La Quinta Ley [Capítulos V – VI] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos V – VI] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos V – VI]

***

CAPÍTULO V

PABLO

Madrid, 8 de Enero de 2332, un día después.

Aquella fría mañana de enero reuní a mi equipo en mi oficina de Guzmán el Bueno para ponerles al día de los resultados aportados por la científica.
Desde su construcción a mediados del siglo XX estos viejos edificios han sufrido y gozado de tantos cambios, de tantas remodelaciones en sus entrañas, tanto arquitectónicas como funcionales, que un hipotético viajero del tiempo apenas reconocería el entorno salvo por sus coordenadas. En la actualidad, el complejo está dividido en tres secciones. En una de ellas se ubican los despachos del director general, consejeros y altos cargos. En otra, la imponente y moderna sala donde se celebran la mayoría de los actos conmemorativos y las celebraciones oficiales junto a sus anexos. Y por último, nuestras oficinas. Las de los departamentos de delitos relacionados con robots e inteligencias artificiales.

Salvo un par de guardias que habían prolongado sus vacaciones navideñas para poder viajar con precios más ajustados y razonables, el resto de mi unidad se encontraba frente a mí, expectantes, ante la pantalla flotante que mostraba las primeras conclusiones obtenidas a partir de las muestras recogidas in situ.

Aunque intuíamos que había ciertos detalles que daban al caso un cariz extraño, en aquel neblinoso día de invierno no podíamos presagiar lo que el futuro nos deparaba.

—Nos encontramos ante un droicidio de siete unidades humanoides. Cuatro varones y tres hembras. Como se puede apreciar, a seis de ellos les han destrozado el cerebro con un láser de alta potencia —nos informa Alfredo señalando una imagen en la que se muestran seis cabezas totalmente carbonizadas.

El teniente Villalba es el encargado de ponernos al corriente. Es conciso, claro y preciso en sus explicaciones. Y nunca hace suposiciones más allá de lo científicamente probado. Por ello, me gusta encomendarle la tarea de realizar el checking diario. Hoy, su rostro de natural relajado y sonriente, muestra un rictus serio. Algo le preocupa.

La sargento Ángela Torres también parece darse cuenta. Levanta la mano para formularle una pregunta. Hace muchos años que se conocen y lo tiene bien calado. De hecho, fue Alfredo quien le recomendó el traslado a nuestra unidad, después de que ella sufriera un secuestro que casi le cuesta la vida en un sórdido caso entre mafias.

Ángela es reservada y muy celosa de su privacidad. La antítesis de Antonia que es pura energía y optimismo. Físicamente no podrían ser más diferentes. Ángela es menuda, de estatura mediana tirando a baja. Todo en ella intenta pasar desapercibido, desde el color de su pelo, de un castaño neutro, hasta el iris de sus ojos, de un gris indefinido. Antonia es una belleza del sur. Atrae todas las miradas, no deja indiferente. Pero quizás, gracias a semejante disparidad de formas de entender la vida, se complementan a la perfección en el trabajo y me consta que se respetan y apoyan en todo momento.

—¿Qué es lo que no encaja? —le pregunta con extrañeza.

—Uno de los droides del bosque es de un modelo muy superior al resto. Os aseguro que nunca había visto un modelo tan sofisticado. Y además, hay algo que resulta muy curioso. Utilizaron dos tipos de armas en su droicidio. El arma que acabó con él no coincide con la utilizada con los otros cinco, aunque posteriormente lo carbonizaron con el mismo láser.

—Y también lo colgaron de la misma forma, con los mismos ganchos, en la misma posición, con el rostro y el cerebro destrozados —añade Antonia—. Desde luego que resulta extraño.


—¿Y la chica de la casa? —pregunta Ángela.

—La chica encontrada en la casa también presenta las mismas novedades tecnológicas. Sin embargo, y aquí viene lo realmente curioso, a la chica de la casa la mataron con un láser igual al de los cinco androides más primitivos.


—Es posible que estemos ante autores distintos —especula Ramiro, un joven guardia que apenas lleva seis meses con nosotros—, pero por alguna oscura razón, alguien decidió posteriormente incluirlo en el macabro paquete.

Ramiro del Valle es nuestro experto en perfiles psicológicos de droidicidas. Alto, de complexión fuerte y atlética, es un fanático de los deportes de riesgo. Estudiante de Criminología, es un par de años mayor que Antonia y aunque intenta que no nos demos cuenta, es obvio que no para de tirarle los tejos. Sus ojos, de un verde claro que casi parecen blancos, le dan una mirada inquietante que a ella no parece turbar lo más mínimo.

