La Quinta Ley [Capítulos XIX – XX] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XIX – XX] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XIX – XX]

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CAPÍTULO XIX

PABLO


Madrid, 11 de febrero de 2332, al día siguiente

Desde que se hizo pública la detención de Samuel Blasco no hemos tenido un segundo de respiro. Son las diez de la mañana y ya llevamos más de dos horas de actividad frenética. Salvo Antonia, que muy extrañamente todavía no ha hecho acto de presencia, el resto del equipo trabaja ya en alguna de las tareas que les he encomendado. Me he cansado de trasmitir a mis superiores, con palabras educadas y corteses como obliga el protocolo, que no ayuda lo más mínimo a la resolución del caso estar en la palestra bajo la atenta mirada de millones de internautas.

Pero el morbo vende y mi comandante parece tener sed de protagonismo porque en estas últimas cuarenta y ocho horas no ha parado de abrir portadas en los noticiarios y de hacer un par de entrevistas, en mi opinión bastante desafortunadas, en dos de los programas con más audiencia en la red. Lo peor es que incluso me ha llegado a presionar para que le hiciese compañía en una especie de circo mediático que se organizó muy a mi pesar y en el que intenté permanecer, sin mucho éxito, en un segundo plano.

Gracias a todo ello mi rostro es más popular que el de muchos de los sempiternos actores virtuales nacidos en el cibermundo. Aunque mucho me temo que mi inmortalidad tenga fecha de caducidad.

Por dos poderosas razones. La primera por la consabida volubilidad de la plebe y la segunda y mucho más preocupante, porque me consta que hemos puesto sobre aviso a los verdaderos autores materiales de los crímenes. Y ya se sabe que nunca es bueno agitar un avispero y mucho menos cuando las avispas no tienen escrúpulos morales ni nada que perder si nos acercamos demasiado a su panal.

El único aspecto positivo de toda esta farándula es que hemos conseguido llamar la atención del mismísimo Alberto Cifuentes. Lo que nos ha permitido contactar con él y conseguir que nos reciba en su despacho de la Castellana, en lo que a todas luces es un tiempo ultra récord si tenemos en cuenta su apretada agenda laboral.

Hace apenas unas horas, Alfredo y yo penetrábamos en la torre de cristal considerada por la prensa como «su fortaleza». Un edificio ultramoderno que cuenta con las más sofisticadas medidas de seguridad que obviamente no han impedido que le robaran, delante de sus propias narices, una buena colección de robots para fines dudosos.

Imagino que, al prestigioso padre de la inteligencia artificial española, como es conocido Alberto Cifuentes, no tuvo que resultarle nada agradable, a diferencia de a nuestra comandante, estar en boca de todos los chismorreos de la red.

Antonia sospecha que el repentino interés por recibir a la Benemérita tiene una doble lectura y que no esconde nada bueno. Yo, que por naturaleza soy menos mal pensado, creo que solo es un intento de lavar su imagen ante la opinión pública mostrándose colaborador y cortés.

Un robot de protocolo nos recibe a la entrada del edificio y nos acompaña, en cuanto nos identificamos como miembros del Cuerpo, a un ascensor ultraligero exterior que nos eleva por encima de las nubes que hoy cubren la ciudad, haciéndonos sentir como niños ante un espectáculo de magia.
En pocos segundos las puertas se abren dando paso a un espacio diáfano que cubre una buena parte de la superficie del ático donde se ubica su moderno despacho. El resto de la superficie del mismo, según palabras de nuestro anfitrión, está reservado para un apartamento que utiliza cuando por razones de trabajo decide no regresar a su espléndida mansión de las afueras.

Estamos tan acostumbrados a las proyecciones virtuales sobre fondo de paredes y suelos que ver la ciudad a nuestros pies a través de unos inmensos cristales sintéticos nos produce una sensación de vértigo que ni Alfredo ni yo somos capaces de disimular.

Cifuentes sonríe ante nuestra expresión de asombro mezclada con deslumbramiento y nos ofrece un firme apretón de manos como símbolo de hospitalidad.

Aunque no es un hombre que se prodigue demasiado por las redes sociales, su rostro amplio de frente ancha, nariz recta y labios ligeramente voluptuosos es de sobra conocido por la mayoría de los ciudadanos de este planeta. No en vano es uno de los grandes artífices de la llamada nueva revolución cibernética del siglo XXIV. Su amplia variedad de tipologías de robots inunda nuestros hogares, nuestro ocio y nuestros lugares de trabajo haciendo de su logo comercial un símbolo nacional que trasciende fronteras.

