La Quinta Ley
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PRÓLOGO
A Alba no le quedaban muchas opciones. Posiblemente ya no le quedase ninguna. Había ido quemando todas las alternativas, todas las vías de escape.
Sin embargo, a pesar de su desesperada situación, el tiempo no corría en su contra. El tiempo era en estos momentos su único aliado. Porque solo era cuestión de tiempo que alguno de sus amigos recibiese su mensaje de auxilio con las coordenadas de aquel maldito y recóndito lugar, alertase a la policía y el operativo de rescate se pusiese en marcha. O al menos eso es lo que quería creer. Lo que necesitaba creer.
Había calculado que si conseguía permanecer oculta hasta el amanecer, las probabilidades de mantenerse con vida crecerían de forma exponencial.
Iba a consumir su último cartucho. Sabía que era todo o nada. Ganar o perder. Sobrevivir o desaparecer para siempre.
Tras evaluar todas las salidas, tomó la decisión más arriesgada. La que nadie en su sano juicio elegiría. Meterse de lleno en la boca del lobo. Buscar refugio en la misma guarida de los que pretendían darle caza.
Desde su improvisado y frágil escondite, Alba contempló la imponente vivienda que se alzaba ante ella. No era una experta pero calculó, por su estilo arquitectónico, que rondaría los cuatro siglos como mínimo. Un par de cristales rotos y unas paredes a las que les faltaba una buena mano de pintura conferían al conjunto un aire decadente y ajado que potenciaba esa sensación de recelo y peligro que había acompañado a Alba desde el mismo instante en que llegó a la finca. El aspecto descuidado y seco de los jardines y el tono lúgubre del entorno acrecentaban la impresión de casa embrujada.
No tardó mucho en descartar el intento de huida por el bosque adyacente. Por tres poderosas razones. En primer lugar porque estaba plagado de trampas. Tres de sus compañeros habían sufrido las terribles consecuencias. Verlos morir ante sus propios ojos la había dejado paralizada. Pero gracias a ello había conservado la vida. En ocasiones la inacción es la mejor forma de actuar ante una situación que no se comprende ni se controla.
En segundo lugar, porque la llegada de la noche había desplomado la temperatura más allá de los diez grados bajo cero. No era lo más recomendable permanecer a la intemperie en la sierra de Guadarrama en una fría madrugada de invierno.
Y en tercer lugar, porque era lo que ellos esperaban. La elección natural de una presa acorralada. Por ello, su instinto ancestral de cazadores les conduciría al bosque. Y por ello, Alba buscaría protección en la fúnebre y siniestra casa.
Desde su posición, escondida bajo unos escombros, podía distinguir un camino estrecho y semioculto que conectaba con el lateral de la vivienda. Una puerta de un chillón color violeta llamaba la atención ante el homogéneo y monótono tono gris de todo el entorno. La parte superior tenía la madera algo podrida y Alba no se lo pensó dos veces. Un empujón debería bastar para romperla o al menos para abrirla lo suficiente y poder entrar.
Sin embargo, había preferido esperar a que anocheciera para no correr riesgos. Llevaba varias horas entumecida por el frío. Incómoda y retorcida por el diminuto tamaño del basurero en el que se había metido para pasar desapercibida.
En la tensa espera, conectarse a la red en busca de información de la distribución interna del cochambroso edificio hubiese sido lo más útil pero también lo más arriesgado. Tampoco se había atrevido a conectarse al programa de realidad aumentada implantado en su chip neuronal. Estaba segura de que toda la zona estaría plagada de sensores. Lo extraño era que todavía no hubieran detectado su presencia.
Recorrer el espacio que la separaba de la entrada activó todo su maltrecho cuerpo agarrotado por el frío y la humedad de la helada. Como había supuesto, un empujón con el hombro fue suficiente para que la cerradura cediese.