—¿En qué sentido son más sofisticados? —pregunta Juan, que es de todos nosotros el que presenta un perfil más técnico.

—Para empezar en la textura de la piel. Casi parece humana. Pero sobre todo en sus cerebros. Están modificados pero de momento no sabemos hasta qué punto. El del varón está destrozado y poco podremos sacar de él, pero el de la chica está intacto. Os adelanto que presenta claramente más riqueza en las conexiones neuronales, sin duda sus redes son más complejas.

—No hubo nada que nos llamará la atención en una primera impresión en el bosque — puntualiza Antonia dirigiéndose a Juan.

—Es cierto, —responde, apoyando su comentario—. Los seis presentaban un aspecto muy similar. Supongo que nos confundió el hecho de que todos vistieran la misma ropa y que estuvieran prácticamente carbonizados.
Tampoco yo aprecié nada singular cuando me quedé solo en el bosque. Y no me cabe duda de que el hecho de que nos pasara desapercibido también reforzó la hipótesis inicial de un único patrón, un mismo modus operandi en las seis víctimas del bosque. Alfredo amplía la imagen y podemos observar con absoluta nitidez los detalles de los tejidos de sus ropas. Son algo toscos, de un color grisáceo que los identifica como droides de mantenimiento de nivel bajo.

—Es como si los hubieran vestido a todos igual para el sacrificio —musito para mis adentros.


—Crees que todo fue preparado de antemano —afirma Juan dirigiéndose a mí.

—No me cabe la más mínima duda. Ahora solo nos queda saber por quién y con qué propósito.

Antonia y Ángela se miran y asienten en silencio. Ellas también opinan igual que yo. Que todo ha sido un montaje. Cada vez se refuerza más en mí la idea de que ha sido un delito por encargo. Y que exhibirlos de esa forma tan teatral formaba parte del compromiso adquirido con los que dieron la orden de acabar con ellos.

—Es posible que los llevaran a la casa, no sabemos si de forma obligada o consentida, les obligarán a vestirse de la misma forma para humillarles, les soltaran por el bosque como a conejos y luego les fueran dando caza —especula Ramiro—. Y para terminar los colgaran como prueba final de desdén y menosprecio.

—Como en los antiguos safaris de grandes simios —asocia Antonia—. Con la salvedad de que éstos no iban desnudos sino vestidos con esa especie de horrendos uniformes.

—¿Se sabe el lugar exacto donde fueron abatidos? —pregunta Ángela.

—Sí, —responde Juan, que ha sido el encargado de analizar las huellas del bosque—.

Fueron abatidos en estos puntos y luego trasladados al lugar que ya conocéis de sobra.

A una orden suya nos los muestra en la pantalla flotante. Cinco círculos rojos formando una figura irregular. Es evidente que los cautivos huyeron en direcciones distintas y que luego fueron derribados y acarreados sin preocuparse lo más mínimo por eliminar el reguero de huellas dejadas en el camino. El programa de realidad aumentada nos transporta al lugar de los hechos. Nos envuelve como la niebla que rodea a robles y pinos y nos invita a imaginar el hostigamiento, la persecución, el acoso y finalmente la certeza de que no tuvieron escapatoria posible, de que su suerte estaba sellada.

Hasta no tener los informes definitivos de la científica no tendremos un idea clara del origen de los droides y de cuál pudo haber sido el móvil del crimen. Pero como por algún sitio tenemos que comenzar, establezco un esquema de actuación basado en varias líneas de investigación simultáneas.

—Ángela y Antonia os encargaréis de verificar si ha habido denuncias de desapariciones de robots por parte de sus propietarios. Comenzad por las más próximas en el tiempo hasta un máximo de un par de meses. No sabemos si pudieron estar retenidos en algún lugar oculto.

—Hablaremos también con los gerentes de empresas fabricantes de robots. Por si les hubiesen desaparecido unidades en producción. Y con empresas de venta y reparación. Nunca se sabe —interviene Antonia.

—Ramiro, tu elaborarás posibles perfiles psicológicos. Necesitamos un móvil. Y dale una vuelta al tema de grupos anti IA.

—Me pongo con ello, jefe.