Su metro ochenta y tres centímetros de estatura coloca mis ojos a la altura de los suyos. Son pequeños y astutos, de un azul intenso. Siento que nos observan con curiosidad, evaluándonos, pero sin perder en ningún momento las buenas formas, sin llegar a intimidar.

Su ropa fabricada con tejidos naturales de magnífica calidad sin imprimación sintética sobre una base monocroma le confiere estatus y clase. Y su aspecto en general nos muestra a un hombre culto y refinado, preocupado por su imagen y por su cuidado personal.

Con un gesto nos señala el techo de la inmensa sala indicándonos que le acompañemos. Los peldaños semitransparentes de una escalera flotante surgen ante nuestros asombrados ojos invitándonos a subir hasta la planta superior de su magnífico despacho.

Dudamos un instante porque solo se observa el volumen vacío que se extiende por todo el espacio situado sobre nosotros. No se aprecia ninguna superficie material que pueda sustentar el suelo. Sin embargo, de nuevo y como por arte de magia, al llegar al final de la ilusoria escalera, sentimos crecer un suelo rígido e invisible bajo nuestros pies y materializarse a nuestro lado tres sillones de una textura desconocida.

Cifuentes no es un hombre que pueda desperdiciar su tiempo en conversaciones banales por lo que en cuanto tomamos asiento va directamente al grano preguntándonos por los detalles de la detención de Samuel Blasco.

Sabe que la imagen de la empresa e incluso la suya propia podrían quedar afectadas si se terminaran vinculando con los asesinatos de los robots. Por lo que se apresura en reiterar su total desconocimiento de los hechos y su plena disposición a colaborar con la justicia. Yo le creo. No hay ninguna razón para que nos mienta. No tiene ningún sentido que Cifuentes comercie con sus propios robots vendiéndolos a webs con fines tan execrables. Ni tiene necesidad económica ni parece un perturbado asesino.

En mi opinión, su único error fue contratar a Samuel Blasco. Un chorizo de poca monta, un pobre desgraciado que quiso sacarse un sobresueldo estafando a la empresa y que se metió hasta las cejas en un asunto que le ha resultado demasiado grande.

Cifuentes nos explica que en ocasiones los robots defectuosos se desmontan y se venden por piezas a particulares, a talleres y a empresas pequeñas. Blasco se aprovechó de su puesto privilegiado como encargado del turno de noche para tener acceso a los robots con taras. Parece ser que inicialmente solo revendía piezas y pequeños robots de bajo coste. Pero la impunidad que debió sentir al comprobar que no era descubierto le incitó a volverse más temerario y dio el salto a los robots humanoides. Empezó a modificar archivos y a falsificar informes técnicos de robots para que pareciesen defectuosos. Y ese fue su gran error. Porque en algún momento de su escalada delictiva debió cruzarse con una de las mafias que controlan las webs de cacerías de droides.

Alfredo le ha expuesto nuestra teoría de cómo ocurrieron los hechos y Cifuentes se ha mostrado completamente de acuerdo. Incluso, nos ha mostrado una serie de gráficos sobre datos pertenecientes a informes técnicos modificados que confirman nuestra hipótesis. Sin duda, se ha presentado a la cita colaborador y dispuesto a facilitarnos el trabajo. Quizás me equivoque, pero la impresión que me ofrece es que parece franco y honesto.

Si mis impresiones son acertadas, se encuentra tan perdido como nosotros respecto a quién pueda ser el enlace de Blasco en la fábrica. Pero nos promete investigar a fondo entre sus empleados. Me consta que lo hará. Tiene que cortar este asunto de raíz. No puede permitirse que su nombre y el de su empresa vuelvan a verse involucrados en algo tan sórdido y tan mediático.

Se nota que Cifuentes es un hombre acostumbrado a tratar con diferentes estratos sociales con absoluta naturalidad. Su conversación fluye de forma sencilla y espontánea. Parece no tener prisa. Nadie diría que dirige una de las multinacionales más importantes de este país. O se siente realmente a gusto con nosotros o solo es una estrategia para sondearnos, para hacernos sentir cómodos y confiados. En definitiva, para manipularnos.

