La Quinta Ley [Capítulos III – IV] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos III – IV] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos III – IV]

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CAPÍTULO III

PABLO

Madrid, 13 de Mayo de 2344, doce años después.

Regresar a Madrid después de doce años me trae recuerdos agridulces.

Aquel tres de mayo de 2332 también había sido un día agridulce, una jornada extraña en la que se mezclaron a partes iguales sentimientos contradictorios.


Mi superior, el coronel Salvador Campos, me había citado en su despacho de buena mañana para despedirse de mí en persona, con un abrazo, como en los viejos tiempos, y no a través de esas frías conexiones virtuales que tanto detestaba. Y para tener una de esas charlas privadas que solo pueden tener los grandes amigos, los que juntos le han visto de cerca la cara a la muerte pero le han sabido dar oportunas largas.

Él me había recomendado poner tierra de por medio. Y se había encargado, moviendo contactos aquí y allá, de conseguirme lo que para todo el mundo sería un magnífico destino.

Sin embargo, me conocía demasiado bien y desde hacía demasiado tiempo como para no saber que un despacho en París era para mí lo más parecido al destierro. Y yo le conocía demasiado bien a él como para no saber que se sentía algo molesto y culpable por haberme tentado con un pastel que cualquiera en su sano juicio no podría rechazar.

Pero yo en aquellas fechas no estaba en mi sano juicio. Y a pesar de todo acepté. Porque sabía que en el fondo era lo más sensato. Porque sabía que si no aceptaba, a la larga me arrepentiría. Y porque no le podía hacer la putada de rechazar la salida honrosa y honorable que me había ofrecido. Sobre todo, después de haber dado la cara por mí ante sus superiores cuando las cosas se habían puesto bastante feas.

Con la perspectiva que solo puede darnos el paso del tiempo, miro hacia el pasado y soy consciente de que aquel extraño caso consiguió desquiciarme por completo. Mi psiquiatra lo definió en su prolijo informe, como estrés postraumático por haber estado flirteando con la muerte más allá de lo que resulta sano y recomendable. Pero yo siempre he creído que si aquella singular e inquietante investigación me llevó al límite de mi cordura, fue porque no fuimos capaces de comprender el alcance de la oscura trama, porque una cortina de humo se impuso a la razón, cegándonos y obligándonos a cerrar el caso en falso.

Durante meses abrimos portadas en la red en un caso que resultó ser tan mediático como enrevesado. Ascendimos al Olimpo de la fama por haber metido entre rejas a un presunto culpable que se convirtió en chivo expiatorio, no sé muy bien si por una buena cantidad de dinero o quizás simplemente por salvar el pellejo.

Un despacho en París, un ascenso a comandante y una medalla al valor fue la recompensa que yo recibí. Y un disparo en el abdomen que casi me cuesta la vida.

Muchas veces, en estos doce largos años, me he planteado muy seriamente solicitar un traslado y retornar a mi antigua unidad. Pero siempre lo he ido posponiendo, siempre he encontrado una razón de peso para retrasar lo inevitable. En todo este tiempo, ni siquiera me he atrevido a coger un vuelo low cost y pasar un fin de semana en Madrid con la excusa de visitar a los viejos amigos.

Pero ahora reconozco que me lo han puesto muy fácil.

Aunque nunca fui amigo de distinciones ni de condecoraciones, cuando recibí, hace un par de meses, la notificación en la que se me informaba de que recibiría una medalla honorífica al valor y a los servicios prestados a lo largo de mi carrera profesional, supe que era el momento de sellar viejas heridas. De enfrentarme de una vez por todas a mis propios demonios interiores.

Y me dije a mí mismo que recibir una medalla al valor bien merece un acto de coraje y valentía. Sobre todo si se recibe el día en el que se conmemora, por todo lo alto, el quinto centenario de la fundación de la empresa en la que llevas trabajando toda tu vida.

Tampoco nunca fui muy amigo de festejos pero he de reconocer que la Benemérita es única celebrando actos conmemorativos. Y me consta que durante quinientos años nunca dejó de recordar y de homenajear aquel lejano trece de mayo de 1844 en el que se firmó el decreto de su constitución oficial.

