La Quinta Ley [Capítulos XV – XVI]
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CAPÍTULO XV
PABLO
Madrid, 19 de mayo de 2344, doce años después
Alfredo nos ha invitado a pasar un fin de semana en su preciosa casa de la sierra. Un pequeño palacete heredado de sus ilustres antepasados en el mismo corazón de la ciudad de Segovia. Junto al espectacular acueducto romano que nos contempla imperturbable recordándonos que nuestra moderna y etérea civilización un día no muy lejano estuvo construida en piedra y sobre piedra. Quizás era lo que en este momento necesitábamos con más urgencia. Pisar sólido, pisar firme. Encontrar un punto de apoyo, un sistema de referencia en medio de este caos, de este complejo caso que prometía arrastrarnos como el vórtice de un insondable torbellino.
Nada mejor que perdernos un par de días en un lugar que es símbolo de una cultura sobre la que nuestra vieja Europa fijó hace más de dos mil años su origen de coordenadas.
Y aquí estamos, casi una semana después del execrable crimen, el equipo al completo con Campos incluido. Un Campos que no ha dudado un instante en incorporarse al grupo. No está muy claro cómo ha conseguido zafarse de sus ineludibles compromisos, pero intuyo que tiene algo importante que decirnos y que no confía demasiado en nuestros sofisticados sistemas de seguridad que de poco le sirvieron a Cifuentes para eludir su propio magnicidio.
Yo soy el único que ya había visitado la espléndida mansión por lo que con el beneplácito de Alfredo me he convertido en guía de mis compañeros. Gracias a la profunda amistad que nos une desde hace muchos años, he tenido el privilegio de disfrutar de su hospitalidad en numerosas ocasiones. En el pasado, la casa nos ha servido de retiro espiritual para poner algo de orden en nuestras caóticas y confusas ideas cuando algún caso se nos iba de las manos.
A mi viejo amigo nunca le gustó alardear de sus orígenes y siempre se mostró reticente a relatar batallas de sus nobles antepasados. Pero solo con recorrer los pasillos de su impresionante vivienda te puedes hacer idea de su alcurnia y linaje.
Construida como casa palacio a principios del siglo XVIII, consta de planta baja, planta primera y desván. Le calculo unos 800 metros cuadrados útiles, lo que nos da suficiente desahogo para compartirla con toda su familia sin que nadie se sienta incómodo ni agobiado.
Estamos tan acostumbrados a las proyecciones virtuales sobre paredes y muebles, que tocar, oler y en definitiva sentir que estamos rodeados de piedra y madera nos produce una sensación de anacronismo que nos transporta a un mundo antiguo y perdido.
Los cuartos de baño con azulejos pintados a mano, la salita de lectura con chimenea francesa que comunica con el salón principal a través de una bóveda de piedra pintada con hermosos frescos perfectamente conservados, los techos adornados con preciosas lámparas de cristal construidas con técnicas desgraciadamente olvidadas, el artesonado de las vigas de madera de los dormitorios, las escaleras palaciegas de piedra maciza que comunican las dos plantas señoriales, los muebles de madera tallada policroma de la extensa y ecléctica biblioteca sobre la que descansan verdaderas joyas de la literatura, incluidos algunos incunables, nos sumergen en un universo acogedor, cálido y confortable que nos predispone a la unidad y a la cohesión como grupo, no solo de compañeros de trabajo, sino también de aliados y amigos incondicionales.
Aunque sigamos en horario laboral, el cambio de escenario confiere cierta informalidad a nuestras reuniones, por lo que ninguno de nosotros ha elegido el modelo estándar que imprimimos en la tela monocroma de nuestro uniforme base. Todos hemos activado variantes del software que nos hacen parecer ciudadanos normales pasando un fin de semana de vacaciones.
Campos viste un traje elegante y austero que se corresponde perfectamente con su idiosincrasia. Nuestro anfitrión, haciendo honor a su sencillez natural, ha elegido un look clásico y distinguido, estilo siglo XXII, que es su preferido.
Juan, como era de esperar, ha proyectado ropa informal. Pero dada su delgadez y su aspecto desgarbado, parece quedarle enorme al igual que su uniforme de trabajo.
Ramiro, fiel a su imagen de galán seductor nos ha aparecido, con un look que potencia su mirada felina de un color verde tan pálido que parece casi blanco. En contraposición, Ángela discreta como siempre, se mantiene leal a su gama de grises y tonos monocromos a juego con sus ojos, su pelo y su aspecto en general.