Un escalofrío la atravesó al franquear la puerta. El interior era todavía más húmedo y tétrico de lo que se había imaginado. Ante ella, un largo pasillo decorado con horrendos grafitis entre los que se intercalaban grandes ventanales con rejas. Esparcidos por el suelo, restos de un material brillante que le recordó a los obsoletos cristales. Un leve crujido al pisar uno de ellos la puso en alerta. Si como se temía, habían tapizado suelos y paredes de nanosensores, no tardarían en encontrarla.
La suave luz de la luna que se filtraba por las ventanas le permitió avanzar por el largo corredor sin sufrir nuevos sobresaltos. Al fondo se adivinaba una escalera de caracol cubierta de herrumbre. Aceleró el paso para llegar cuanto antes a ella. No tenía alternativa. Tenía que encontrar un escondrijo más protegido o su sentencia de muerte quedaría firmada. El pasillo no era un lugar seguro. Demasiado expuesto. Demasiado vulnerable.
La mansión constaba de dos edificios centrales de cinco plantas y varios anexos que antaño posiblemente habrían servido de almacén o para cubrir tareas de gestión y mantenimiento. Por la posición de la luna, dedujo que se encontraba en la parte posterior de uno de los dos edificios principales. Las horas pasadas a la intemperie observando cada detalle de la fachada exterior le habían permitido hacerse una idea general del conjunto.
Subió la escalera con una lentitud exasperante. No quería encontrarse con una sorpresa desagradable en aquel espacio tan angosto. Asomó la cabeza lo suficiente para comprobar lo que ya temía. La planta superior tampoco ofrecía refugio seguro. No era necesario seguir subiendo. No era difícil deducir que las cinco plantas del bloque tendrían una geometría análoga.
Tomar el sentido contrario de la hélice la condujo a un nuevo pasillo en un oscuro sótano del que no se intuía final. A diferencia de las plantas superiores, de aquel sombrío agujero partían varios ramales tan opacos como el principal pero mucho más húmedos y estrechos.
Eligió uno al azar y se adentró en él confiando en hallar un espacio donde agazaparse a la espera de la hipotética ayuda. Avanzó durante varios minutos, que se le antojaron eternos, en la más absoluta oscuridad. El suelo era pegajoso y resbaladizo. Para evitar una caída se fue apoyando en unos gruesos cables que en algún momento debieron cumplir alguna función de soporte o de mantenimiento de la finca. Aferrarse a ellos le proporcionó una falsa sensación de seguridad por lo que se atrevió a encender una pequeña linterna que iluminó débilmente su entorno.
Súbitamente, el pasillo se ensanchó dando paso a una sala rectangular sustentada bajo unas columnas circulares llenas de grietas y arañazos. Y al fondo de la sala una anacrónica y oxidada canasta de baloncesto. Aquel extraño lugar debió de ser antiguamente una especie de gimnasio.
El marco desnudo de una antigua puerta la condujo a una pequeña habitación en el que todavía se conservaba un sucio armario empotrado lleno de polvo y de material deportivo.
Apagó la linterna y esbozando una sonrisa se introdujo como pudo en aquel mugriento agujero lleno de inútiles cachivaches.
Un ruido metálico le borró en un instante el gesto de la cara. Aquel sonido no auguraba nada bueno. Aguzó el oído y sintió como se tensaban todos los músculos de su espalda. Si era lo que se temía, aquel pozo llevaba camino de convertirse en su gélida tumba.
Intentó relajarse pero fue en vano. Tuvo la certeza de que nadie vendría a liberarla.
En cada momento, los cazadores habían sabido dónde se encontraba. Y poco a poco, con paciencia y crueldad, la habían ido acorralando hasta aquella ratonera. Todo había sido un maldito y perverso juego. Un juego de rol llevado hasta sus últimas consecuencias. El haz de luz le iluminó la cara de improviso. Pestañeó con fuerza y se protegió inútilmente el rostro con las manos. El disparo fue seco, rápido y certero. Y mientras se hundía en la negrura más absoluta, su último pensamiento fue un atisbo de lucidez comprendiendo finalmente la razón de su traicionera muerte.