Mucho ha llovido desde entonces. Por supuesto, ni los políticos con sus absurdas propuestas de cambio, ni las miles de reformas estériles e inoperantes que se han ido sucediendo a lo largo de estos siglos se lo han puesto fácil. Llegar hasta nuestros días no ha sido precisamente un sendero de rosas. Pero la vieja Guardia Civil nació persiguiendo bandoleros por los caminos de España y supongo que eso crea impronta y forja buenos genes.

Faltan apenas un par de horas para que comience el acto. Y todavía tengo que elegir el uniforme de gala con el que me presentaré a la ceremonia de homenaje. Abro el archivo de recomendaciones sobre cuestiones de protocolo que nos han enviado y activo una simulación de realidad aumentada con mi propio avatar. Con la infinita paciencia que caracteriza a una proyección, se va cambiando de traje sin rechistar mientras yo elijo. Ya solo le falta el bigote para parecer un auténtico guardia del siglo diecinueve. Me decido por el azul oscuro de la época fundacional. Con cuello, vivos, vueltas y bocamangas en grana. Supongo que por aquello de darme un aspecto más solemne. Y finalmente, ordeno al programa que la opción elegida se imprima en la tela monocroma de mi austero uniforme base.

Un coche oficial del Cuerpo me espera en la puerta de la residencia de oficiales. A pesar de las reformas, el viejo edificio construido a mediados del siglo XX sigue teniendo ese regusto cuartelero y algo cutre que apenas es capaz de enmascarar el software que te permite tunear el entorno a tu antojo. No vaya a ser que nos acostumbremos a los lujos. Pero debe tener cierto encanto para nuestro subconsciente castrense porque no queda una habitación libre. Me cruzo por el pasillo con un par de generales y un coronel a los que saludo como exige el reglamento. Me miran de reojo sin mucho disimulo. Mi rostro se hizo demasiado popular y desgraciadamente, doce años después, aún me reconocen.

A las nueve y media de la mañana el tráfico es intenso pero recorremos el trayecto que separa la residencia de la central en Guzmán el Bueno en apenas ocho minutos.

Ahora sí que me golpean con fuerza los recuerdos. Olores, imágenes, sonidos. Rememoro hasta el grado de humedad del ambiente. Ese aire madrileño tan seco, tan conocido, que tanto he echado de menos en estos años y que me transporta al pasado como si me hubiera colado en un vórtice temporal de las primeras películas de serie B de ciencia ficción de hace más de cuatro siglos.

En este viejo complejo de edificios que ahora se me antoja opresivo trabajé durante más de veinte años. Desde mi salida como teniente de la academia hasta mi nombramiento como comandante. Aquí formé parte de una de las unidades de élite de la guardia civil especializada en delitos robóticos. Aquí viví los mejores años de mi carrera profesional. Aquí guié los casos más complejos y estimulantes de mi trayectoria policial. Y aquí fracasé en el proceso más singular, extraordinario y misterioso al que tuve que enfrentarme.

Veo alguna cara amiga que me saluda con un gesto y otras muchas que me resultan desconocidas. Faltan más de veinte minutos para que comience el acto y deambulo por todo el recinto interior sin pararme demasiado en ningún lugar concreto. No faltan simulaciones virtuales de los hechos más significativos de nuestra dilatada historia y proyecciones en directo de los actos que se están celebrando en todas las comandancias del país. Es innegable que con todo este despliegue de medios se ha hecho un excelente trabajo de propaganda y marketing que ayudará a mantener el reconocimiento público que en mayor o menor medida nunca nos ha faltado en estos cinco largos y convulsos siglos.

En una gran pantalla flotante frente a los edificios que antaño sirvieron de viviendas van pasando con minuciosa jerarquía todos los departamentos, servicios y unidades que han formado y forman actualmente nuestro viejo y estructurado Cuerpo. Desde la desaparecida dirección general de tráfico del siglo XX hasta la moderna unidad de tráfico aeroespacial suborbital fundada a comienzos del siglo XXIV. Desde los viejos puestos rurales de los recónditos pueblos perdidos por nuestra geografía nacional hasta las sofisticadas unidades de delitos relacionados con robots sujetos por su férrea programación a las cuatro grandes leyes de la inteligencia artificial.
Poco a poco vamos entrando en el remodelado edificio central del complejo donde tendrá lugar el acto principal con la entrega de premios y distinciones. La impresionante gran sala abovedada en la que nos encontramos fue reconstruida y rediseñada hace más de tres siglos. Partiendo de la estructura original y uniendo varias salas contiguas consiguieron crear un espacio abierto, luminoso, imponente, que permite albergar a cerca de dos mil personas.