—Juan, quiero que bucees, como tú muy bien sabes hacer, por la web más oscura que encuentres. Todo lo que se te ocurra, juegos virtuales, apuestas, cazas de robots, recompensas.

—Le echaré imaginación —responde Juan con una sonrisa—. Hay mucho tarado suelto con ganas de sentir una subida de adrenalina.

—Alfredo, tú te encargarás de sondear tus viejos contactos. No podemos descartar algún tipo de relación con el submundo de la prostitución. E incluso con un ajuste de cuentas entre mafias.

Todos asienten tomando nota en sus pizarras virtuales de las tareas encomendadas. Y me dirigen sus miradas esperando nuevas órdenes.

—Y yo me encargaré de intentar averiguar de dónde han podido salir esos modelos tan sofisticados.

Alfredo levanta la mano para intervenir. Algo tiene que decirnos. Su rostro sigue serio y tenso, como si algo le inquietara, como si una idea le rondara la cabeza provocándole desasosiego.

—Puede no ser relevante, pero hay algo más que quiero que veáis—añade Alfredo, mostrándonos una nueva imagen del interior de la casa—. No podemos pasar nada por alto.

La recreación virtual nos conduce de nuevo por el largo pasillo recubierto de cristales hasta la vieja escalera de caracol. Descendemos por ella y tomamos uno de los ramales que termina en la anacrónica canasta de baloncesto. Siento que el pulso se me acelera. Confío en que no me delate la pantalla que controla las constantes vitales de todos los presentes en la sala. Miro de reojo hacia ella y está indicando niveles por encima de lo que sería recomendable. Afortunadamente, mis compañeros están demasiado absortos en lo que nos muestra Alfredo.

Atravesamos la puerta sin marco y la imagen se centra en el sucio armario y en su cuerpo inerte. Sus ojos de azul imposible me perturban. Los latidos de mi corazón se avivan. Llevo más de veinticuatro horas sin podérmela quitar de la cabeza. Parece tan real, tan humana. Me pregunto si habrías pasado el último test de Turing. Solo pensarlo me produce un escalofrío.
—La chica no fue la única que murió en este sótano —nos revela Alfredo, centrando la imagen en una zona concreta del suelo—. Fijaos en las huellas dejadas en el polvo. Hay pisadas de la chica y de dos personas más. Probablemente de sexo masculino. Uno de ellos, su asesino. La primera impresión que tuve fue pensar que ambos la perseguían, pero si observamos con detalle las marcas que quedaron grabadas, se aprecia claramente que también arrastraron un cuerpo.

—Huirían juntos y los cazaron en el armario —aventura Ángela—. Y solo pudieron cargar con uno de los cuerpos.

—Es una hipótesis razonable —admite Alfredo—, teniendo en cuenta que estoy convencido de que el cuerpo arrastrado corresponde al del robot más sofisticado. Pero hay algo que no encaja en tu hipótesis. Recordad que en el pasillo solo había huellas de la chica. Lo que indica que no huyeron juntos. Sin embargo, hay restos volátiles presentes en el aire que encajan plenamente con el arma utilizada en el droicidio del robot más complejo.

—Arma que difiere de la utilizada con las otras cinco víctimas y con la chica del armario —nos recuerda Juan.

—Pero eso no explica que no desfiguraran a la chica —objeta Antonia—. Ni que la dejaran metida en el armario. Pudieron volver más tarde a por ella.


—Sigo pensando que algo les hizo salir a toda prisa. Sin terminar de montar la escena del crimen a su gusto. Quizás la llegada de los excursionistas —conjetura Ángela.


—A mí no me convence —insiste Antonia.

—¿Sigues pensando en un asesino enamorado de la chica? —ironiza Ramiro.

—Enamorado quizás no, pero sí involucrado emocionalmente con ella —le rebate, lanzándole una mirada asesina—. Tú eres el experto en perfiles, deberías tenerlo bien en cuenta.


—Y eso no es todo —dice Alfredo consiguiendo todo nuestro interés y cortando de paso el pique entre ellos ante de que la cosa se complique.


—Alguien, y no me preguntéis por qué, intercambió la ropa entre los dos cadáveres. Se han encontrado nano fibras de las dos vestimentas en ambos cuerpos y restos de piel quemada del robot masculino en la piel de la chica.

—Lo que indica que el cambio fue post mortem —añade Antonia expresando en voz alta lo que todos estamos pensando.

