 1638 – Museo del Prado – Depósito en otra institución – Madrid – España]

*

Psique arriesga su vida por encontrar la respuesta a sus preguntas. En el cuadro de Quellinus no está; solo vemos la imagen del Amor dormido, de ninguna otra manera mejor visto que precisamente dormido, esto es, ajeno a las gozos y desdichas que provoca con sus trabajos, nunca perdidos, “aunque Shakespeare lo dudara / y el amor se pierda / imprevistamente / cualquier tarde en el tiempo”. Duerme el Amor como el amado duerme y ambos son un enigma. Y así es como duran, el amor y el amado, en el tiempo, como misterio y duda, como secreto e incógnita. Así lo vive Psiqué y así lo goza; lo pierde cuando busca la respuesta, cuando la descubre. El amor desvelado, esto es, sin velo que oculte lo que no debe mostrarse o ser visto; el amor conocido, ya previstos su rostro y gestos, rompe el encanto o encantamiento del enamorado. Por eso Eros se enfada y abandona a Psique cuando ella, arrobada ante la vista del amado, temblando con el candil todavía en alto, derrama en su hombro una gota de aceite que lo despierta. Huye el Amor y es una suerte porque en su fuga pone de nuevo en marcha el juego del enigma: Psique ya no podrá dejar de estar enamorada de ese amante esquivo; y tampoco él. Separados y lamentando cada uno por su lado la caída, el tremendo error, su amor irá creciendo con el paso del tiempo porque se justificará con la búsqueda nunca resuelta, con el anhelo de un encuentro que no se producirá ya, víctimas ambos de los vulgares y domésticos celos de la suegra, la intransigente (y en este episodio nada encantadora), Venus.

Y hablando de la diosa del Amor, ¿qué piensa la Venus que Botticelli pinta, tan recatada y serena, mientras contempla el poderoso y suave cuerpo desnudo de Marte, que yace ante ella profundamente dormido? El dios guerrero está tan ajeno a lo que sucede a su alrededor que ni siquiera lo despiertan las insidias de los impertinentes satirillos, que aprovechan para ruidosamente juguetear con sus armas o soplar en su oído:

*

Alessandro di Mariano di Vanni Filipepi, detto Sandro BotticelliVenere e Marte [Ca. 1485 – National Gallery – London – UK]

*

Al parecer, la escena fue pintada para uno de esos casetones o spalliere que decoraban los dormitorios nupciales, probablemente para la familia Vespucci. Según Tonia Raquejo, que sigue la interpretación que del mito hizo Marsilio Ficino en sus comentarios al Banquete de Platón, el tema desarrollado “se resume en la máxima el amor vence a la fuerza. Se trata del dominio que Venus (despierta y vigilante) tiene sobre Marte, el dios de la guerra y de la fuerza. Venus apacigua a Marte con su gentileza (que descansa dormido); por lo que si otorgamos a la esposa el poder de dominar a su marido, el tema se adapta perfectamente a su colocación”. No tengo suficientes conocimientos de historia del arte como para corroborar o refutar esta tesis, pero qué poco interesante me parece.

Efectivamente, omnia vincit amor, como dice el célebre tópico virgiliano (Bucólicas, 10, 69), pero si algo sugiere el cuadro de Botticelli no es el triunfo de la fuerza gentil de Venus sobre la violenta fuerza de Marte, sino más bien la post coitum tristitia de la diosa, que aquí mantiene pudorosamente oculto ese atractivo sexual que hace esclavos suyos tanto a mortales como a inmortales, casi sin excepción. Aunque su nacimiento encierra un eco siniestro, es la diosa de la belleza y del amor, causa, por ello, de la discordia entre los dioses, ganadora en el fatídico Juicio de Paris -que desemboca en la guerra de Troya-, y finalmente, protagonista de un divertido episodio que Homero cuenta en el Canto VIII de la Odisea. Por él sabemos que Afrodita (=Venus) no le era fiel a su esposo, el cojo y feo Hefesto, que un día sorprendió en su propio lecho a la bella diosa gozando con el apuesto Ares (=Marte). Como venganza, tejió de hierro una finísima red con la que atrapó a los amantes, a los que mantuvo atados,

hasta tanto que el padre me vuelva
cuanto yo le entregué por la cínica moza, que tiene
hija hermosa, en verdad, pero bien disoluta

(Odisea, VIII, 318-320)

Convocados los demás dioses, “una risa sin fin levantose en sus almas felices” ante el ardid del esposo; pero es tal la belleza subyugadora de la diosa desnuda que Posidón, completamente absorto, se declara dispuesto a pagar la deuda reclamada al padre Zeus, con tal de poder dormir al lado de “Afrodita dorada”. Hefesto se fía de él y libera a los amantes, pero estos se zafan y raudos huyen, él a Tracia y ella a Chipre. Allí, “la lavaron las Gracias, la ungieron de aceite inmortal, del que brilla en la piel de los dioses eternos, y vistiéronla ropas preciosas, hechizo a los ojos” (Odisea, VIII, 364-366).

Ante esto, de nuevo hago la pregunta: ¿qué piensa Venus en el cuadro de Botticelli, tan seria, tan extrañamente recatada… tan triste? ¡Qué lejos está de esta la “risueña Afrodita” de la que habla Homero! ¿No será más bien que Venus mira a ese magnífico amante dormido como si entendiera que ya siempre será así? Sabe que no habrá fatiga ni cese del arrebatado placer, pero no habrá tampoco riesgo ni dificultad, no habrá dolor; el tiempo discurrirá eternamente y ninguno de los dos perderá su belleza, ni su juventud, se gozarán cuando quieran, donde quieran y de la manera que gusten, pero no pasará nada más…, porque son dioses y los dioses no se enamoran entre ellos. De hecho, la profundidad del sueño de Marte parece confirmar esta idea: dormido y olvidado de sí después del gozo, ha olvidado a su amante y parece quedar claro que no le interesará en absoluto cuando despierte. Visto así, el cuadro de Boticelli podría interpretarse como una reflexión sobre la fatiga del amor inmortal: los dioses no viven orgullosa e intensamente su inmortalidad, pues gozar de todos los placeres y sensaciones sin misterio no produce felicidad, sino hastío, melancolía y pereza. Eso es lo que me parece que podría pensar esta triste y pudorosa Venus de Boticelli.

***

María Elena Arenas Cruz

About Author