En perfecto orden, ocupamos nuestro asiento sobre el que flota un pequeño cartel informativo con el nombre y graduación para los miembros del Cuerpo o con el nombre y cargo en el caso de políticos y personalidades públicas. Al fondo, a la derecha, también han reservado un centenar de asientos para prensa, familiares y personal con acreditación.

La sala está a rebosar. Un suave murmullo de fondo producido por los intercomunicadores subvocales se impone por encima de las conversación que mantienen los dos oficiales sentados a mi lado. La mayoría de los presentes utiliza las nuevas tecnologías que transforman, a través de un chip neural, los movimientos de los labios en información auditiva. No me interesa demasiado su cháchara y me distraigo mirando por encima de mi hombro al público de las filas superiores situadas tras de mí. Me parece reconocer a mi antigua compañera, la teniente Antonia Hernando. Sigue estando estupenda, como siempre. Era sin duda la más espabilada del equipo. La que mejor intuyó que aquel retorcido caso no nos iba a traer nada bueno. Ojalá hubiéramos confiado desde el principio en su agudo y perspicaz instinto.

Ajusto las lentillas interactivas activando el zoom que me permite acercarme a ella como si estuviéramos a escasos centímetros. Me lanza una sonrisa pícara y me guiña un ojo, indicándome con un gesto que no es la única de mi eficiente unidad que está presente en la sala. Se me hace un nudo en la garganta. Les busco de forma obsesiva pero no consigo dar con ellos. Mi viejo amigo Salvador también me hace una señal a modo de saludo desde la tribuna presidencial. El general Campos es uno de los encargado de entregar medallas y distinciones.

Junto a él, reconozco a un par de políticos, a varios generales y a un juez del supremo. Se hace el silencio y da comienzo el solemne acto.
Demasiados estímulos de mi pasado activan oscuros pasillos de mi mente que durante un buen rato vaga perdida reactivando recuerdos y sensaciones que creía olvidados o al menos enterrados en ese profundo pozo al que los psiquiatras llaman «subconsciente».

Veo pasar por el estrado, como en una película cuyo argumento me es ajeno, a mis compañeros galardonados. Por un momento temo haber estado tan sumergido en mis propias y estériles reflexiones que no haya escuchado mi nombre al ser requerido para la entrega de mi medalla.

Me fijo en que Campos no está en la sala. Él es el responsable de imponérmela por lo que respiro tranquilo. Advierto que no es el único que se ha ausentado de la mesa presidencial. El juez del Supremo y el ministro de Seguridad Nacional también han desaparecido. Mi instinto policial se activa como por un reflejo pavloviano. Sin embargo, nadie de mi entorno parece haberse percatado. Y en la tribuna, el acto continúa aparentemente con absoluta normalidad.

Nueve minutos después un texto anaranjado flota ante mí. Es un mensaje privado que solo yo puedo visualizar. Para el resto de los presentes en la sala resulta totalmente invisible.

Está cifrado con la máxima seguridad. Lo descodifico con cierta ansiedad y compruebo que es de Campos. Me pide que abandone el acto y que acompañe al robot que me espera a la entrada. Le sigo como un autómata. Recorremos varios pasillos y cruzamos varias salas y oficinas que se encuentran cerradas debido a las celebraciones. Finalmente pasamos al edificio anexo y subimos hasta la segunda planta a través de una escalera con clave privada de acceso. Si mi memoria no me falla, aquí se encuentran los despachos del director general y de sus asesores. Un escáner óptico me identifica como Pablo Salgado, teniente coronel en activo y me
franquea la entrada a uno de los bufetes.

Como suponía, el general Campos, el juez del Supremo y el ministro de Seguridad Nacional se encuentran presentes. Varios guardias civiles virtuales y un par de robots holográficos toman pruebas por toda la estancia. Y junto a la ventana, yace un hombre tumbado en el suelo. Flotando a escasos centímetros de su cuerpo, los gráficos que muestran la evolución de sus constantes vitales dibujan líneas rectas de un color escarlata que no presagian nada bueno.

