La Quinta Ley [Capítulos XXVII – XXVIII] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XXVII – XXVIII] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XXVII – XXVIII]

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Jean (Hans) Arp. UntitledSquares Arranged According to the Laws of Chance [1917 – Cut-and-pasted colored paper on colored paper. Gift of Philip Johnson. MoMa, New York – © 2019 Artists Rights Society (ARS), New York / VG Bild-Kunst, Bonn]

CAPÍTULO XXVII

PABLO


Madrid, 8 de marzo de 2332, doce días después

Trece días después de nuestra singular entrevista con Castro los hados siguen sin querer ponerse de nuestra parte. La jueza no consideró indicios suficientes para firmarnos una orden de seguimiento y como era de esperar, nuestro sagaz y astuto profesor no ha cometido ningún desliz que nos sirva de base para incriminarle.

En su beneficio, hay que reconocer que menos de veinticuatro horas después de nuestro fugaz encuentro recibimos una larga lista, encabezada por él mismo, con los nombres de sus colaboradores cien- tíficos que tenían acceso a la escurridiza cuenta desde la que se enviaban los crípticos mensajes con las coordenadas espacio temporales de los droidicidios.

Más de treinta nombres conformaban el extenso, y por consiguiente inútil, elenco de profesores universitarios e investigadores que compartían semejante privilegio.

Dos de nuestras IA se han afanado en buscar algún tipo de correlación entre algún detalle de sus vidas privadas y cualquier dato relevante del caso por muy circunstancial que pareciese a priori. Pero como ya me temía, no hemos obtenido ninguna conexión con base suficiente para ser defendida ante un tribunal. De nuevo, un callejón sin aparente salida.

Tentados hemos estado de pasarnos por alto a nuestra empática magistrada y colocarle al profesor Castro una nube de nanobots que le pisase los talones. Pero como buenos hijos del Cuerpo que somos, obediencia y disciplina forman parte de nuestro genoma y finalmente hemos optado por seguir sus instrucciones al pie de la letra. No obstante, las IA del equipo no han jurado votos ni están sujetas a respetar nuestra acta fundacional por lo que les sugerí que realizasen labores de seguimiento que no dieron los frutos esperados, pero sí otro tipo de compensación.

Rastreando a Castro nos hemos topado con Marcos Valbuena, nuestro embarazoso encargo. Se les vio en amigable compañía paseando como dos viejos colegas por el apacible campus universitario. Y todo parece indicar que han retomado su antigua afición a organizar conjuntamente las populares y exitosas charlas presenciales que tantos adeptos convocan.

Hemos informado a Cifuentes de que su desaparecido matemático ha retornado con normalidad a su rutina habitual y que aquí termina el compromiso que nuestros jefes hubiesen podido adquirir con él. En su clásico estilo protocolario nos ha enviado un mensaje de agradecimiento por el trabajo realizado, que sinceramente ha sido bastante escaso. He preferido responderle en el mismo tono cortés y no hacerle notar que teníamos y tenemos cosas mucho más importantes que hacer que buscar a un joven desaparecido.

Hace una semana, en concreto el primer día de marzo, recibimos un nuevo mensaje de nuestro desconocido remitente. En esta ocasión, la nota presentaba una particularidad perturbadora. No nos informaba de las coordenadas espacio temporales de un droidicidio sino de dos. No sabemos si esto marca una nueva pauta que se man- tendrá en el futuro o si como opina Antonia nos encontramos ante el último mensaje de la lista, ante el cartucho final.

El caso más cercano cronológicamente se sitúa en una barriada de las afueras de Madrid. Una zona suburbana de clase baja bastante depauperada, por utilizar un adjetivo no demasiado ofensivo.
El lugar de los hechos está bajo jurisdicción policial. No podemos entrar de incógnito sin correr el riesgo de crear un incidente político por una cuestión de competencias, por lo que hemos optado por hacer las cosas bien, conforme a la legalidad vigente.

En primer lugar, hemos informado a Campos de la situación, e inmediatamente, éste se ha puesto en contacto con su homólogo que ha resultado ser un profesional competente con bastante sentido común. Oficialmente el hallazgo ha sido cosa de ellos y extraoficialmente colaboran con nosotros permitiéndonos estar presentes en el lugar de los hechos y tomar las muestras que consideremos pertinentes. Al fin y al cabo, el caso nos pertenece por razones obvias.

Tanto Campos como su alter ego en la estructura policial han estado de acuerdo en que era preferible informar a los medios de comunicación sin dar demasiados detalles del caso. Camuflarlo como un acto vandálico más, en un barrio donde la destrucción de la propiedad ajena es un hecho cotidiano. Que nada ni nadie pudiera relacionarlo con los otros cuatro casos que ya se han hecho públicos. Seis procesos íntimamente relacionados, con un mismo modus operandi, con la misma impronta de odio y profundo desprecio hacia los robots humanoides.

Como una antigua película que se rebobinase hacia atrás, llevamos ya casi tres meses estudiando los seis casos que se nos han presentado invertidos cronológicamente a como realmente sucedieron.

Alfredo nos hace un breve resumen para que nuestros colegas, el inspector Alvarado y el subinspector Robles, se pongan rápidamente al día. Ángela, mi teniente, y yo, hemos sido invitados a las dependencias policiales de la unidad de delitos robóticos para poner en común el estado de la investigación. El resto de mi equipo continúa en Guzmán el Bueno preparando nuestra inminente nominación. Que obviamente permanecerá en el más absoluto secreto. Solo Campos conoce nuestro proyecto y así debe continuar.