La imagen viaja desde el mudo rostro de ella hasta el supuesto traje permutado. De un color verde indefinido, parece un uniforme militar al que le hayan borrado las insignias.

Me fijo en una pequeña marca apenas imperceptible que me llama la atención. Ordeno que se amplíe la imagen. Quizás sea una pequeña pista de la que podríamos tirar para identificar a la víctima.

De repente, un nuevo escalofrío me recorre la espalda. Tus ojos se clavan en mí pero no me dan respuestas. De momento, preservaré tu derecho a la presunción de inocencia. Pero me corroe la duda al cuestionarme qué ocurrió realmente aquella siniestra madrugada. Al cuestionarme si fuiste cazador o presa.

*

CAPÍTULO VI

NATALIA

Madrid, 17 de Enero de 2332, nueve días después.

Natalia llevaba encerrada en su apartamento tres días, siete horas y veinticinco minutos como le recordaba fríamente el reloj proyectado en la pared de la minúscula habitación en la que vivía. Y de momento, no tenía la más mínima intención de abandonar la supuesta protección que aquellas cuatro paredes le proporcionaban.

Aislarse había sido un mecanismo de defensa tras el cual se había refugiado tras el shock sufrido en la sala de espera de la clínica. Las noticias no mostraban apenas información de la víctima ni imágenes de su rostro pero Natalia siempre había sido muy hábil rastreando los entresijos de la red y finalmente había dado con su faz. La mujer de sus sueños había resultado ser solo un robot, pero un robot tan físicamente idéntico a ella que solo recordar esa mirada congelada de un azul quimérico y esa piel de porcelana le producía un desasosiego que no era capaz de controlar.
La recordaba tan biológica, tan emocionalmente humana. Rememorarla era pensar en su nombre, Alba. Un nombre que evocaba la blancura lechosa de su piel. Y que le hacía preguntarse si sería el auténtico o solo un nombre inventado por su mente desdoblada en aquellos viajes oníricos.
Sabía que no podía permanecer indefinidamente en aquella clausura autoimpuesta, presa del miedo y de la angustia al no poder identificar la causa de sus terribles premoniciones.

Una llamada de la consulta citándola para dentro de dos días había sido el empujón que necesitaba para salir de su confinamiento voluntario. De la reclusión que solo le acarrearía más angustia y desazón. Podía haber realizado los chequeos online y haber permanecido en la falsa seguridad de su hogar pero había optado por lo que sin duda era la opción más sana y razonable.

Ante ella, como en un carrusel multicolor, se desplegaban los textos que con disciplina y rigor había ido transcribiendo momentos después de cada pesadilla. Para no olvidar ningún detalle de tan extrañas experiencias. Para no relegar a su subconsciente los detalles que pudieran poner algo de orden en la confusión mental en la que desgraciadamente se encontraba.
Decidida por fin a retomar la terapia que todavía no había iniciado, releía de forma obsesiva los archivos que flotaban ante ella con los retazos de recuerdos almacenados en su nube.

Natalia era una mujer meticulosa y disciplinada tanto en sus estudios como en su vida personal. Pero en ocasiones se preguntaba si esa búsqueda insistente de la perfección no era el mejor camino para acabar en la consulta de un psiquiatra.

Ahora, sin embargo, se agradecía a sí misma haber desarrollado esa fanática obsesión por el orden, porque gracias a ello, los estructurados y jerárquicos documentos que ahora se desplegaban por toda la habitación como piezas de un arcaico juego de construcción, le permitían formar un pequeño esquema de cómo se habían desarrollado los hechos.

Con un ágil movimiento de dedos colocó ante sus ojos el archivo de color verde azulado fechado cuatro días antes del asesinato. Era el último sueño registrado previo a la persecución en la casa de la sierra. En aquella ocasión, la otra Natalia estaba pletórica, ilusionada, feliz. Por haber sido nominada para pasar a la última fase de un proceso de selección de personal en el que llevaba participando desde hacía un par de semanas. En una importante empresa de servicios jurídicos. En una empresa inexistente.
Un escueto mensaje a su cuenta personal la citaba para asistir a una reunión junto al resto de candidatos. Las coordenadas espacio temporales y unas breves indicaciones sobre cuestiones protocolarias completaban la sucinta convocatoria. Coordenadas que como Natalia se temía, la dirigían a una casa abandonada en medio de un bosque de la sierra madrileña.
Sin duda, aquella misiva que le auguraba un futuro prometedor iba teñida de ignominia y muerte. Alguien había cargado los dados para que en aquel nefasto día de invierno no se pudiera impartir justicia.