Me acerco con cuidado para no alterar lo que sin duda es la escena de un crimen.

El viejo caso cerrado en falso se reabre. Y reprimo una arcada al constatar con horror cómo el pasado me persigue, me busca y me hostiga de nuevo. Al descubrir ante mí el cadáver todavía caliente de Alberto Cifuentes.

*

CAPÍTULO IV

PABLO

Madrid, 7 de Enero de 2332, doce años antes.

Sé que para algunos de mis compañeros puedo resultar algo arcaico en mis métodos de investigación policial, pero a mí siempre me ha gustado pisar la escena del crimen.

Quiero pensar que mi instinto captará detalles, rastros, pistas, vestigios, que a la sofisticada tecnología de nuestra unidad podría pasarle desapercibida. Esa primera impresión que te golpea, que te sacude, pero que se desvanece quedándose grabada en tu subconsciente durante un tiempo. Y que luego aflora en el momento en el que más perdido estás, salvándote el caso e incluso a veces hasta tu propia vida.

El frío es intenso en esta gélida mañana donde el horror se ha puesto sus mejores galas.

Todavía se aprecian las marcas de la helada nocturna en el sucio césped del jardín y en los árboles que nos rodean desdibujados por la espesa niebla que nos envuelve.

Una bruma húmeda también difumina los contornos de las proyecciones virtuales de los efectivos que trabajan desde las oficinas centrales, tomando pruebas, monitorizando cada detalle. Y un halo de vapor se dibuja en el aire cuando doy las órdenes pertinentes a los dos guardias civiles que me acompañan.

Nos acercamos a las coordenadas donde se han hallado los cuerpos. Una pareja de excursionistas los han encontrado hacia las ocho de la mañana mientras paseaban por el frondoso bosque que rodea a la inquietante y deshabitada finca. Declararon no haber visto un alma, solo el dantesco espectáculo con el que se toparon.


—Es una auténtica masacre —atestigua Antonia con la boca rígida por el frío.

Antonia es la más joven de mi equipo. Acaba de entrar en el cuerpo. Complementa el trabajo con sus estudios universitarios de matemáticas y con una agitada vida social bien conocida por el resto de compañeros. Es una belleza clásica, morena, con grandes ojos negros y largas pestañas. Me consta que media unidad bebe los vientos por ella.

Dice que ingresó en la Guardia Civil para poder amortizar el préstamo educativo que contrajo, pero a mí no me engaña, tiene más vocación policial que la mayoría de nosotros. Me gusta porque es minuciosa e incansable y cuando muerde una pista ya no la suelta.

Todavía no tiene experiencia pero la suple con creces con una aguda inteligencia y un olfato de investigadora nata. A ella, como a mí, le gusta el trabajo de campo, husmear las pruebas in situ, rastrear la escena del crimen.

Frente a nosotros, seis cuerpos inertes cuelgan de unos hierros unidos a una barra horizontal sujeta entre dos árboles. Cuatro hombres y dos mujeres. Sus rostros están totalmente destrozados, carbonizados.
—No murieron aquí. Han montado una escena —aventura Juan, rodeando el macabro cuadro—. Habrá que averiguar si para nosotros o para otros espectadores.

Juan es el otro miembro de mi equipo que también he querido que pisase el lugar de los hechos. Es un joven cabo de ojos pequeños y astutos. Y tampoco se le escapa una. Alto y algo desgarbado, parece que el traje le queda dos tallas grandes a pesar de que los últimos modelos tienen un chip que reconoce tu perímetro y se adapta a tu cuerpo como un guante.


—Es lo más probable —le respondo, sin reconocer que estoy totalmente de acuerdo. No me gusta dar por cierta una hipótesis cuando todavía la investigación está en sus inicios —. Y si estás en lo cierto, creo que está destinado a un público más selecto que nosotros.


—¿Crees que pueda tratarse de un asesinato por encargo?

—Lo que está claro es que no fue un arrebato ni un crimen pasional —interviene Antonia.