CAPÍTULO I
NATALIA
Madrid, 7 de Enero de 2332
Se despertó de improviso. No supo si a causa del estridente ruido provocado por las alarmas del avanzado software de domótica que monitorizaba en tiempo real todas sus constantes vitales o a causa de la terrible pesadilla que acababa de sufrir.
A pesar de estar empapada en sudor, Natalia tiritaba de frío con agitadas convulsiones. Se encogió sobre sí misma adoptando una posición fetal en un vano intento de protegerse. Intentó relajarse y recordarse a sí misma que se encontraba en la seguridad de su dormitorio, que no había nada que temer, que sólo había sido un mal sueño.
Pero no todos los días se enfrenta uno a su propia muerte. Aunque sea para regresar del Hades sana y salva instantes después.
Instintivamente se tocó el hombro derecho. Estaba ligeramente dolorido. Y recordó cómo había conseguido entrar en la finca. Empujando la vieja puerta de color violeta.
Ordenó con la boca seca que se encendieran las luces de la habitación. Se quitó la camisa del pijama y pudo comprobar que tenía un fuerte hematoma. De un color rojo intenso. Todavía no había adquirido el típico color violáceo que adquieren los golpes tras varias horas.
No podía ser casualidad. O quizás sí, y todo era fruto del estrés al que estaba sometida últimamente y que sin duda le estaba jugando malas pasadas. No era la primera vez que somatizaba sus problemas personales transformándolos en enfermedades reales.
Una nueva orden indicó al programa médico de realidad aumentada que aplicase los analgésicos y antiinflamatorios pertinentes para reducir el dolor y la creciente hinchazón.
Un poco más calmada, bajó la intensidad de la luz y activó un teclado virtual que flotó en la penumbra del dormitorio. Y accedió con dedos ágiles al archivo en el que relataba, desde hacía ya seis largos meses, los perturbadores recuerdos de aquellos extraños sueños a los que era transportada cada vez que perdía la consciencia.
Al principio sólo sucedía cuando quedaba dormida. Pero posteriormente comenzaron los desmayos, que paulatinamente fueron aumentando de frecuencia hasta manifestarse sin previo aviso. En cualquier lugar y en cualquier momento.
Registrar por escrito aquellas experiencias y releerlas de nuevo parecía una forma segura de caer en la paranoia. No obstante, para Natalia era una forma de racionalizar aquellos viajes oníricos que la perturbaban tan profundamente.
Aquella mujer que aparecía en sus sueños era físicamente igual a ella. E incluso parecían compartir viejos recuerdos y vivencias de la infancia. Sin embargo, diferían en tantas otras cosas que llegó a temer que sufriese un trastorno de personalidad grave y que su mente enferma hubiese creado una doble identidad en la que sumergirse para huir de su propia realidad.
Supo que no podía demorar una decisión que ya debería haber tomado hacía mucho tiempo, cuando empezaron las pesadillas, cuando la situación comenzó a escapársele de las manos.
A pesar del miedo que sentía, su voz sonó firme y serena cuando solicitó al sistema la búsqueda del número de contacto de uno de los mejores psiquiatras especializados en trastornos del sueño.
Durante los últimos meses, varias veces había estado tentada de recurrir a él, pero siempre había encontrado una buena excusa para no dar el paso final.
La razón más poderosa había sido de índole económica. Natalia no pasaba por un buen momento financiero. El préstamo solicitado para costearse sus estudios universitarios le pesaba, cinco años después, como una grave losa.
Había convertido en realidad su sueño de estudiar filosofía en una de las universidades privadas más prestigiosas del país. Y de completar su formación con un máster en psicobiología cognitiva e inteligencia artificial. Pero el prometedor futuro profesional que todos auguraban a Natalia no se había concretado en un trabajo bien remunerado con el que pagar sus múltiples deudas. Por lo que a duras penas amortizaba las cuotas del oneroso préstamo contraído y a duras penas conseguía llegar a fin de mes.