Y Antonia, espectacular, como siempre. Doce años después, no ha pasado el tiempo por ella. Luce una melena larga y cuidada que enmarca un rostro sin imperfecciones. No ha perdido un ápice su atractivo sexual que queda en evidencia por las miradas sin ningún disimulo que le echamos todos, incluido Campos. Su piel tostada y sus ojos negros suavemente maquillados incrementan su belleza racial que no necesita de terapias alternativas. Y como colofón, a diferencia del resto de nosotros, ha dejado en Madrid el uniforme base y se ha engalanado con un traje color ciruela que se le ajusta como un guante y que potencia sus innumerables encantos naturales.
Tras el instructivo tour por toda la fabulosa vivienda, cedo el testigo a mi comandante Alfredo Santamaría que nos conduce a su despacho de trabajo. De repente, como por arte de magia, regresamos a un universo conocido. La piedra se convierte en acero y la madera en qubits que simulan el color y la textura de la decoración de la sala.
Nos acomodamos en los magníficos sillones del despacho y tras un breve intercambio de frases banales, Campos pide la palabra. Está serio. Formal. Con ese gesto que yo bien conozco. Que se le graba en la cara cuando un problema le inquieta y no sabe cómo solventarlo.
Como me temía, su preocupación está relacionada con la seguridad en nuestra central de Guzmán el Bueno.
Mal asunto. O tenemos una filtración, o lo que es aún peor, alguien de muy arriba no tenía demasiado interés en que Cifuentes jurase el cargo.
No soy tan ingenuo como para no saber que los magnicidios han estado presentes a lo largo de toda nuestra dilatada y convulsa historia. Pero quiero pensar que hoy en día existen formas alternativas más civilizadas para zanjar las desavenencias políticas.
—Disculpadme por ser tan soez, pero estamos de mierda hasta las cejas.
Nos miramos de reojo porque el general nunca es tan explícito cuando se enfada. De normal, cuida su vocabulario de forma exquisita, excesivamente para mi gusto.
—Nos están disparando por todos los flancos. La prensa nos crucifica por incompetentes, la policía echa balones fuera y no colabora lo más mínimo. Solo nos ponen trabas y más trabas burocráticas para evitar que solapemos competencias. Y todo el gabinete de Seguridad Nacional con el ministro a la cabeza nos acusa de ser los culpables de la muerte de Cifuentes. En palabras textuales «por no saber proteger ni nuestro propio culo».
—Quien preparó el homicidio lo hizo a conciencia —opina Alfredo—. Y además consiguió matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, neutralizar a Cifuentes y por otro lado quitarnos poder al desacreditar- nos por cometer un fallo de seguridad garrafal. No es casualidad que eligieran matarle en el que iba a ser su futuro despacho.
—Tienes razón —dice Antonia asintiendo con fuerza en un gesto característico suyo que me trae recuerdos de antaño—. Todo forma parte de una elaborada puesta en escena. Y han elegido a la guardia civil como cabeza de turco.
—Y tampoco fue casualidad la fecha —puntualiza Ramiro—. No pudieron escoger un día mejor para ponernos en el punto de mira.
Ramiro y Alfredo han dado en el clavo. El lugar y la fecha estaban elegidos a conciencia. Nos situaban en el epicentro del acontecimiento más mediático del año. En una sociedad globalizada cualquier hecho relevante levanta una ola que se propaga como el eco. Y éste se había extendido y amplificado con el morbo de nuestro descrédito. Con unas medidas de seguridad que rayaban al menos en teoría la ciencia ficción, el asesino había conseguido burlarlas colándose hasta las mismísimas entrañas de nuestro centro neurálgico. Imagino que no debió ser fácil sortearlas, lo que me lleva a pensar que tuvieron que tener una razón de peso para tomar una decisión tan arriesgada. Un poderoso móvil que no pudo ser otro que denigrarnos ante la opinión pública para debilitarnos, desgastarnos y convertirnos en un chivo expiatorio.
—¿Crees que tenemos un topo? —pregunta Juan dirigiéndose a Campos—. Tú mejor que nadie sabes lo difícil que es entrar en Guzmán el Bueno en condiciones normales —sus ojos pequeños y astutos me dicen que no cree en la posibilidad de un infiltrado. Ni yo tampoco.
