El olvido de los durmientes – I [Presentación] – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – I [Presentación] – María Elena Arenas Cruz

El olvido de los durmientes – I [Presentación]

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Pablo Ruiz Picasso – Cabeza de una mujer dormida [1907 – The Museum of Modern Art, New York © The Museum of Modern Art/Licensed by SCALA / Art Resource]

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El olvido de los durmientes – I [Presentación]

Dormirse es olvidar,
el comienzo del sueño es olvido.
Despertar es recordar.

Paul Valéry

Sucede que dormir es una práctica tan usual, tan habitual y cotidiana, que
tendemos a eliminar la maravilla en ella implicada. Empleamos en dormir la mitad de nuestra vida y en ese período de tiempo que nos ausentamos de la vigilia transitamos por un abismo ontológico, nos adentramos en un territorio enigmático y eso no parece causarnos conmoción alguna. Pero si lo pensamos detenidamente, no deja de ser una experiencia extraña y sobrecogedora esa de despertarse cada mañana y reconocernos en el mismo que fuimos ayer. Solo sabemos que normalmente ocurre así, que cada mañana se repite el proceso de autogénesis por el que tomamos conciencia de ser quienes éramos horas antes de quedarnos dormidos; pero, en realidad, nada hay que garantice que siempre que abramos los ojos después del transitorio letargo se vaya a producir esa continuidad subjetiva que llamamos identidad del yo. En uno de sus Cuadernos, Paul Valéry se estremece solo de pensar que al despertar, cada vez

de algún modo, se instaura un estado de equidiferencia, como si… hubiera un momento (de los más frágiles) en el cual uno es todavía la “persona que es”, ¡¡y podría volver a ser otra!! Otra memoria se desarrollaría. De ahí lo fantástico: el individuo externo e invariable y todo lo psíquico sustituido…!

Extraña cosa sería, en verdad, esta sustitución psíquica por la que el cuerpo que abandonamos cada noche en el lecho quedara inalterado y exacto a sí mismo, cuerpo que sin embargo, a la mañana siguiente, sería revivido por otra conciencia, por otro yo con otra memoria, a la que ahora se habrían incorporado las extrañas experiencias vividas en los sueños. De producirse, esta fantástica renovación matutina nos multiplicaría más de lo que cotidianamente hacemos, lo que, de alguna manera, serviría para poder desterrar de forma definitiva la vanagloria del yo.

Esta misma fantasía, pero al revés, fue imaginada por Franz Kafka, en cuya Metamorfosis la que es sustituida no es la psique, tal como temía Valèry, sino el cuerpo de Gregorio Samsa, que despierta convertido en una horrible cucaracha gigante. El protagonista percibe su yo como una unidad psíquica perfectamente identificable, pero se encuentra encerrado, encarcelado en un cuerpo nuevo. Y esta transmutación se ha producido en el transcurso de la noche, mientras estaba olvidado de sí.

Hay en la historia del arte y de la literatura un número no muy elevado de cuadros y textos poéticos que dan cuerpo y palabra a este enigma cotidiano que supone el acto de dormir y el acto de soñar. Son aquellos en los que aparecen personajes dormidos. Cuando los protagonistas de un cuadro están despiertos, sus miradas establecen relaciones diversas: o bien se miran entre ellos, o bien miran algo o a alguien, o bien miran al espectador, pero en todos los casos parece tenerse en cuenta lo otro que es mirado, sea esto el mundo o los demás. En cambio, cuando el personaje duerme está ajeno a todo lo exterior de sí mismo, ni mira, ni oye ni se interesa por lo que hay a su alrededor. Los durmientes que son objeto de curiosidad y atención en cuadros y poemas sencillamente duermen y apenas dejan que atravesemos la tenue frontera que nos aleja de ellos. Dejan su enigma interior intacto ante nuestra inquisitiva mirada, por más que describamos el lugar donde yacen, la postura que adoptan o la vestimenta que lucen. Por eso quizás resultan tan fascinantes para quien los contempla, porque permiten que imagine, que incluso invente, una explicación, un relato que otorgue sentido a lo que por su esencia no se deja aprehender. Eso es lo que precisamente voy a ir haciendo en las sucesivas entregas de El olvido de los durmientes que saldrán publicadas en Café Montaigne.