—Demasiado preparado, demasiado ritual —susurra Juan como si hablase para sí mismo—. Así colgados parecen trofeos de caza.

Un escalofrío me recorre toda la espalda. He tenido esa misma sensación en cuanto los he visto. Un recuerdo de un antiguo caso me viene a la mente pero no consigo recordar los detalles.


—Alfredo, revísame en los archivos otros casos que presenten alguna similitud. Nada en concreto. Cualquier cosa. Deja que la IA establezca sus propias conexiones.

El resto de la unidad que dirijo se encuentra en la central en remoto, aportándonos los datos que les vamos solicitando y grabándolo todo para el posterior checking.

Alfredo Santamaría es mi mano derecha. Su pelo rojizo y su cara redonda le hacen parecer bastante más joven de lo que su ficha policial delata. Pero solo es una falsa apariencia. Lleva suficientes años en el cuerpo como para conocerse bien la mayoría de sus entresijos.

Siempre ha trabajado en delitos relacionados con inteligencias artificiales. Durante años se dedicó a meter entre rejas a los malnacidos que abusaban de las robots humanoides obligándolas a prostituirse. La trata de robots ha sido y es un negocio demasiado lucrativo como para que se tomen medidas políticas serias en su erradicación. Sin contar con que estas mafias tienen el beneplácito de una gran parte de la población. Desgraciadamente, para mucha gente no solo no es un acto execrable sino que incluso es justificable. Al fin y al cabo, una máquina tan solo es un trozo de metal y plástico sin moral ni decencia.

Al ascender a teniente se unió a mi grupo. Quedaba una vacante y no se lo pensó dos veces. Y desde entonces, no ha pasado un solo día en el que yo no me haya alegrado de que tomara esa sabia decisión. Ya llevamos trabajando juntos casi siete años y se ha convertido en uno de mis mejores amigos y en una pieza imprescindible para mi unidad.


—Me pongo en ello —me responde materializándose a mi lado, a tamaño natural.

El avatar de Alfredo se mueve entre nosotros como un fantasma incorpóreo. Se acerca a los cuerpos que se balancean suavemente a causa de una ráfaga de viento que ha soplado de improviso.


—Les han frito el cerebro con un láser. Solo han dejado chatarra quemada. Han destruido hasta el código de identificación.


—¿Crees que se podrá rastrear fácilmente el propietario? —pregunta Antonia.

—Tendremos suerte si conseguimos dar con el fabricante —responde con un gesto de duda.

—Parecen del tipo RH pero habrá que comprobarlo —especula Juan, que es un experto en modelos de robots humanoides.


—Aquí ya hemos grabado todo lo que necesitamos —afirma Alfredo—. Si te parece, envío a las unidades virtuales a la finca.


—De acuerdo. Que te acompañen Juan y Antonia—le ordeno—. Dadme diez minutos más y ahora me reúno con vosotros.

Hay algo morboso en deambular por el escenario de un crimen pero a mí siempre me ha ayudado a construirme un esquema general de los hechos.

Paseando a su alrededor, busco repuestas que no hallo, busco rozar de refilón la retorcida mente del droidicida, bucear en sus oscuras motivaciones. Y sobre todo, descubrir cuál pudo ser el verdadero beneficio del perverso.

Destrozar robots no parecía un buen negocio desde el punto de vista económico. Habría que buscar otro tipo de rentabilidad, otro tipo de provecho.

Es obvio que no fueron destruidos en el lugar donde fueron colgados. Por el camino de regreso a la casa los nanobots han ido marcando las zonas donde se han encontrado huellas y pequeños rastros. Me voy deteniendo en cada una de ellas y tengo la sensación extraña de que a los cazadores no les ha importado dejar su impronta. Como si nos estuvieran retando a dar con ellos, como si quisieran jugar de alguna retorcida y morbosa forma con nosotros.

Junto a la destartalada casa, un enjambre de minúsculos robots y guardias virtuales se afanan en encontrar nuevos indicios que pongan algo de orden en este chocante e insólito caso.

—Capitán, deberías ver esto —me llama Antonia con un gesto de la mano. Está inclinada de rodillas, removiendo lo que parecen unos sucios escombros.