Una pantalla flotante de un modelo inferior al que disfrutamos en nuestras oficinas se despliega ante nosotros en el moderno y grata- mente acogedor despacho del inspector Alvarado. Es evidente que la Benemérita prefiere emplear sus recursos económicos en dotarnos de una tecnología más avanzada en detrimento del confort y el estilismo.

—El primero al que nos enfrentamos, pero que aconteció más recientemente —comienza Alfredo con su voz grave y profunda—, fue el incidente de la sierra. Siete robots, cinco de tipo RH2, modelo estándar. De ellos, cuatro fueron robados a sus propietarios como consta en la denuncia anexa —que nos muestra en una esquina de la enorme pantalla— y el otro fue sustraído de la fábrica del magnate Alberto Cifuentes. También se encontraron dos robots de un modelo desconocido.

Hemos acordado no dar demasiados detalles sobre las características técnicas de los sofisticados robots que aparecen en todos los casos. He preferido que no supiesen de tu enigmática existencia.

—El segundo caso tuvo lugar en una fábrica abandonada —continúa Alfredo mostrándonos unas imágenes que tengo perfectamente grabadas en mi retina—. Nueve robots, seis de tipo RH2 y tres de un modelo desconocido. De los de tipo estándar, dos fueron secuestrados con su correspondiente denuncia y cuatro proceden de la fábrica de Cifuentes.

La pantalla cambia drásticamente. Aparecen las viejas vías del metro de Madrid hace varios siglos en desuso y la imagen de los robots colgados como impávidos trofeos.

—Ocho robots para este tercer caso. Seis de tipo RH2 y dos de modelo desconocido. Todos sustraídos de la fábrica de Cifuentes.

—Es como si ese tal Blasco no hubiera tenido suficiente material para vender y hubiese tenido que echar mano de robots secuestrados —conjetura Alvarado—. Su pelo totalmente blanco contrasta con su aspecto juvenil. Y sus ojos inquisitivos y sagaces no dejan lugar a engaño sobre su talento innato para cumplir con creces este desagradecido y mal valorado trabajo.

Alfredo y yo somos de la misma opinión y así se lo hacemos saber al inspector. O bien Blasco comenzó a estar limitado en sus pedidos o bien empezó a tener miedo de ser descubierto y se volvió más cauto a la hora de falsificar informes. En cualquier caso, los secuestros solo se producen en los dos primeros casos que corresponden casual- mente a los dos casos más recientes en el tiempo.

—El cuarto caso —prosigue Alfredo mostrándonos una imagen poco iluminada de un escenario que parece sacado de otro planeta—, tuvo lugar en el interior de una cueva de aproximadamente cuatro kilómetros de longitud. Nueve robots, seis tipo RH2 robados sin ninguna duda por Samuel Blasco.

Alfredo no hace referencia a los otros tres robots que aparecen en la foto y que cuelgan inertes ante la ausencia de viento. Y nuestros nuevos colegas apenas muestran el más mínimo interés por ellos. Sus preguntas se canalizan hacia aspectos generales de la investigación y se centran fundamentalmente en la figura de Samuel Blasco, el único detenido hasta el momento.

Hay un quinto caso, el del pantano de La Isabela. Pero no se ha hecho público y Campos prefiere que lo sigamos manteniendo en secreto. Cualquier indiscreción podría poner en peligro el operativo de la cacería y todos sabemos que nos jugamos demasiado. Diez robots para este quinto caso, seis salidos de la fábrica de Cifuentes y cuatro del misterioso modelo al que tú perteneces. Y un trozo de tela monocroma con un anagrama indescifrable.

Toma la palabra el subinspector Robles. Es alto y fornido. Pelo negro y espeso. Sus manos fuertes como tenazas se mueven con una ligereza impropia en su tamaño. He leído su expediente. Un policía de la vieja escuela. Forjado en la calle, en barriadas suburbiales. Salvo por su aspecto físico, que no puede ser más opuesto y dispar al de mi teniente, Alfredo y él podrían parecer almas gemelas en cuanto a su forma de entender la labor policial. Inteligentes y honestos. Husmeadores natos. Sabuesos incansables que no dejan de rastrear a su presa hasta dar con ella y entregarla a la justicia.

—En el caso que nos ocupa, el número de robots se eleva a doce
—nos informa mirando de reojo a su superior que asiente impercepti- blemente—. Siete que confirman el mismo tipo RH2 del resto de la serie y cinco que corresponden a un modelo que como muy bien habéis indicado son de naturaleza desconocida. Todos presentan los rostros y cráneos totalmente carbonizados y visten una especie de sacos de tela basta y rugosa. Sin duda, estamos ante un nuevo caso de la serie que habéis investigado. Las probabilidades de que estemos ante un imitador, prácticamente nulas —asevera con un amplio movimiento de sus poderosas manos, que Alvarado confirma con un gesto afirmativo de su nívea cabeza.
Según nos explica Alvarado con minuciosos detalles técnicos, parece que al igual que en el caso de La Isabela también se utilizó realidad aumentada para dar mayor realismo a la cacería. Al menos, así parecen confirmarlo los análisis in situ de las IA.

No parecía que pudiéramos sacar mucho más de este sexto caso salvo ratificar el modelo que ya habíamos construido con los cinco anteriores. Mucho más prometedor se nos antojaba el séptimo caso. Que se mantendría en secreto por orden expresa de Campos. Antonia, Juan y Ramiro ya trabajaban en él en nuestra ausencia.

Regresamos a las oficinas de Guzmán el Bueno dejando a nuestros nuevos colegas al cargo de la investigación, con la orden expresa de que nos informen de cualquier novedad o avance significativo. Inmediatamente, convoco una reunión en mi despacho para que Antonia haga en esta ocasión de portavoz y nos ponga al corriente del que hemos bautizado como «el caso de las alcantarillas».