Ahora, diez días después, un nombre brillaba con intensidad en el texto maldito. DARPAV, el acrónimo de una falsa multinacional especializada en la defensa legal de droides.

Con una orden directa y concisa, Natalia trajo ante sí un nuevo archivo de color naranja con los recuerdos de su otro yo en su hipotética graduación en la facultad de derecho. Curiosamente, en la misma prestigiosa universidad que Natalia y con resultados académicos asombrosamente idénticos, aunque en disciplinas distintas. Era como si sus vidas estuvieran peculiarmente entrelazadas pero a la vez fuesen ligeramente divergentes. Entre sus recuerdos, aparecían amigos comunes pero también personas desconocidas con las que nunca se había cruzado.

En concreto, la perturbaba profundamente la aparición reiterada de uno de sus profesores del máster, Ramón Castro, con quien ella había mantenido una relación académica muy estrecha. Experto en neurorobótica en la facultad de filosofía, en aquellos singulares sueños aparecía como especialista en la defensa de los derechos de los robots humanoides. Y paradójicamente, también había alimentado un fuerte vínculo tanto personal como profesional con su inquietante gemela.

En un archivo paralelo en el que anotaba todo lo que consideraba relevante para su futura cita con el doctor Aguilar, apuntó la conveniencia de hablarle de su viejo mentor Castro y de la posibilidad de sincerarse con este último sobre sus extrañas experiencias. Si como se temía, algunos de los sueños eran reales, quizás conocía personalmente a la falsa Natalia. Y quizás pudiese ofrecerle las respuestas que tanto necesitaba.

En el archivo que pensaba entregar al doctor Aguilar también incluyó una lista con las personas que de una forma u otra formaban parte de tan inexplicable intersección. Era imposible que todos ellos llevasen vidas paralelas que les permitiesen interactuar con ambas mujeres de una manera tan intrincada y a la vez vidas tan divergentes como para tener ocupaciones, familias y relaciones personales tan diversas.
Pero pensar en Alba no era la única de sus preocupaciones. Aceptar o rechazar la atractiva oferta de empleo de su padre era suficiente quebradero de cabeza como para que su mente se alejara, al menos momentáneamente, de la búsqueda obsesiva de su doble robótico.
En un primer momento había pensado poner tierra de por medio con su progenitor. No lo necesitaba. Ni a él, ni a su empresa, ni a su edulcorada caridad. Al fin y al cabo llevaba toda su vida alejada de su mundo y de su entorno familiar y salvo algunos problemas de índole económica, no consideraba que le hubiese ido tan mal.

Sin embargo, la oferta era una poderosa tentación y no había podido sustraerse al impulso de investigar en los fructíferos negocios de su padre. Tenía que reconocer que había quedado gratamente impresionada. Y además, el puesto encajaba perfectamente con su perfil. Un proyecto de innovación con algunos cabos sueltos que su padre había prometido atar si finalmente decidía unirse a ellos. No estaba muy claro quiénes eran «ellos» por lo que Natalia llevaba varios días investigando por su cuenta ante las evasivas respuestas del poderoso y hermético Alberto Cifuentes. Pero a pesar de sus pesquisas, «ellos» seguían envueltos en la protectora niebla de la confidencialidad.

Al igual que días atrás, cuando tras un extraño impulso emocional decidió que tenía que pedir ayuda urgente, un nuevo arrebato le hizo otorgar un sí rotundo y sin paliativos a la generosa oferta de su padre.

Sentada de nuevo en la sala de espera que tan amargos recuerdos le traía, rememoraba cuarenta y ocho horas después, la inmensa felicidad que le había otorgado a su padre al aceptar formar parte de su equipo en un proyecto especialmente delicado y controvertido.

Los términos del contrato que Cifuentes le había preparado no admitían objeción alguna. Ninguna discrepancia, ningún punto en discordia hubo entre ellos. Natalia lo había firmado sin hacer acto de presencia. A través de un poder legal otorgado a su avatar virtual. De forma rápida, breve, fría y segura.