La triste realidad es que alternaba trabajos basura con periodos en los que sólo ingresaba en su maltrecha cuenta bancaria la prestación mínima a la que todo ciudadano tenía derecho. Simplemente por existir. Simplemente para evitar que se produjesen molestos disturbios sociales.
Pero ya no había marcha atrás. La decisión que tanto había pospuesto estaba firmemente tomada. Formalizó la cita en la web de la clínica para dentro de una semana. Sonrió para sí misma. Estaba de suerte. Sólo tendría que esperar siete días para conocer al prestigioso doctor Aguilar.
Paradójicamente sólo había completado la parte más sencilla de su plan. Ahora le quedaba la parte realmente embarazosa y complicada. La verdadera razón por la que había ido retrasando solicitar la ayuda profesional que tanto necesitaba. Pedirle a su poderoso padre el dinero necesario para pagar su tratamiento.
Natalia le había conocido el mismo día que enterró a su madre. Esa había sido su última voluntad. No ser incinerada y que sus huesos descansaran en la tierra por toda la eternidad. Supo tiempo después que aunque no hubiera hecho acto de presencia en sus vidas, su padre había corrido con los gastos de la costosa enfermedad que había acabado con su existencia a una edad dolorosamente temprana. Dejando a Natalia en una situación bastante vulnerable e indefensa.
Su madre apenas le había dado detalles de cómo se habían conocido. Teniendo en cuenta que pertenecían a estratos sociales bien diferentes, Natalia sospechaba que habría sido un encuentro fortuito en alguna loca fiesta a la que su madre acudía para complementar su exiguo salario de la prestación social mínima. En aquellos saraos corría a partes iguales el alcohol, las drogas de diseño y el sexo sin protección, directo, primitivo, con riesgo. El sexo virtual quedaba para la gente normal. La élite necesitaba emociones fuertes.
Aquel lejano día en el cementerio, aquel señor de aspecto distinguido y formas educadas se le había acercado para soltarle a bocajarro que era su progenitor y que tenía intención de ayudarla económicamente en todo cuanto necesitase. Natalia lo mandó a paseo. Sin embargo, gracias a su insistencia, consiguió que al menos guardase sus datos personales por si alguna vez cambiaba de opinión.
Aunque le había robado muchas horas de sueño a las largas noches de su juventud buceando por la red en busca de toda la información posible sobre su ilustre padre, nunca había querido volver a ponerse en contacto con él ni para tener una charla amistosa ni para pedirle ayuda económica. Ni cuando contrató el sangrante préstamo para poder matricularse en la universidad ni posteriormente cuando las deudas comenzaron a ahogarla.
Pero ahora había llegado a una situación insostenible. Por primera vez se sentía realmente desbordada y asustada. Mantener la cordura bien valía el precio de comerse su orgullo. De rebajarse a pedir ayuda al gran magnate de la inteligencia artificial española.
CAPÍTULO II
NATALIA
Madrid, 14 de Enero de 2332, siete días después.
Sentada en la sala de espera de la unidad de psiquiatría del moderno hospital al que la generosa ayuda de su padre le había permitido acceder, Natalia sintió una ligera ansiedad en la boca del estómago.
A lo largo de toda su vida siempre había rehuido los contactos emocionales demasiado cercanos y compartir con su entorno sus sentimientos más íntimos. El único testigo de la angustia sufrida en los últimos meses a causa de las pertinentes pesadillas había sido el frío archivo en el que narraba todo lo que le sucedía en aquellos extraños periodos de tiempo en los que perdía el contacto con la realidad. Y ahora tendría que abrir las puertas de su intimidad, de sus más profundos y ocultos temores a un hombre del que apenas sabía nada más allá del prestigio y la fama que las redes sociales le concedían.