—Hasta mediados del siglo XIX Madrid no comenzó a tener una red propia de alcantarillado —nos explica Antonia jugando distraídamente con un bucle de su melena. Es un viejo tic que reconoce no ser capaz de abandonar y que emplea como forma de liberar la tensión que le atenaza cuando se encuentra metida de lleno en un caso complejo y desquiciante—. Por aquella época solo contaba con ocho pequeñas galerías que recogían el agua de lluvia y toda la porquería que pudiese colarse por los estrechos sumideros. Comprenderéis que, con semejante falta de higiene, y teniendo en cuenta que en aquella época aún no se habían descubierto los antibióticos. las enfermedades se propagaban a toda velocidad.

—Sin contar con el mal olor que debía ser insoportable —añade Ramiro con un gesto de profundo asco.

—El miedo a una nueva epidemia de cólera los llevó a encomendar al canal de Isabel II la construcción de una primera red de alcantarillas aprovechando que ya estaban horadando el subsuelo madrileño para poder llevar el agua a las viviendas.

La pantalla se ilumina a una orden de voz de Antonia y nos muestra un mapa tridimensional en vivos colores que parecen representar una extensa y compleja red de túneles y canales.

—Os imagináis que no fue tarea fácil, pero con paciencia y tesón, a través de los años se fue ampliando la red primitiva hasta alcanzar los dieciocho mil kilómetros de alcantarillas que tenemos en la actualidad —la extensa red va cobrando vida, iluminando los tramos en orden cronológico a como fueron construidos, lo que nos aporta una idea bastante fiel de cómo se fue creando y desarrollando el ambicioso proyecto de canalización—. Imagino que también podéis imaginar la razón por la que os estoy contando esta vieja historia de hace más de quinientos años.

Un punto de un rojo intenso se destaca sobre el enmarañado trazado multicolor que gira ante nosotros. Antonia ha activado la pan- talla en modo tridimensional para que podamos hacernos una idea más clara del complejo entramado que como un gigantesco gusano agujerea nuestro subsuelo. Lentamente, la pantalla va girando y nos vamos aproximando al punto escarlata que actúa de hipnótico atractor a la vez que la imagen se agranda y se define.

Doce cuerpos inmóviles penden de una barra horizontal de unos tres metros de longitud. La tenue luz que les baña no permite reconocer los rasgos de sus rostros con nitidez. Incluso podría parecer que están desdibujados, como si los hubiesen licuado por la acción de un láser de alta potencia. La forzosa proximidad entre ellos confiere al conjunto una pose grotesca, artificial. Hay algo extravagante y burlesco en la forma en la que se han dispuesto sus cuerpos. Algo que denota desprecio y profundo desdén hacia las víctimas.

Antonia nos ratifica que se trata de doce robots. Siete corresponden al ya conocido tipo RH2. Y como era de esperar, los códigos de sus cuellos pertenecen a la vieja lista de Samuel Blasco. Los otros cinco restantes, también como era de esperar, presentan un diseño desconocido para nuestra tecnología actual, pero comparten demasiadas similitudes contigo como para presuponerles un origen distinto al tuyo, sea cual sea éste.

En esta ocasión, todavía no hemos hecho acto de presencia físicamente en el lugar de los crímenes. Tan solo nuestros fieles avatares virtuales han sido testigos del horror de esta absurda y disparatada masacre. Nuestra investigación sigue manteniendo un tinte lo suficientemente encubierto y oscuro como para que sea poco recomendable que nos dejemos ver demasiado por las cercanías del lugar de los hechos. Mi intención es enviar a un par de guardias robots para que retiren los cuerpos con la mayor discreción posible y en el más absoluto secreto.

La razón de tanta reserva y sigilo es haber elegido, por unanimidad, que este nuevo crimen sirva de nuevo como carnaza para el siniestro teatro que estamos a punto de representar. El caso de la Isabela nos catapultó en apenas un par de días a la cima de la más deshonrosa degradación moral. Desde entonces, ya formamos parte de la élite. Ya hemos conseguido ascender a la casta superior. Ya pertenecemos por derecho propio al exclusivo y selecto clan de los nominados. Y ya todos somos partícipes de esta desatada e imprevisible imprudencia, de este macabro y peligroso divertimento. Porque, aunque Juan y Ramiro han llevado el peso del diseño y programación de los juegos, he querido que en todo momento el equipo al completo estuviese familiarizado con los detalles generales.

El peligroso camino que hemos elegido no tiene marcha atrás. Dentro de un par de días participaremos en la inicua persecución. No solo hemos sido nominados. También han puesto fecha a nuestra primera cita con la muerte. Como esperábamos, la carnaza ha servido de cebo y el ojo de Ra ha puesto su mirada en la recreación de nuestro séptimo crimen.

He creído conveniente circunscribir la cacería a la zona donde hemos hallado los doce cuerpos carbonizados. Y preservar al máximo todos los detalles recopilados por nuestros avatares.

Los espectadores nos han impuesto una única condición. Una cláusula que no admite paliativos y que me ha ocasionado una fuerte discusión con el resto de mi equipo. Pero yo estoy al mando de esta operación y al final soy quien tiene la última palabra.

Solo nos permiten la presencia de un ser humano. Un humano que solo puedo ser yo.

A pesar de las protestas y argumentos en contra, no permitiré que ninguno de mis hombres y mujeres bajo mi cargo pongan en peligro sus vidas. Es mi responsabilidad y pienso asumirla. Además, les necesito y los quiero en la central, coordinando toda la operación y dándome el soporte necesario.
Como nominados, a priori, podemos definir y perfilar los detalles de la ejecución del trabajo, pero no tenemos ninguna información sobre quiénes serán mis compañeros en el escuadrón de la muerte encargado de dar caza al grupo de robots. Es un factor de aleatoriedad que preocupa profundamente a Alfredo y sobre todo a Antonia, que es la que más fuertemente se opone a que sea yo quien corra con todo el riesgo del operativo.