—Una de las víctimas debió permanecer escondida en este basurero durante horas — afirma rotunda—. Hay huellas por todas partes. Y parecen dirigirse hacia la casa.

Una puerta medio rota de color violeta destaca como un foco luminoso en medio de la bruma grisácea que nos envuelve.


—Activa el escáner —le ordeno—. Podría haber más cuerpos dentro.

Un largo pasillo que parece no tener fin nos invita a adentrarnos en la casa.

—Quizás haya más víctimas —sugiero con un mal presentimiento.

El suelo del corredor está tapizado con pequeños cristales que brillan débilmente bajo la luz azulada del escáner. Es difícil esquivarlos porque cubren la mayor parte de la superficie de la galería. Un suave pitido nos confirma lo que ya apreciamos con nuestros propios ojos. Que alguien lo ha recorrido en apenas unas horas. Por las huellas de pisadas marcadas sobre el sucio polvo de la tarima y por los fragmentos de vidrios rotos esparcidos junto a ellas.


—Mujer, complexión delgada, paso ágil —nos informa Juan leyendo el texto anaranjado que flota en el vacío—. Posiblemente intentó buscar refugio en la casa tras permanecer escondida bajo los escombros. Quizás todavía se encuentre con vida.

La mirada de escepticismo de Antonia hace que la sensación de frío que tengo metida en los huesos se acreciente. Y que un escalofrío recorra mi cuerpo a pesar de la magnífica ropa térmica que me protege.
Una escalera de caracol nos espera al final del horrendo pasillo.

—El escáner indica que subió por aquí pero que algo la detuvo —sigue informándonos Juan que camina delante de nosotros. Asoma la cabeza y desaparece adentrándose en la segunda planta.

—Si buscaba un escondrijo aquí tampoco lo iba a encontrar — señala Juan—. Las galerías parecen idénticas en todas las plantas.

Descendemos en silencio por la estrecha y desvencijada escalera sin saber muy bien lo que podemos encontrarnos. Pero lo último que nos esperamos es darnos de bruces con una vieja y oxidada cancha de baloncesto tras recorrer otro húmedo corredor lleno de moho. El entorno es tan surrealista que parece sacado de un videojuego.

Alfredo se materializa de repente dándonos un buen susto. Y desaparece atravesando una pared que conduce a una habitación contigua. Le seguimos por una desvencijada puerta de la que solo queda el marco.
Flota ante un sucio armario lleno de objetos mugrientos que apenas dejan entrever el cuerpo encogido de una mujer con un disparo en la frente.
Me acerco a ella en silencio, traspasando la silueta de Alfredo.

Tiene la piel de porcelana y los ojos de un azul tan intenso que no parecen reales. Su presencia es tan ilusoria como el entorno que nos rodea. La muerte no le ha robado un ápice de belleza, tan solo potencia el aspecto de fragilidad que la envuelve.

—Nunca había visto un robot tan perfecto —afirma Juan asombrado.

—Ni yo tampoco —interviene Alfredo—. Pero juraría, a pesar de estar destrozados, que es de un modelo parecido a los otros seis hallados en el bosque.

—Me gustaría saber—se cuestiona Juan—por qué no le han destrozado la cara y por qué no la han colgado con el resto.

—Dos buenas preguntas —asegura Alfredo—. Quizás la mataron más tarde y tuvieron que huir precipitadamente cuando llegó la pareja de excursionistas. No les dio tiempo a incorporarla a la escena y abandonaron su cuerpo en el mismo lugar del crimen.

—No, no creo que fuera por eso—responde Antonia con seguridad—. Esta mujer tenía un vínculo emocional con el asesino

—Es muy probable —le apoya Alfredo—. No quería desfigurarla. Ni humillarla colgándola como un trofeo de caza.

—Diría incluso que el asesino podría estar enamorado de ella. Y no me refiero a un crimen pasional —continúa Antonia—. Solo es una intuición pero no deberíamos descartar esta hipótesis.

A mí también me gustaría saber qué te hizo especial, quien quiera que tú seas. Y quién quiso preservar tu perfección más allá de la muerte.

Un guardia civil fascinado por ti. Y tu asesino, enamorado. Sin duda, el caso se nos presentaba complejo y extraño.

***

Ana Rodríguez Monzón

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