Se había prometido a sí misma que si quería que la terapia funcionase el doctor Aguilar se tendría que convertir no sólo en su terapeuta sino también en su confidente, en su consejero y en su cómplice. Pero pensar que tras franquear la puerta de su consulta le esperaba una batería de preguntas embarazosas hizo que se le apretase el nudo del estómago y temió perder de nuevo el control.
Intentó relajarse sin mucho éxito, concentrándose en las paredes de la sala que mostraban proyecciones tridimensionales cambiantes de lugares paradisíacos a los que nunca viajaría. Y también se recordó a sí misma que tras la persecución y muerte sufrida en aquella horrible mansión, no había vuelto a experimentar ningún desmayo ni había vuelto a soñar con su alter ego.
Quizás se había precipitado al solicitar ayuda a su padre. Pero ya era un poco tarde para arrepentirse. Ahora también estaba en deuda con él. Un nuevo compromiso, una nueva losa que se sumaba a la obligación que ya tenía contraída con el banco.
Contactar con su padre no había resultado tan incómodo ni tan violento como se había temido. Quizá debería haber enterrado el hacha de guerra cuando murió su madre. Al fin y al cabo él había intentado un acercamiento que ella había rechazado de forma agresiva y tajante. Ahora, años después, no sólo se había alegrado al recibir su inesperada llamada sino que incluso parecía profundamente emocionado con el reencuentro.
Sin embargo, Natalia ya se había encargado de dejarle bien claro que no se hiciese demasiadas ilusiones respecto a formar una familia feliz con vacaciones compartidas. Si había recurrido a él, si se había rebajado a implorar su ayuda era sólo porque se encontraba en una situación desesperada.
Pero por mucho que le costase reconocerlo, Alberto Cifuentes era un hombre afable y educado que se había mostrado en todo momento como un perfecto anfitrión, como un caballero español de antaño, encantador y seductor.
Los Cifuentes no siempre formaron parte de la élite económica, ni heredaron grandes fortunas. A comienzos del siglo XXII pertenecían a la cada vez más delgada y maltrecha clase media. Pero el joven Darío iba a dar un giro de ciento ochenta grados a la situación familiar creando su propia empresa en un pequeño apartamento del sur de Madrid. Comenzó siendo un minúsculo e insignificante pez en un agitado océano de tiburones pero dos décadas más tarde ya había puesto los cimientos para la creación de una de las más rentables empresas de big data.
En un mercado saturado de empresas que vendían humo a precio de oro, información inútil a partir de cuatrillones de datos sin estructurar, que prometían orden donde antes sólo había caos, el tatarabuelo de Natalia consiguió extraer de los zetabytes que vivían en la nube, información realmente útil que se tradujese en beneficios económicos reales.
Junto a un par de socios tan astutos como él, no se dedicaron, como la mayoría, a vender sofisticada tecnología a las empresas con la falsa esperanza de extraer valor de los datos de forma eficiente en tiempo y dinero, sino que les ofrecieron asesoramiento y diseño de soluciones. Les ofrecieron reinventar su futuro digital. En una sociedad fuertemente tecnificada donde cada avance tecnológico quedaba obsoleto antes de que pudiera ser amortizado, Darío Cifuentes garantizaba a las compañías que formaban su cartera de clientes, versatilidad y adaptabilidad. Y sobre todo, les diseñaba soluciones empresariales para poder satisfacer una red a la carta, una internet personalizada para cada usuario.
Un siglo después, aquella empresa familiar nacida en un apartamento de barriada se había ido diversificando y actualmente se había convertido en una de las más prometedoras compañías en el estudio del cerebro humano y de la inteligencia artificial.
Y ahora, Alberto Cifuentes se estaba planteando dar un nuevo giro a su empresa. Un salto al vacío. Una decisión temeraria y peligrosa de consecuencias imprevisibles. Que ni siquiera sus sofisticados algoritmos predictivos alimentados por los ingentes big data podrían vaticinar.