—Ojalá fuese así, pero mucho me temo que estamos ante algo mucho más gordo. Y lo más grave de todo es que no sé en quién podemos confiar. Ni dentro de su círculo político, ni lo que es peor, dentro del nuestro.
—¿De verdad no confías en nadie? —pregunta Ángela con cara asustada, hundiéndose ligeramente en su butaca. Creo que si pudiera se fundiría con la proyección gris de su sillón para pasar todavía más desapercibida.
—Plenamente, solo confío en vosotros. Y al setenta y cinco por ciento en una docena más. Incluido el ministro, que, aunque última- mente se mea encima cada vez que tiene que comparecer ante la prensa, creo que era de la cuerda de Cifuentes.
—¿Es el único que sabe que trabajamos para ti? —pregunta Antonia haciendo un pequeño tirabuzón con un mechón de su cabello. Es otro tic que veo que no ha perdido con los años, y que solo hace cuando está preocupada.
—El único —afirma rotundo—. El me dio el permiso para darte la tarjeta de acceso universal —dice dirigiéndose a mí—. Y también me ha facilitado el acceso a la nube de Cifuentes. Además, le conozco hace muchos años. Él era fiscal y yo comandante. Llevamos varios casos juntos y nunca tuvimos ningún roce. Era justo e íntegro. Creo que puedo confiar en él.
—Si Cifuentes había sido elegido para el nuevo cargo —razona Antonia— tenía que haber un grupo poderoso que le apoyase, que comulgase con sus ideas. Tiene que haber una facción en la sombra que quiera seguir con su proyecto.
—Sin ninguna duda que la hay. Solo tenemos que encontrarla. Y ahí es donde entráis vosotros. El otro día os dije que quería que fueseis mis ojos y mis oídos. Una prolongación de mí allí donde yo no pudiera llegar. Pero quizás no me expresé con suficiente claridad. Lo que realmente quiero de vosotros es que me ayudéis a encontrar a su círculo íntimo, a su núcleo duro, a sus incondicionales.
Escuchar a Campos hablar del núcleo duro de Cifuentes me lle- va inexorablemente a pensar en ti.
Tu sombra es alargada y de nuevo acompañas mis noches insomnes. Sobre todo, después de haber leído y releído el prolijo in- forme encontrado en la nube de tu padre, en el que apareces y des- apareces como por arte de magia una y otra vez. Sé que es allí donde encontraremos las respuestas y sé que tú eres una pieza clave en el proyecto que quizás le condujo a la muerte. Un proyecto oscuro, con conexiones poco claras con poderosas multinacionales del sector de la inteligencia artificial. Un proyecto que va dejando trazas que se diluyen en un entramado de opacas empresas pantalla.
—Si te parece bien —sugiere Alfredo— podemos empezar por el organigrama político que nos proporcionaste. Investigaremos a qué bando pertenece cada uno de ellos, al menos nominalmente. Y luego indagaremos hasta qué punto han sido sinceros y cuáles son sus verdaderos intereses. Y sobre todo quiénes son sus verdaderos respaldos financieros y políticos.
—Me parece perfecto. Juan y Ramiro pueden ponerse con ello. Y no escatiméis en sacarles todos los trapos sucios —les ordena con una sonrisa, la primera que nos dedica en toda la mañana.
—También estamos trabajando con la nube de Cifuentes —le comunico yo mostrándole el informe que le tenía preparado—. Propongo seguir con ella. Solo cuando descubramos en qué estaba metido, podremos saber por qué se convirtió en un estorbo tan molesto como para que alguien decidiera que había que quitárselo de en medio.
—Ángela y yo queremos entrevistar a Natalia Cifuentes —añade Antonia.
—De ella quería hablaros precisamente —dice mirándome de
reojo.
No me gusta nada el tono pausado de su voz. Le conozco y sé que no presagia nada bueno.
Se pone en pie, imagino que para mostrarnos algo en la pantalla flotante, que se activa a una orden suya de voz.
—Nuestros técnicos han accedido a una parte de su nube a la que no teníamos acceso. Os aseguro que han hecho un magnífico trabajo. Es condenadamente intrincada. Imbricada por toda la red con algoritmos de cifrado demoníacos. Es obvio que nuestro amigo Alberto Cifuentes no quería que lo descubriéramos.