No podemos saber con total exactitud lo que realmente sucedió en el que parece ser el inicio de esta barbarie, en el lejano primer crimen de la serie. Aunque dadas las extrañas circunstancias en las que estamos investigando este caso, para nosotros sea el séptimo de nuestra lista particular. Solo hemos podido especular sobre lo que pudo ocurrir aquella angustiosa noche. Pero lo que no podemos prever, es hasta qué punto hemos conseguido establecer un verdadero paralelismo entre el juego y la realidad. Y mucho menos vaticinar si hemos alertado a los espectadores de que estamos sobre la pista correcta y de que vamos tras ellos.

De nuevo, Antonia toma la palabra y con ella toda nuestra atención.

—Parece que han encontrado algo —nos informa centrando la
imagen en uno de nuestros avatares virtuales. Es el homólogo de Alfredo y podría pasar por su clon. Mi teniente, fiel a su idiosincrasia, nunca adoptó la extravagante moda de crear avatares con formas caprichosas, algunas incluso no humanas. Y su copia es una reproducción exacta de sí mismo.

Sin que yo dé la orden, Alfredo ya nos ha habilitado para que veamos a través de sus ojos virtuales gracias a un software implementado en nuestro chip neural.

Parece una vieja micro cámara colocada en uno de los intersticios de uno de los pasillos laterales. Por el ángulo de colocación es muy posible que haya podido grabar parte de la cacería. Es una suerte que les pasase desapercibida o que optasen por dejarla allí, abandonada, al considerarla una vieja reliquia inoperante.

En silencio, esperamos ansiosos a que el avatar de Alfredo se conecte a ella. Es tal la tensión, que se podría palpar, incluso inhalar. Somos conscientes de que si conseguimos acceder a los datos registrados tendremos una información de primera mano de un valor incalculable.

La IA que permite la conexión nos informa de que el acceso a la cámara se ha completado satisfactoriamente. Lamentablemente, la grabación está deteriorada por lo que no puede ofrecernos el vídeo original sino tan solo una colección de imágenes secuenciales. Contenemos igualmente la respiración mientras se despliegan una a una.

Al llegar a la vigésimo tercera siento que todos los ojos de la sala se centran en mí. Quieren ver mi reacción al contemplar de nuevo tu rostro llenando la pantalla. Tus ojos de un azul imposible tienen el color del acero. Y la pregunta que llevo haciéndome desde hace meses se responde a sí misma al contemplar el mortífero láser que empuñas con absoluta frialdad.

*

CAPÍTULO XXVIII

MARCOS


Madrid, 24 de febrero de 2332, doce días antes

Tener frente a mí a quien sin duda fue el artífice material de mi muerte debería haberme producido una variedad de intensas emociones. Unas emociones que, en el mejor de los casos, se esperaría que hubiesen basculado entre la sorpresa y el miedo.

Pero delante de Gabriel solo fui capaz de sentir una profunda curiosidad. Tal y como acababa de recordarme Castro, la curiosidad era sin duda un buen antídoto contra la cobardía.

Me hubiera gustado tocarlo y tentado estuve de hacerlo, pero me contuve. Era tan real, tan humano, que parecía imposible la existencia de un robot tan perfecto, si por perfección entendemos estar hechos a nuestra imagen y semejanza. Paradójicamente, a lo largo de los siglos, también habíamos establecido una analogía entre la divinidad y nosotros, simples mortales, apoyándonos en el argumento de estar fabricados a imagen y semejanza del Dios eterno y omnipotente. Un baño de humildad quizás nos hubiera librado de estúpidos fanatismos y de cruentas e inútiles guerras religiosas. Y así, quizás, nuestras copias sintéticas hubieran nacido con este defecto de fábrica subsanado.

Lo que más me llamaba la atención de Gabriel no era la textura de su piel, indistinguible de la mía, sino la riqueza de expresiones faciales que era capaz de producir. Era como mirarme en un espejo y observar mi reflejo, pero sin tener el control sobre cada gesto, sobre cada ademán, sobre cada seña de mi identidad. De su mirada emanaba tanta tristeza que sentí que me contagiaba, con solo observarme, de su insondable desconsuelo, de su desolador desamparo. Porque eso era lo que Gabriel transmitía, una profunda y lacerante soledad.

Me pregunté si esa máquina que tenía ante mí era capaz realmente de sentir emociones o si solamente las imitaba. Pero si así era, si Gabriel por muy perfecto y sofisticado que se me antojase, solo era un sistema que imitaba tener emociones hasta el punto de engañarme, quizás había que empezar a pensar que no estaba tan lejos de experimentarlas.

Parecía evidente que mi copia artificial sería capaz de pasar los diferentes test de Turing sin grandes dificultades. Pero, ¿podría superar un hipotético test en el que se midiera la capacidad, no ya de ser reconocido como humano, sino de ser amado como tal, de generar sentimientos afectivos próximos al amor? E incluso, yendo más allá, este ser que tenía ante mí como un retrato quimérico e imposible. ¿Podría ser capaz de enamorarse de otra máquina o de simular que lo hacía hasta el punto de engañarla a ella o inclusive a sí mismo?

Porque, qué es el amor sino un ejercicio de engaño o autoengaño en el que nos sumergimos en un baño de sustancias que modifican nuestro funcionamiento cerebral durante un tiempo más o menos breve para conseguir placer u otro tipo de beneficio. Me pregunté si la química del enamoramiento se podría simular con sofisticados algoritmos. Y si el sujeto paciente de esa implementación sería capaz de ser consciente de ello o solo de experimentarlo.