Tras la firma, Natalia también se sentía radiante, dichosa, feliz. Un ligero nudo en el estomago le recordaba que se estaba lanzando, sin apenas reflexión, a un mar de aguas desconocidas. Pero la Psicobiología cognitiva era su especialidad y ahora el destino o su tesón o una combinación de ambas cosas le ofrecía la oportunidad de desarrollar al máximo su potencial, trabajando codo con codo con las mentes más preparadas, con los equipos de IA más sofisticados. Integrada en un equipo altamente cualificado para desarrollar lo que en palabras de su propio padre sería el germen de una nueva revolución. La anhelada singularidad tecnológica de la que tanto se había especulado pero que todavía no se había alcanzado para tranquilidad de muchos y para desesperación de unos pocos.

La llamada del robot auxiliar la apartó de su ensimismamiento transportándola de nuevo a la blanca sala de espera. La mayoría de los pacientes realizaban sus chequeos médicos utilizando avatares virtuales que parametrizaban todas sus constantes vitales y los datos relevantes para sus análisis por lo que cuando escuchó su nombre de una voz metálica ya conocida, se encontraba completamente sola en la austera y aséptica habitación.

La primera impresión que tuvo del doctor Aguilar era que parecía un hombre cercano y afable. Un hombre en quien confiar, algo que Natalia necesitaba imperiosamente.

Gracias a los modernos tratamientos anti envejecimiento aparentaba mucha menos edad de la que las fuentes consultadas le atribuían. Sin duda, un hombre que le daba importancia a su aspecto exterior y a la imagen que proyectaba.

Sus ojos castaños transmitían calidez e incitaban a compartir confidencias y secretos. Una sonrisa y una invitación a tomar asiento permitieron a Natalia darse un pequeño respiro y mitigar la tensión que como una tenaza contraía los músculos de su espalda.

Sin quererlo, se fue dejando llevar por el poder hipnótico que transmitía la anacrónica decoración virtual del acogedor despacho del doctor Aguilar. Un espacio singular que invitaba a la introspección, a la reflexión y a la calma.
Poco a poco comenzó a relajarse y a sentirse mejor, como si al cruzar el umbral de la puerta se hubiera teletransportado a la consulta de un psicoanalista de principios del siglo XX. De los que gustaban acomodar a sus pacientes en divanes de cuero y rodearlos de paredes forradas de madera. Una madera omnipresente que dotaba de equilibrio ese mundo sintético de acero y luz, de artificios virtuales poco naturales pero al mismo tiempo poderosamente atrayentes.


—Los resultados de las analíticas no muestran ningún indicio que deba preocuparnos —dijo Aguilar mostrándole unos gráficos tridimensionales junto a los que aparecían una serie de valores numéricos dentro de los intervalos correctos— aunque me gustaría hacerle un par de pruebas más. Es pura rutina. Forma parte del protocolo cuando el paciente lleva incorporados implantes neuronales.


—Todo el mundo los lleva —respondió Natalia suspicaz.

—Cierto, todo el mundo los lleva —respondió con un movimiento afirmativo de cabeza

— Y gracias a ellos podemos disfrutar de las maravillas de la realidad virtual y de la realidad aumentada. Como disfrutar de esta decoración freudiana a bajo coste —añadió con una sonrisa, haciendo una amplio gesto con las manos—. Pero creo que no me he expresado bien. Usted lleva insertados dos tipos de implantes. Uno de ellos es estándar pero el otro es de un modelo más sofisticado y la normativa nos exige realizar ciertas comprobaciones.

—Pero yo solo llevo los básicos, los que permiten la navegación común —objetó extrañada.

—Me temo que no —insistió Aguilar —. Pero no debe usted preocuparse. Si no se activan, y solo usted puede hacerlo, no deberían representar un problema.

Natalia asintió mecánicamente mientras se aferró instintivamente a los reposabrazos del ilusorio sillón en el que estaba reclinada en un vano intento de asir una realidad inexistente.


—Espero que no se ofenda pero debo hacerle ciertas preguntas personales y debe contestarme con absoluta sinceridad.
Natalia volvió a asentir en silencio, invitándole a continuar.

—¿Es usted adicta a las conexiones virtuales?

—No, nunca lo he sido —contestó tajante, reforzando su respuesta con un enérgico movimiento de cabeza.