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El sueño y el cuerpo abandonado

Lo primero que quizás más llama la atención en las imágenes de durmientes es que tienen algo de irreverencia, de falta de respeto; hay en ellas como una extraña des-vergüenza, en el sentido de pérdida del pudor, de ese decoro o recato anejo a las convenciones impuestas por el lugar y siempre condicionado por la mirada del otro. Dormir es, como le gustaba repetir a Borges, “distraerse del universo”, lo cual entre otras cosas significa apartarse de las pautas o guías que nos permiten crear las distintas formas de comunicación y encuentro con los demás. Por eso, el que duerme deja de representar su papel en el mundo y se comporta “como si” no hubiera nadie a su alrededor: abre la boca, respira haciendo ruidos molestos, mueve desconsideradamente los brazos o las piernas, e incluso balbucea palabras sin sentido. Algo de esto debió sentir Picasso cuando pinta así de despreocupada y descompuesta esta figura que titula El sueño (1932):

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Pablo Ruiz Picasso – Le Sommeil [1932 – Herederos de Jacqueline Picasso]

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Es evidente que la vergüenza está asociada al cuerpo: la sentimos cuando incurrimos en algún error y sabemos que nos están mirando. La vergüenza es, como señala Santiago Alba Rico, una experiencia corporal vinculada a la sociabilidad; es la pesadilla de encontrarnos desnudos en una multitud. Por eso, cuando el sueño nos libra del cuerpo, este adopta posturas inadecuadas, gestos desvergonzados… y si al despertar nos topamos con los ojos que nos han estado observando mientras dormíamos, rápidamente componemos de nuevo la figura, como pidiendo disculpas por la desordenada imagen que ofrecíamos. Quizás la explicación está en el miedo que nos produce romper el parapeto que separa lo que somos cuando estamos solos de lo que representamos ante los demás. Dormidos nos olvidamos de los gestos y posturas convencionales, perdemos la vergüenza, que es un sentimiento social, y nos abandonamos a la espontaneidad misteriosa del cuerpo enajenado.

Por otra parte, no deja de ser curioso que esta pérdida de la vergüenza, esta peculiar impudicia a la que gustosamente nos entregamos, se produce porque el lugar donde uno es capaz de conciliar el sueño se convierte automáticamente y por ese hecho, en un ámbito doméstico, personal, cerrado. Cuando nos alcanza el sopor, el mundo exterior parece plegarse y adaptarse al cuerpo, que, abandonado, ocupa todo el espacio; los lugares más imprevistos se transforman en recintos familiares, pues solo así es posible dormir placentera y pacíficamente (aunque por el sueño transiten las pesadillas más insidiosas). Quizás fuera esta intuición la que impulsara a la fotógrafa Sophie Calle a observar a personas desconocidas mientras dormían en un lugar que no era habitual para ellas con el fin de sacarles instantáneas con su cámara.

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Sophie Calle – Les Dourmeurs

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Ella misma explicó las razones por las que inició la serie de fotografías que después titularía Les Dourmeurs (Los durmientes):

Lo que me gustaba era tener en mi cama gente que no conocía, de la calle, que no sabía lo que hacían, pero que a mi me daban su parte más íntima, (…) ver cómo dormían ocho horas por la noche, cómo se movían, si hablaban, sonreían. Esta gente no sabía quién era ni qué hacía (…) Pedí a algunas personas que me proporcionaran algunas horas de sueño. Venir a dormir a mi lecho. Dejarse fotografiar. Responder a algunas preguntas. Mi habitación tenía que constituir un espacio constantemente ocupado durante ocho días, sucediéndose los durmientes a intervalos regulares. La ocupación de la cama comenzó el uno de abril de 1979 a las 17 horas y finalizó el lunes 9 de Abril de 1979 a las 10 horas, 28 durmientes se sucedieron. Algunos se cruzaron (…); un juego de cama limpio estaba a su disposición (…); no trataba de saber, de encuestar, sino de establecer un contacto neutro y distante. Yo tomaba fotos todas las horas. Observaba a mis invitados durmiendo.