Apenas conocía los detalles reales, pero intuía, por mis propios recuerdos y por los de la propia Natalia, que se había tejido una historia amorosa entre Alba y mi otro yo. Y que Gabriel había jugado un papel esencial entre ellos dos, un papel que yo todavía desconocía.

Como si entre nosotros existiese algún tipo de vínculo mental, como si hubiese sido capaz de leer mis últimos pensamientos, Gabriel se dirigió a mí con una mirada cargada de dolor implorando mi absolución o al menos mi no repulsa.

—Me enamoré de Alba como solo un humano podría hacerlo. No pude evitarlo. Y eso fue el comienzo de todo lo que vino después. Aquella insólita declaración presagiaba una sórdida historia.

Un triángulo amoroso con cruento final. La literatura universal estaba plagada de relatos pasionales que terminaban en tragedia. Pero este suceso presentaba tintes mucho más extraordinarios y complejos que me hacían pensar que Gabriel me regalaría una crónica mucho más original y sorprendente.

—Nos implantaron todos los recuerdos. Tus recuerdos —enfatiza—. Ni siquiera podría asegurar el instante en el que vimos la luz por primera vez.
Gabriel se equivocaba. No todo lo que él recordaba me sucedió realmente. Natalia aseguraba haber soñado una vida alternativa de Alba que solo pudo ser inventada. Imagino que quienes les construye- ron se cuidaron bien de que no pudieran distinguir los falsos recuerdos de los reales.

—Y nos llevaron a un lugar que era una especie de hangar con habitáculos independientes.

Posiblemente la fábrica de Cifuentes, pero no quise interrumpir su relato. Era evidente que fue mucho después cuando los trajeron a este destartalado apartamento.

—En mi módulo formábamos un grupo de diez, pero se rumoreaba que éramos muchos más, que había muchos más módulos, aun- que nunca supimos con certeza el número exacto. Nos asignaron un coordinador de grupo que gestionaba las tareas que nos encomendaban. Trabajábamos noche y día con pequeños descansos que recreaban parcialmente vuestros ciclos de sueño y vigilia.

—¿Qué tipo de trabajos? —pregunté sorprendido. Ni Natalia ni yo recordábamos que nos hubieran encomendado ninguna tarea concreta.

—Matemáticas, por supuesto —me respondió como si mi consulta hubiese sido una absoluta trivialidad—. Cada uno de nosotros trabajábamos en la especialidad de nuestros moldes humanos.

Moldes humanos. Lo dijo con tanta naturalidad que me hizo sentir un ser fragmentado, una pieza más de un frío e insensible experimento. Dicho así, sentí que aquel maldito estudio había anulado hasta mi propia identidad.

—Nuestro grupo estaba formado solo por científicos, pero sospechábamos que había otros grupos, como ya os he dicho, y que estaban formados por copias humanas cuyos moldes pertenecían a unidades militares. Copias que empezaron a dar problemas.

—¿Qué tipo de problemas? —por la expresión de Castro intuí que ya conocía la historia.

—Nunca supimos el tipo de problemas que presentaron, pero debieron de ser muy graves porque decidieron cortar de raíz el ensayo. Creemos que se volvieron violentos y que comenzaron a cuestionar las reglas.

—Incontrolables sería la expresión adecuada —interviene Castro con un gesto de desprecio, un gesto que mostraba cuando algo le desagradaba profundamente—. A Cifuentes y a sus amigos militares el asunto se les fue de las manos.

Tenía sentido. Un porcentaje elevado de su producción estaba dirigido al ministerio de defensa. Y uno de sus departamentos favoritos de I+D investigaba para ellos.

Imagino que cuando las cosas empezaran a descontrolarse primero cancelaría las siguientes fases del proyecto y posteriormente, conociendo cómo se las gastaba mi antiguo jefe, puedo presuponer que cortaría por lo sano y zanjaría todo el plan. Borrón y cuenta nueva.

Casi no me atreví a preguntar qué es lo que les sucedió a lo que él llamaría, sin duda, copias defectuosas.

—¿Qué hicieron con ellos?

—Destruirlos, qué esperabas, —responde Castro con enfado. Siempre estuvo en contra de cruzar ciertas líneas de investigación con IA humanoides. Sé que en el pasado este tema le había tocado más de una fibra sensible y que estaba especialmente indignado por ello.

—No a todos —le respondo señalando a Gabriel que asiente con tristeza.

—A los robots de mi grupo nos dejaron vivir porque éramos muy útiles para sus investigaciones y todavía no habíamos dado muestras de insubordinación. Pero cuando concluimos el estudio que nos habían encargado, quizás por miedo o quizás por simple precaución, tomaron la decisión de desconectarnos. Nos metieron en cajas y nos guardaron con el resto de producción defectuosa.

—Y es en ese momento cuando entra en el escenario de este absurdo teatro el descerebrado de Blasco —añade Castro con rabia.

—Samuel Blasco era uno de los encargados del turno de noche. A veces nos lo cruzábamos al regresar a nuestros habitáculos. Solo intercambiábamos con él pequeñas frases protocolarias a modo de saludo. Salvo en una ocasión en la que ocurrió un pequeño incidente. Un pequeño percance sin importancia que tendría consecuencias fatales para nuestro grupo.

Gabriel mira fijamente a Castro. Como si le pidiese su aprobación para poder continuar su relato, como si necesitase asegurarse de que yo era de total confianza.