Ajena a los entresijos comerciales de su padre, Natalia no le dio excesivos detalles sobre la naturaleza de su enfermedad, sólo le puso al corriente de sus penurias pecuniarias. Que necesitaba dinero para pagar un costoso tratamiento psiquiátrico en la prestigiosa clínica del doctor Aguilar. Y también, que estaba sin blanca debido a las asfixiantes deudas contraídas para poder financiar sus estudios.
Cifuentes no sólo saneó su maltrecha cuenta bancaria inyectándole una más que generosa cantidad sino que también le ofreció un atractivo y bien remunerado trabajo en la multinacional que presidía.
Natalia le prometió pensarlo. Y eso es lo que estaba haciendo en el mismo instante en que un robot de voz metálica le comunicó que el doctor la atendería de inmediato.
La condujo por un pasillo de paredes suavemente iluminadas en las que se proyectaba información de las muchas excelencias de los sofisticados tratamientos que ofrecía la clínica. La última puerta a la derecha daba acceso a una pequeña habitación cuyo único mobiliario consistía en una camilla de un color blanco lechoso. Con un simple gesto le indicó que se tendiera en ella. Natalia obedeció sin poder evitar cierto nerviosismo. Sin mediar palabra, activó el escáner con una orden emitida a través de su conexión robótica, bañándola en una suave luz azulada que la envolvió de pies a cabeza. Minutos después, el poco comunicativo robot le informó de que la prueba había concluido y le pidió que lo acompañase a una nueva sala de espera. Y le ofreció una conexión privada a la red para que pudiera entretenerse mientras el doctor Aguilar analizaba los resultados de las pruebas.
Natalia no rechazó el ofrecimiento. Así evitaría gastar su cuota mensual de red. Desgraciadamente, hacía bastante tiempo que no podía permitirse pagar la cuota plana que daba opción a todos los servicios. Y aunque su generoso padre le había proporcionado cierto desahogo económico, cualquier ahorro era bien recibido por muy exiguo que fuese. Fue cambiando de canal de forma compulsiva sin apenas detenerse en nada concreto. La mayoría de los contenidos públicos eran auténtica basura mediática pero era lo que la gente demandaba. Finalmente se decidió por un canal de noticias locales. Y en particular por uno de sucesos, un portal de crónica negra madrileña que informaba de lo acaecido en la región en la última semana.
El escalofrío que sintió la dejó totalmente paralizada. Por un instante pensó que había vuelto a sufrir un colapso, una nueva pesadilla. Se desconectó instintivamente de la red. Sus manos temblaban. Otra paciente la observó con recelo, pero al menos seguía consciente en la sala de espera de la clínica. Se conectó de nuevo buscando con nerviosismo acceder al mismo canal de noticias. Las imágenes no dejaban lugar a dudas. El bosque, la casa, los escombros, los grafitis de las paredes, hasta la puerta violeta con la madera podrida. El sucio jardín estaba rodeado por un intenso dispositivo policial que no permitía pasar ni a periodistas ni a curiosos al patio central del complejo.
Sin embargo, algunas imágenes del interior de la casa se habían filtrado a la prensa por lo que Natalia pudo revivir con profunda desazón la angustia sentida al recorrer los angostos pasillos de los sótanos en su vano intento de encontrar un lugar seguro donde esconderse.
Se hablaba de una masacre pero no concretaban los detalles. Sólo supo que la hora y la fecha coincidían de forma macabra. Su nerviosismo creció. Tenía la mente embotada. De repente la imagen cambió dando paso al rostro borroso de una mujer con un disparo en la frente. Y sin dar ninguna explicación, Natalia salió precipitadamente de la consulta con la horrible certeza de que había sido testigo de un extraño y perturbador crimen.
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Ana Rodríguez Monzón