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Sophie Calle – Les Dourmeurs – 1

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Sophie Calle dice que tomaba fotos de “la parte más íntima” de sus invitados, entendiendo por tal el modo en que estos se comportaban mientras dormían en un lecho ajeno. Se me ocurre que lo que en verdad le atraía era la posibilidad de retratar las transfiguraciones del espacio, el hecho misterioso de que este se transforma en un contexto familiar y amigo en el momento mismo en que el sueño les llega a cada una de las distintas personas que lo van ocupando. Un solo espacio (la propia cama de la fotógrafa) que se va levemente alterando ante sus ojos cada vez que estos hombres y mujeres anónimos se olvidan de él al olvidarse de sí.

Ductilidad esta del espacio que permite comprender cómo, aunque hay lugares que no invitan al sueño, que son incómodos o inhóspitos, no por ello dejan de ser transformados en ámbitos propicios a la intimidad si el sueño llega. En estas ocasiones, casi imperceptiblemente nos vamos ensimismando, apartamos la hostilidad que nos circunda y nos retiramos a un mundo más interior o recóndito. Valga como ejemplo de lo que digo el de esa mujer dormida en el metro de Nueva York cuya mano negra sostiene una rosa blanca, escena tan sugerente que a propósito de ella Juan Ramón Jiménez escribió este poema en prosa (recogido en Diario de un poeta recién casado, 1916):

La negra va dormida, con una rosa blanca en la mano. –La rosa y el sueño apartan, en una superposición mágica, todo el triste atavío de la muchacha: las medias rosas caladas, la blusa verde y transparente, el sombrero de paja de oro con amapolas moradas–. Indefensa con el sueño, se sonríe, la rosa blanca en la mano negra.

¡Cómo la lleva! Parece que va soñando con llevarla bien. Inconsciente, la cuida -con la seguridad de una sonámbula- y es su delicadeza como si esta mañana la hubiera dado ella a luz, como si ella se sintiera, en sueños, madre del alma de una rosa blanca. –A veces se le rinde sobre el pecho, o sobre un hombro, la pobre cabeza de humo rizado,  que irisa el sol cual si fuese de oro, pero la mano en que tiene la rosa mantiene su honor, abanderada de la primavera–.

Una realidad invisible anda por todo el subterráneo, cuyo estrepitoso negror rechinante, sucio y cálido,  apenas se siente. Todos han dejado sus periódicos, sus gomas y sus gritos; están absortos, como en una pesadilla de cansancio y de tristeza, en esta rosa blanca que la negra exalta y que es como la conciencia del subterráneo. Y la rosa emana, en el silencio atento, una delicada esencia y eleva como una bella presencia inmaterial que se va adueñando de todo, hasta que el hierro, el carbón, los periódicos, todo, huele un poco a rosa blanca, a primavera mejor, a eternidad…

Es extraordinario cómo la fealdad del metro queda, por efecto del sueño y de la rosa, inmediatamente trasmutada en belleza pura. Y no solo el tosco espacio, también las sencillas y vulgares ropas de la muchacha se difuminan y solo queda la potencia estética de la imagen. ¿Pero dónde reside su fuerza? ¿Por qué esta composición sedujo al poeta –y también, al parecer, al resto de los pasajeros-? Me atrevo a decir que, más allá del efecto de luces y colores que sugiere la rosa blanca sobre la piel negra, la belleza deriva de la conciliación de dos elementos aparentemente opuestos: el olvido de sí y el cuidado de la flor. La negra va dormida, por tanto, se ha distraído, siquiera unos minutos, del espacio que la rodea y del viaje que ha emprendido, de ahí que su cuerpo se bambolee sin recato; sin embargo, hay algo que no parece haber olvidado: la rosa que lleva en la mano. Es como si del sueño inconsciente emanara la fuerza precisa para sostener con garbo la rosa, como si la frontera entre la conciencia que invita al cuidado y la inconsciencia que genera el olvido no fuera tan nítida como creemos. La visión de esa “realidad invisible” o realidad indescriptible, que no es sino la presencia de la belleza pura de la rosa cuidadosamente sostenida por una mujer dormida, paraliza a todos y hace desaparecer la fealdad circundante.

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María Elena Arenas Cruz

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