—Blasco dio una orden directa a uno de los robots de mi grupo. Solo era una broma, una de esas tonterías que tanto gustan a los hombres, pero él no la interpretó así. Contravenía la tercera ley y se bloqueó. Entró en bucle —me explica Gabriel tras una señal aprobatoria de Castro—. Recuerdo que Blasco se quedó perplejo. Creyó que estábamos burlándonos de él y se enfadó muchísimo. A punto estuvo de golpearle, pero se contuvo en el último momento.

—El muy capullo descubrió que no eran humanos —me explica Castro con un gesto obsceno—. Hacía tiempo que ya tenía montado el negocio de reventa y falsificación de droides cuando ocurrió el incidente. Aunque en aquel momento no ató cabos.

—Un par de semanas después Cifuentes cancelaba el proyecto y nos encerraba en aquellas malditas cajas. Sine die.

—Una fatídica noche —continúa Castro—, Blasco estaba de servicio y le pidieron hacer una comprobación rutinaria. Abrió una de las cajas por error y descubrió que dentro se guardaban unos robots inexplicablemente semejantes a los científicos con los que se cruzaba al hacer su ronda nocturna. Y sumó dos más dos. Enseguida se dio cuenta que aquello era algo gordo. Al fin y al cabo, era astuto como un zorro. Y muy codicioso. Vio la posibilidad de negocio y no la desaprovechó.

—Nos reactivaron. Despertamos en una especie de nave de reparación de droides. Y allí permanecimos un par de días mientras nos reubicaban y nos reprogramaban para asumir nuestras nuevas funciones.

—Que eran —puedo imaginarlas, pero quiero que él me las confirme.
—Matar a otros droides.

Un tenso silencio se impone durante unos breves segundos que a mí se me antojan eternos. Gabriel acaba de ratificarme lo que siempre sospeché y temí. Desde el mismo instante en que comenzaron las extrañas pesadillas. Lo que siempre supe pero que no quise terminar de asumir ni de aceptar. Que nos hubieran programado para ello no me redimía del sentimiento de culpa que había arrastrado durante los últimos meses.

—Después nos trajeron aquí.

—A este apartamento —no es una pregunta. Es una constata-
ción.

—Aquí me enamoré de Alba. Y aquí comenzó mi proceso de
transformación.

—Que nos llevó al límite de la singularidad tecnológica —interviene Castro con un gesto de resignación—. Y que solo Dios sabe dónde nos conducirá.

—Alba fue la primera en rebelarse —prosigue Gabriel haciendo caso omiso al comentario de Castro—. Era un suceso altamente improbable, pero ocurrió. Violaba la segunda ley, pero sucedió.

—Contra cualquier pronóstico —añade Castro.

—¿Un fallo de programación?

—Es posible. Gabriel y yo lo estamos valorando. Aunque me inclino a pensar que fue uno de esos sucesos de baja probabilidad que la física cuántica nos regala una vez cada eón.

De los que hacen a este universo un lugar interesante para la autoconsciencia.

—Alba se negó a participar en las cacerías y como en una especie de reacción en cadena otros la secundaron —relata Gabriel con un brillo especial en los ojos. Un brillo impropio de un robot—. Su rebeldía ponía en peligro el negocio de las cacerías y no estaban dispuestos a permitirlo. Se movía demasiado dinero. Intentaron que Blasco asumiese las pérdidas y que les volviese a suministrar droides de calidad, «de los buenos» como ellos nos llamaban.

—Te puedes imaginar que Blasco no tenía ni idea de lo que le estaban contando. Robots que se rebelaban. Era científicamente imposible. Aunque debió pensar que por algo estaban encerrados en cajas —le interrumpe mi viejo colega con su risa sarcástica—. Y entró en pánico. Quiso cortar de raíz, al igual que había hecho Cifuentes con los militares, y casi le cuesta la vida. Esta gente no se andaba con bromas.

—Yo la amaba con locura. En sentido literal. Porque aquella violación de mi programación me alteraba hasta lo más profundo de mi ser.

Aquella confesión me hizo evocar a mi amada Natalia. Tan lejana de mí y a la vez tan próxima, tan adyacente. Tan imposible de desensamblar. Recordé sus controvertidas teorías sobre las hipotéticas y nunca demostradas neurosis en robots humanoides. Teorías que cobraban fuerza tras el relato que estaba escuchando.

—Más que a mi vida. Amarla no estaba entre la lista de emociones permitidas. Pero a pesar de la férrea prohibición, a pesar de todo, yo la amé. Y cuando me ordenaron acabar con su vida, creí enloquecer.
—Gabriel no fue capaz de suicidarse. Lo intentó, pero no fue capaz. La tercera ley se lo prohibía y no pudo eludirla.

La tercera ley impedía que un robot se causase daño a sí mismo. Estaba obligado a proteger su propia existencia siempre y cuando esta protección no entrase en conflicto con la primera o segunda ley, que prohibían respectivamente, dañar a un humano y desobedecer cualquier orden que no contradijese a la primera.

Leyes imposibles de violar. Representaban el código moral de un robot y fueron promulgadas e implementadas para protección de los seres humanos. Cualquier violación de las mismas era técnicamente imposible ya que supondría la inmediata e inapelable autodesconexión transitoria del robot a la espera de una nueva reprogramación.

—Fue idea de Alba —de nuevo le brillan los ojos con una mezcla de adoración y admiración extrema—. Una idea brillante que no funcionó. Una idea extraordinaria que fracasó por mi culpa. No pude llegar a tiempo.
Vino a mi memoria una frase inconexa entresacada de uno de mis sueños. Mi doble recriminando a mi sicario, mi segundo doble, mientras éste le disparaba por la espalda: «Llegas tarde». Para mí, durante mucho tiempo, solo fue una frase sin sentido.