Para Natalia, era obvio que Aguilar sospechaba que pudiera estar enganchada a la droga más extendida del planeta. La heroína del siglo XXIV en forma de qubits. Vidas alternativas perfectas y a la carta sin salir del agujero inmundo de apenas veinte metros cuadrados en el que vivían la mayoría de los ciudadanos. Tarifa plana de riqueza, poder, sexo y glamour a precio de conexión estándar a la red. Lo lógico es que Natalia hubiese estado enganchada hasta las trancas. Máxime si llevaba un segundo tipo de implante mucho más sofisticado, con conexión más rápida, y con encriptación de máxima seguridad. Lo que no podía entender es quién, cuándo y con qué finalidad se había molestado en implantárselo. Solo pensar que pudiera estar relacionado con sus macabras pesadillas le producía escalofríos.


—¿Consume nootrópicos con regularidad?

—Tomé potenciadores cognitivos de forma habitual en la universidad —reconoció—, pero ahora solo los tomo de forma esporádica. Nunca me ha gustado abusar de ellos. Le he traído una lista de los que he consumido, en qué fechas y en qué dosis —añadió Natalia, desplegando un archivo con toda la información.

—Fantástico —elogió asombrado, moviéndose con dedos ágiles por entre los datos que flotaban ante él—. Ya me gustaría que todos mis pacientes fueran tan organizados como usted —añadió mirándola de reojo con una sonrisa.

—¿Cree que podrían estar relacionados con mis pesadillas?

—No lo creo, —respondió con un gesto ambiguo—. Son sustancias con pocos efectos secundarios, y nunca se han descrito trastornos del sueño. Si tuvieran relación, estaríamos ante un caso de muy baja probabilidad. Pero no descartaremos nada a priori.

Natalia no añadió ningún comentario, pero como experta en Psicobiología tampoco creía que pudiera existir ninguna conexión. Siempre había sido muy cuidadosa con las sustancias nootrópicas que ingería ya que estaba muy al tanto de los desagradables efectos colaterales que podían acarrear.

—Hábleme más concretamente de sus experiencias oníricas —solicitó Aguilar reclinándose en su butaca, como si quisiera adoptar una postura más cómoda para escuchar su relato.

—Aunque sé que le parecerá una locura, esa mujer existe. Y es un robot idéntico a mí que ha sido asesinado delante de mis propios ojos.

Durante más de cuarenta minutos, Natalia le fue narrando todos los recuerdos recogidos escrupulosamente en los archivos multicolores que desplegó ante un Aguilar imperturbable que tomaba notas sin cesar y que brevemente la interrumpía para clarificar algunos detalles.
Un suave pitido indicando que la sesión había concluido hizo volver a Natalia a la realidad de la consulta.

—Me gustaría volver a verla dentro de una semana a esta misma hora. Aquí, en esta consulta, si a usted le parece bien. Podría atenderla a través de su avatar personal pero soy de los que opinan que en psiquiatría es preferible un contacto cara a cara.

—Yo también opino lo mismo —dijo Natalia poniéndose en pie y dándole la mano a modo de despedida—. A esta hora, perfecto.

La puerta del despacho se abrió automáticamente, dando paso de nuevo a una decoración fría, funcional y moderna que hacía juego con el rostro impávido del robot que la esperaba para acompañarla educadamente hasta los ascensores. Ese androide de aspecto humanoide era la antítesis del doctor Aguilar y pensó maliciosamente si no sería un truco de este último para potenciar la atracción que sin duda le gustaba ejercer sobre la gente. Tenía que reconocer que el doctor Aguilar era un hombre atractivo y que en otro contexto más inocuo quizás hasta se hubiese planteado flirtear con él. Ese pensamiento le hizo esbozar una sonrisa. Sin duda la terapia había resultado positiva.

Giró la cabeza instintivamente hacia la sala de espera para curiosear quién sería su próximo paciente. Sabía que tenía una cita concertada para la siguiente hora porque Aguilar así se lo había comentado al despedirse.
Era un hombre y parecía bastante atractivo. Su rostro le resultaba familiar pero no conseguía recordar ni el lugar ni el momento en el que se hubieran conocido. El se levantó de su asiento y caminó hacia ella dirigiéndose con paso vivo al despacho del psiquiatra. A punto estuvo de levantar su mano en un gesto natural a modo de saludo cuando recordó de repente dónde se habían cruzado sus miradas. En una fría madrugada de invierno. En un sórdido sótano de una vieja casa abandonada.

Natalia giró su rostro para no ser reconocida y reprimió un grito en la garganta al tener la certeza de estar viendo, cara a cara, en carne y hueso, al asesino de Alba.

***

Ana Rodríguez Monzón

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