La genealogía de la necedad – Alessandro Spoladore

La genealogía de la necedad – Alessandro Spoladore

La genealogía de la necedad

 

Cuando me asomo al espejo de la realidad de este fugaz presente me quedo asombrado en las tinieblas del efímero que ha conquistado la falta de conciencia producida por la necedad de una monstruosa y aberrante ágape de almas.

El coliseo de la tecnología llena los egos de falsas expectativas y los intelectuales están obligados a eludir el sistema como ermitaños guerreros. El intelecto parece vivir en la Edad Media mientras los medios viven su Siglo de Oro.

La dogmatización de la relatividad (más bien relativismo) se ha convertido en la estigmatización de la objetividad y todo tipo de tolerancia se ha vuelto estupidez. Este mercado de almas convierte el intelecto en razón sin razón y los genios una vez más son vistos a los ojos de la colectividad como locos, marginados.¡Ojalá entonces fuéramos todos locos Dios mío!

Que despierten los locos y callen los relativistas.

¡Miseria, miseria, miseria!

No por casualidad lo repito tres veces ya que el número trinitario es el generador de la forma, pero hoy en día todo se ha reducido a una dualidad caduca y efímera, sin forma y contenido, sin valor y honor.

Saltamos de par en par hacia el abismo mientras gozamos de algo que realmente no tenemos y mientras las cámaras nos proponen el apocalipsis nosotros nos quedamos sentados a mirarlo en una pantalla pasivamente, como unos autómatas sin alma. Dialogando sobre la grandeza del espectáculo miramos nuestro fin pensando que la relatividad de nuestra opinión nos llevará a un cambio objetivo. No señores y señoras, apagar las pantallas y encender las luminarias del intelecto o ya será demasiado tarde el día de mañana. Aunque el mañana ya llegó y no nos hemos dado cuenta.

“Midiendo siempre las cosas con el metro de la prehistoria (prehistoria que, por lo demás, existe o puede existir de nuevo en todo tiempo): también la comunidad mantiene con sus miembros esa importante relación fundamental, la relación del acreedor con su deudor. Uno vive en una comunidad, disfruta las ventajas de ésta (¡oh, qué ventajas!, hoy nosotros las infravaloramos a veces), vive protegido, bien tratado, en paz y confianza, tranquilo respecto a ciertos perjuicios y ciertas hostilidades a que está expuesto el hombre de fuera, el «el proscrito» -un alemán entiende lo que quiere significar originariamente la «miseria» (Elend, élend)-, pero uno también se ha empeñando y obligado con la comunidad en lo que respecta precisamente a esos perjuicios y hostilidades. ¿Qué ocurrirá en otro caso? La comunidad, el acreedor engañado, se hará pagar lo mejor que pueda, con esto puede contarse. Lo que menos importa aquí es el daño inmediato que el damnificador ha causado: prescindiendo por el momento del daño, el delincuente es ante todo un «infractor», alguien que ha quebrantado, frente a la totalidad, el contrato y la palabra con respecto a todos los bienes y comodidades de la vida en común, de los que hasta ahora había participado. El delincuente es un deudor que no sólo no devuelve las ventajas y anticipos que se le dieron, sino que incluso atenta contra su acreedor: por ello a partir de ahora no sólo pierde, como es justo, todos aquellos bienes y ventajas,-ahora, antes bien, se le recuerda la importancia que tales bienes poseen. La cólera del acreedor perjudicado, de la comunidad, le devuelve al estado salvaje y sin ley, del que hasta ahora estaba protegido: lo expulsa fuera de sí;-y ahora puede descargar sobre él toda suerte de hostilidad. La «pena» es, en este nivel de las costumbres, sencillamente la copia, el mimus [reproducción] del comportamiento normal frente al enemigo odiado, desarmado, sojuzgado, el cual ha perdido no sólo todo derecho y protección, sino también toda gracia: es decir, el derecho de guerra y la fiesta de victoria del vae victis [¡ay de los vencidos!] en toda su inmisericordia y en toda su crueldad: -así se explica que la misma guerra (incluido el culto de los sacrificios guerreros) haya producido todas las formas en que la pena se presenta en la historia.”

 

Friedrich Nietzsche. La genealogía de la moral, Tratado Segundo, «Culpa», «mala conciencia» y similares, 9.

 

Estamos en guerra y no lo percibimos, algunos recordarán: «Yo no soy un hombre: yo soy dinamita».

Que la cadenas de la culpas de los padres no recaigan más en los hijos. Tomámonos nuestras responsabilidades y luchemos para salvaguardar el destino espiritual de la humanidad.

Quiero ser claro para que no ocurran malas interpretaciones o especulaciones hacia este artículo: no tolero a los sofistas y a los prometedores de ilusiones; es una opinión y como tal deberá de considerarse en la relatividad general de esta etapa histórica, no hay en este caso alusiones o tomas de posiciones respeto a una específica parte sino que va dirigido a toda la humanidad sin exclusiones.

No escribo para generar espectáculo sino para generar conciencia.

No hay un espíritu de arrogancia en este escrito sino un deseo, un grito de esperanza, para que todos puedan progresar y no regresar; es una afirmación incluyente.

¿Evolución o involución?

Una cosa está clara, este es el punto 0: el nacimiento de nuevos genios y nuevos héroes; a raíz de esto quiero dedicar un pequeño pensamiento a los compositores de Música Clásica pasados y hodiernos, en específico a Antonio Vivaldi y Josué Bonnín de Góngora:

“Los compositores no son sólo la representación máxima y sublime de un proceso cultural y social sino que representan lo sublime colectivo de una entera época histórica. En definitiva los compositores con la «C» mayúscula son el sacrificio del deseo espiritual de todas las almas pérdidas, que piden ayuda, que piden explicaciones. Esto se manifiesta bajo la más intensa y más alta intensidad espiritual, bajo un único mandamiento, bajo un único eje, bajo un único sacrificio, desapercibido, misterioso y milagroso: Música.

¡Dios mucho debe a los compositores!

Tanto que entre ellos hablan un idioma totalmente indescifrable.”

 

Alessandro Spoladore

[Padua, 13 de Febrero de 2018]

 

 

 

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