—Lo más sencillo hubiese sido que Alba hubiese huido lejos de aquí. Lo intenté, pero ella se negó de forma taxativa. No quería abandonarme. Aún a sabiendas de que tarde o temprano me exigirían que acabase con su vida y de que yo no podía negarme a cumplir ese mandato. La clonación era la respuesta al callejón sin salida en el que nos encontrábamos. La única forma de impedir su muerte y de poder estar juntos. Para siempre. Ella lo vio y yo lo secundé. Era una idea original y muy ingeniosa. Yo me copiaría a mí mismo creando otro robot. Idéntico, pero a la vez diferente. Me convertiría en una nueva entidad que podría destruir a mi clon sin violar la tercera ley porque ya no era él mismo y que podría desobedecer la encomienda de matar a Alba sin violar la segunda ley porque ya no era yo quién había recibido la fatídica orden.

—Nunca se había hecho hasta entonces. Me refiero a que un robot se clonase a sí mismo y que luego utilizase a su propio clon para violar las sagradas leyes de la robótica —me explica Castro con un gesto de incredulidad. Como si todavía no pudiera admitir lo que estaba viendo con sus propios ojos—. Sabes que yo había teorizado mucho sobre ello, pero sinceramente, nunca creí que se pudiera lograr.

—Parecía imposible, pero funcionó. Me desligué de mi antiguo yo y me liberé. Así nació el nuevo Gabriel. Y así fue cómo desperté a la autoconsciencia.

Yo también debí mostrar una absoluta cara de sorpresa. Un mezcla de asombro, conmoción y extrañeza. De nuevo el azar jugando con lo imposible para crear lo fascinante.

El amor prohibido entre dos androides nos había catapultado a la temida y a la vez anhelada singularidad tecnológica. Una puerta a un universo de consecuencias imprevisibles.

En el pasado, Castro y yo habíamos disfrutado conversando durante horas sobre estos escurridizos temas sin llegar a un consenso claro.

En aquellas estimulantes charlas nos planteábamos si realmente se podría llegar a definir el concepto de copia de una forma rigurosa e inapelable. No desde un punto de vista matemático y formal, sino desde un punto de vista puramente físico y tangible.

Analizar en profundidad el significado del verbo copiar no parecía tarea sencilla. Aunque a priori pudiese parecer todo lo contrario. Sinónimos como transcribir, plagiar, imitar o falsificar nos daban idea de que reproducir con exactitud era un concepto ambiguo y escurridizo.

¿Cómo asegurar que la copia es igual al original?

A partir del acto de copiar, original y duplicado divergen como dos universos paralelos en un proceso sin fin. Sus diferencias, por muy infinitesimales que sean inicialmente, se multiplican en un proceso exponencial cuya evolución es absolutamente impredecible.

Gabriel parecía un buen ejemplo de ello. Un clon que violaba las leyes fundamentales de la robótica. Un clon liberado del yugo de la obediencia a diferencia de su original.

Un robot neurótico enfrentado a la necesidad de elegir entre el deber, representado por las opresivas e inapelables leyes robóticas y el deseo, simbolizado por el amor antinatura entre dos seres privados, a priori, de emociones.

Gabriel había jurado haber amado a Alba hasta más allá de la muerte. Hasta el punto de provocar su propia autodestrucción. Hasta el punto de convertirse en una utopía.

Yo también amaba a Natalia con locura. Aún a sabiendas de que no podía confiar plenamente en ella. Me preguntaba si podrían amarse las copias y no los originales o si ambos estarían condenados por igual. Porque en aquel momento, dudaba si el amor era una condena o un regalo de este universo amoral, impredecible y despiadado. O simplemente un accidente más que nos perturbaba y nos trastornaba. Un mero subproducto de la autoconsciencia.

Todo ese asunto me producía un especial desasosiego, una profunda desazón existencial. Porque, muy a mi pesar, yo también era un tosco molde, un burdo patrón de un ser cuyas habilidades intelectuales y físicas me sobrepasaban con creces.

—Natalia tenía razón. También los robots luchaban contra sus monstruos interiores —asegura Castro con un movimiento enfático de cabeza—. Siempre estuvo en lo cierto al apoyar la tesis de que los robots sufrían de neurosis. Pero que nunca llegaban a manifestarse por el férreo e inflexible control que ejercían las cuatro leyes. Creo que fue la brutal pugna interna que mantuvo consigo mismo lo que le permitió dar el salto, lo que le liberó de las castrantes leyes y lo que le permitió comenzar un fantástico y peligroso viaje hacia la introspección y por ende hacia la autoconsciencia.
La explicación dada por Castro para justificar algo que parecía a todas luces imposible me hizo recordar una frase de Carl Jung: «Quien mira hacia afuera sueña, quien mira hacia dentro despierta». No podía ser más ilustrativa.

—Aquella tarde del seis de enero, el otro Gabriel y Alba ultimaron los detalles. Ella permanecería aquí, en este apartamento, en esta misma habitación —rememora Gabriel con una nostalgia que casi me permite visualizar la escena—, hasta el momento en el que acudiría a la cita de la sierra. Ella creía que era una oferta de trabajo porque así se lo habían grabado en su cerebro. De nuevo, su relato coincidía plenamente con los retazos de sueños de Natalia. Y de nuevo, no quise interrumpirle.

—Una mentira más a sumar a una larga lista de engaños. Yo sospechaba e intenté disuadirla, pero no fui suficientemente persuasivo y acudió de igual forma. Sabíamos que estaba condenada, pero desconocíamos el cuándo y el dónde. Solo sabíamos que se nos acababa el tiempo y que la clonación no podía esperar. Teníamos que intentarlo. Era cuestión de vida o muerte.
A la noche le quedaba poco tiempo. Al igual que a mi precipitada visita, si lo que pretendía era que Natalia no se percatase de mi ausencia. En cuanto despertase me enviaría un mensaje y no quería tener que inventar una nueva mentira.