En la pantalla aparece un dossier con el calificativo de máxima seguridad. Está firmado por Natalia Cifuentes. Es un trabajo que le encarga su padre en el que le solicita que realice un prolijo estudio de una lista de sesenta y cuatro personas. Son de supremo interés para el enigmático proyecto.
Natalia parece una mujer eficiente. El trabajo es minucioso y detallado. Se van sucediendo los rostros de los elegidos. Sus vidas diseccionadas, calibradas y evaluadas al detalle.
Cuando ya creemos haber visto suficiente, Campos da una orden clara, directa y concisa. Número diecisiete.
Y la imagen de mi rostro llena toda la pantalla.
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CAPÍTULO XVI
NATALIA
Madrid, 3 de febrero de 2332, doce años antes.
Se despertó desorientada. Había vuelto a suceder. Creyó que las pesadillas desaparecerían con la muerte de Alba, pero se equivocó. Su otro yo le había dado una pequeña tregua, pero no estaba dispuesto a desvanecerse para siempre.
Lo último que recordaba era el intenso frío de la noche. Acercar su rostro al lector de retina de la puerta de su casa, el zumbido que presagiaba la pérdida de consciencia y la entrada en un mundo extraño y perturbador. Primero la oscuridad, luego una luz intensa que le hería las pupilas y finalmente la certeza de estar sumergida en otra realidad.
Tampoco era capaz de recordar quién la había auxiliado en la calle y trasladado posteriormente a la seguridad de su apartamento. Era obvio que alguien la había depositado en su cama y activado el servicio médico domótico. No tenía demasiada relación con sus vecinos, pero cuando comprobara la grabación de su avatar virtual y descubriera la identidad de su salvador tendría que hacerle una visita y agradecerle infinitamente haberla librado de morir congelada en medio de la noche.
Pero todo a su debido tiempo. Para Natalia era prioritario consignar en sus archivos multicolores los recuerdos de la experiencia antes de que se fueran difuminando poco a poco hasta desvanecerse en el olvido.
Alba tenía un amante. No era el primero. En varias ocasiones había soñado relaciones sexuales con desconocidos. Sexo rápido y sin compromiso. Pero este vez había sido muy diferente. Todo conducía a pensar que les unía un vínculo muy especial. Como de costumbre, no era capaz de recordar todos los detalles del encuentro, solo retazos, imágenes, sensaciones.
Sin embargo, recordaba con nitidez una frase susurrada, repetida, una advertencia: no acudas a la cita de la Sierra. La premonición de un peligro. La culpa pesándole como una losa, asfixiándolo. Como si él ya supiese de antemano que estaba marcada, señalada para el sacrificio. La urgencia de sus besos. La delicadeza de sus caricias. La intensidad del miedo a perderla. La certeza de que sería su último encuentro.
Había algo familiar en su rostro desdibujado, en su voz, algo que no podía terminar de identificar. Esa impotencia para aferrar el recuerdo dejaba a Natalia alterada, nerviosa, inquieta. Porque intuía que podría resultar un dato esencial, revelador, demoledor.
Cuando creyó que todos sus difusos e inconexos recuerdos habían sido ya debidamente registrados dio la orden a su avatar virtual para que los guardase en su nube privada.
Con voz impersonal le informó de la fecha y hora de la última conexión. Todas sus alarmas interiores se activaron. No era posible. Pidió confirmación inmediata de ese dato, aunque ya sabia por experiencia que su avatar nunca cometía un error. Lo inimaginable había sucedido. Sabía que existía una probabilidad no nula de que ocurriese, de que alguien vulnerase su pequeño mundo, su refugio privado. Pero nunca pensó que ocurriría. Le habían asegurado que su sistema de seguridad era cuasi inviolable. Una falacia más que añadir a una larga lista de mentiras.
Con dedos temblorosos se movió por la red local de archivos buscando la prueba irrefutable de su terrible sospecha. Tenía el presentimiento de que el auxilio recibido en medio de la noche no había sido un acto tan humanitario como parecía a primera vista. Alguien se había aprovechado de su pérdida de conocimiento para colarse en su hogar y penetrar en su red privada.
La grabación de su avatar mostraba a un hombre de espaldas, castaño, de estatura media, pelo muy corto, vestido con ropas térmicas de buena calidad, que con sumo cuidado colocaba a Natalia sobre la cama y activaba con dedos ágiles el servicio médico domótico. La luz azulada del escáner se extendió sobre ella dotando a la habitación en penumbra de una luminiscencia fantasmagórica que impedía descu- brir el rostro del desconocido.