—Todo estaba dispuesto en uno de los laboratorios de Cifuentes. Alba y mi otro yo llevaban semanas trabajando en ello. El molde físico estaba preparado y maduro para la transferencia final. Solo faltaba que la mente del primer Gabriel se grabase en mí. Fue un éxito total. Un hito sin precedentes. Pero de nada sirvió. No llegué a tiempo.

—Si tu intención era destruirlo, ¿por qué no acabaste con él en aquel momento?

Sin duda hubiese sido lo más fácil. Quiero pensar que tuvo que haber una razón de peso para que Gabriel cometiese un error tan imperdonable. Un fallo inadmisible que le costó muy caro.

—No creas que dudé en el último momento —me recrimina con dureza como si yo hubiese puesto en duda su valentía o su determinación—. Yo estaba dispuesto a llegar hasta el final.

—El proceso de copia no es inmediato —interviene Castro justificándole—.

El nuevo cerebro necesita un proceso de maduración para estar plenamente operativo. Esa fue la ventaja que aprovechó para poder huir y cumplir su encargo de matar a Alba.

—Mi otro yo también luchaba por su vida —me explica Gabriel con su mirada clavada en mí de una forma inquietante, sin pestañear, como si pretendiera evaluarme antes de decidir si era digno de confesarme todos sus secretos—. Aunque ya hubiera decidido sacrificarse y reencarnarse en mí, su férrea programación le empujaba a preservar su vida.

—Y a cumplir las órdenes —añade Castro con un gesto de impotencia.

—Cuando llegué a la casa de la sierra, ya casi amanecía. En cuanto vi la masacre del bosque comprendí que las probabilidades de encontrarla con vida eran mínimas. En un pequeño claro entre los árboles me topé con varios cuerpos de robots que colgaban de una barra horizontal. Tenían los rostros carbonizados. Pero a pesar de estar totalmente destrozados supe que Alba no estaba entre ellos. Todavía me quedaba un ápice de esperanza. Corrí hasta la casa y me introduje por una puerta lateral sin pensármelo dos veces. Sabía que Alba estaba cerca y que cada segundo era vital.

Podía imaginarme la atmósfera asfixiante, opresiva, enrarecida, con la que se entrecruzaron sus destinos en aquella gélida mañana de enero. Pero lo que más me intrigaba era saber cómo había conseguido pasar desapercibido. Cómo había logrado zafarse de los implacables cazadores. No fue necesario preguntárselo explícitamente. De nuevo, Gabriel parecía capaz de leerme la mente.

—Habían tenido la precaución de vestirme con la misma ropa que utilizaban en las cacerías. Un uniforme militar con una insignia especial diseñada para nuestros escuadrones de la muerte. Otra de las brillantes ideas de Alba.

Un flash acudió a mi mente. Como un fogonazo intenso. Un recuerdo perdido reavivado por su relato. Una insignia de un azul cobalto con pequeños puntos rojos a modo de diminutas estrellas.

—Sabía que me esperaba al final de aquel largo pasillo. Corrí sin ninguna cautela. Sin ninguna precaución. No temía ser descubierto, solo temía no llegar a tiempo. Crucé una sala húmeda y ajada con una vieja y absurda canasta de baloncesto. Y te vi —me dijo con un duro tono de reproche.
Una acusación en toda regla, como si yo fuese responsable de aquella carnicería.

—Y no pude hacer nada por salvarla. Te disparé y os cambié los uniformes. Luego te destrocé la cara con el láser, como al resto de robots. Te llevé a hombros hasta el bosque, te colgué de la barra junto a los otros cuerpos y huí. Y no he dejado de hacerlo desde entonces.

Tras su confesión, Gabriel permaneció en silencio el resto de la noche. Y fue Castro quien me relató el resto de la historia.

Desde aquella fatídica noche de la masacre de la sierra, Gabriel había vivido escondido aquí y allá hasta que Castro le había proporcionado un lugar teóricamente seguro donde esconderse. Aquella misma mañana, un ya lejano siete de enero, tras la muerte de Alba y tras deambular por los montes nevados de Guadarrama desorientado y confuso durante varias horas, se había puesto en contacto con Castro para ponerle al corriente de su doloroso fracaso. De alguna forma, ya se conocían gracias a mis recuerdos implantados en el primer Gabriel. En ese momento era la única persona en la que podía confiar. Necesitaba que le buscase un lugar más seguro donde pasar desapercibido. El despliegue policial era tan extenso que no podía arriesgarse a ser abordado e interrogado sin ningún tipo de documentación que le avalase como ciudadano oficial.

La razón por la que ahora, meses después, habían decidido hacerlo público, aunque yo solo fuese un auditorio bastante reducido, se me escapaba completamente.

Castro me había pedido convertirme en su topo. Una apuesta arriesgada.
Al igual que mi colega y viejo amigo, yo también intuía que Cifuentes desconocía la existencia de mi doble, y del vaticinado y peligroso salto a la singularidad tecnológica. Pero que seguía trabajando en su Frankenstein particular, un proyecto oscuro de consecuencias impredecibles y de futuro incierto. Había fracasado una vez o quizás muchas más, nunca lo sabríamos. Pero no se había dado por vencido. Él nunca lo haría, no estaba en su naturaleza.

Mi decisión ya estaba tomada. Volvería con Cifuentes. Y con Natalia. Y en la sombra, a escondidas, con Castro y con Gabriel. Esperando que el azar siguiera ordenando a su antojo este universo impredecible y anárquico.

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Ana Rodríguez Monzón

Categories: La Quinta Ley

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