Un ligero movimiento del ángulo de giro de la cámara permitió adivinar un perfil de nariz recta y barbilla cuadrada; y posteriormente, descubrir unos ojos pequeños y astutos de un tono miel verdoso, no dejando lugar a la duda sobre la identidad del hombre que había osado transgredir la intimidad de Natalia.
El rostro de Marcos Valbuena llenaba en su totalidad el cuadrante de la pantalla flotante, convirtiendo en un hecho consumado su más funesto presagio. No solo había sido rastreada por su presa, sino que había estado a su merced durante una hora y catorce minutos exactos como le indicaba de forma inequívoca el cronómetro de la grabación.
De repente, fue consciente de la gravedad de la intromisión y sintió una oleada de pánico al pensar que pudiera haber leído sus archivos secretos. Sus más profundas confidencias, sus más ocultos temores, sus recuerdos más ignotos y sus sentimientos más íntimos.
Se sentía violada, rota. Ultrajada moralmente por un desconocido del que solo sabía que era un asesino potencial.
Un archivo de un color verde claro resaltaba frente al resto. La fecha y hora de creación se correspondía con el periodo en el que ella había estado inconsciente. Solo podía haber sido escrito por Marcos Valbuena. Un sentimiento de aprensión le recorrió todo el cuerpo, pero no pudo resistir la tentación de abrirlo.
Lo que no podía imaginar es que fuese una carta dirigida a ella. Aquella extraña misiva resultó ser una cita en toda regla. Proponía un encuentro en la Facultad de Filosofía. Una entrevista privada en un lugar que él consideraba neutral.
Su lenguaje era culto, cuidado, envolvente, peligrosamente sugestivo. Parecía sincero, franco, limpio, pero no podía fiarse de las apariencias. Un hombre inocente atormentado por unas pesadillas recurrentes en las que se sumergía durante periodos de tiempo intermitentes en los que perdía la consciencia. Y al despertar, solo retazos de recuerdos inconexos, imágenes, olores, rostros desdibujados.
Sabía que Natalia le espiaba. Al salir de la consulta del psiquiatra. En la universidad, confundida entre el alumnado. Camuflada al fondo de la sala de conferencias.
Al descubrirla frente a su casa, como una estatua en medio de la tormenta, se sintió amenazado y decidió plantarle cara. Según su relato, nunca había sido su intención colarse en su apartamento y mucho menos vulnerar su intimidad.
La carta era, en resumen, una declaración de buenas intenciones mezcladas con disculpas en apariencia espontáneas y veraces. Y, sobre todo, una exhortación a la colaboración mutua para poder desentrañar el enredo en el que estaban misteriosamente entrelazados.
Cerró el archivo de color verde manzana y dejó que el rostro de Valbuena llenase de nuevo la totalidad de la pantalla. Le estudió con detalle; sus ojos sagaces y astutos, su nariz recta, su frente ancha y su boca de labios ligeramente carnosos, intentando descifrar cuáles podrían ser sus verdaderas intenciones. Estaba sumamente confundida. Dudaba, recelaba, se negaba a confiar. Pero también era consciente de que, si él hubiese querido, podría haberla ejecutado en la impunidad más absoluta.
Una vez más, ordenó a su avatar que proyectase de nuevo la grabación completa. La puerta del apartamento se abrió y apareció Valbuena con Natalia en brazos. La sujetaba con tanta delicadeza que parecía imposible que ese hombre tuviera la intención de ocasionarle ningún daño. La depositó sobre su cama y dio órdenes al equipo médico para que la atendiera. Sentado a su lado la miró fijamente, fascinado, mientras esperaba tenso, nervioso, el resultado del diagnóstico.
Natalia observó también, estupefacta, la facilidad con la que había penetrado en su nube y cómo había accedido y leído sin ningún pudor sus diarios íntimos.
Y cómo, en una perfecta simetría, Valbuena estudiaba los rasgos de su rostro con la misma admiración y ternura que acababa de hacerlo Natalia con los suyos. Y entonces, muy a su pesar, fue consciente de que una atracción había surgido entre ellos.
Y supo que no tenía alternativa, que debía acudir a la cita. Y supo, con una certeza que le heló la sangre, que Marcos Valbuena no solo era el asesino de Alba sino también su atormentado amante.
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Ana Rodríguez Monzón