En un momento dado nos habla de sus futuros proyectos. Y lo hace con un entusiasmo que resulta contagioso. Y yo no pierdo la oportunidad para interrogarle sobre los sofisticados robots encontrados en los escenarios de los crímenes y que no encajan con nuestra actual tecnología. A pesar del circo organizado en torno a estos casos de droidicidios múltiples, su existencia se ha conseguido mantener en secreto. Ninguna referencia sobre ellos se ha filtrado a las redes. La única concesión de mi querida comandante. Permitirme que esa información quedase a buen recaudo en el sumario del caso.

Una imperceptible pérdida de su magnífico autocontrol le traiciona. Sus ojos le delatan. No muestran interés ni deseo de saber más sobre esa tecnología puntera y novedosa, sino que dejan vislumbrar un temor oculto. Deduzco que ya conoce esa tecnología. No tengo ninguna duda. Y que por alguna extraña razón ese conocimiento le perturba. Y que por alguna extraña razón todavía le perturba más descubrir que no es el único que conoce ese secreto.

La máscara se recompone y su autodominio regresa. De nuevo, emana ese halo de autoridad que le envuelve como el círculo de luz sobre la cabeza de un santo plasmado en un viejo cuadro del Renacimiento.

Unas frases de cortesía y unas vagas promesas sobre la impor- tancia de seguir colaborando con nuestro prestigioso cuerpo que tan importantes servicios ha dado a nuestra patria, ponen fin a la entrevista. De repente, su agenda vuelve a estar apretada y sintiéndolo mucho tenemos que abandonar su despacho.

Salimos del edificio acompañados por el robot de protocolo que tan cortésmente nos recibió a la llegada. Empieza a anochecer y la temperatura ha bajado considerablemente. Siento un escalofrío que no es debido solo al crudo invierno que estamos padeciendo.

De camino a nuestro aerocoche, Alfredo me trasmite su impresión sobre la entrevista. Confío totalmente en su buen juicio y en su delicado olfato para reconocer un engaño. Él también desconfía del cambio súbito de registro de Cifuentes. Sabe más de lo que aparenta, nos ha ocultado información, de eso no hay duda. Pero de ahí a que esté relacionado con los crímenes hay un gran trecho. Mi teniente, al igual que yo, también cree en su inocencia.
El vehículo nos recibe con una cordialidad y una efusividad tan exagerada que parece que realmente se alegrase de nuestro regreso. Sé que está programado para ello, pero en este momento no estoy de humor para tanta muestra de afecto empalagoso y le ordenó que se configure en modo desapego.

Alfredo me mira de reojo, pero no dice nada. Me conoce demasiado bien como para saber que este caso empieza a desquiciarme. Y posiblemente tenga razón y me esté dejando llevar por las emociones. Una debilidad que me puede resultar muy cara.

Súbitamente, el rostro de Antonia se materializa a tamaño natural. Pide disculpas por haber llegado tarde a la oficina, pero tenía sus razones. Su desconocido confidente ha vuelto a contactar con ella. Un texto carmesí con unas nuevas coordenadas flota ingrávido ante nosotros. Unas coordenadas teñidas de sangre.

Mis temores se han hecho realidad. La trama es mucho más compleja de lo que imaginábamos. Blasco solo es un mero peón en un tablero de juego cuyas reglas se nos escapan.

Unas reglas que posiblemente también se le escapan a Cifuentes.

*

CAPÍTULO XX

NATALIA


Madrid, 11 de febrero de 2332, horas antes en la madrugada

Natalia ya no sabe qué pensar, ya no sabe en quién confiar. Castro ha sido durante años un referente tanto profesional como emocional para ella. En lo académico, un modelo, una guía. En lo personal, un arquetipo paterno, afectuoso y tolerante que cubría en parte el vacío dejado por un padre ausente.

Como en aquel antiquísimo cuento de Disney, Natalia siente que sus islas de la personalidad se están desmoronando. Y que tiene que aferrarse a algo o a alguien con urgencia.

Él le ha sugerido trasladarse a su apartamento, y ella ha aceptado por tres buenas razones.

La primera porque necesitan un lugar discreto y seguro donde seguir investigando. La segunda porque quiere conocerlo todo sobre él, explorar su madriguera, que confíe plenamente en ella. Y la tercera y quizás la más peligrosa porque necesita recordar, necesita transmutarse en Alba, necesita hacerle el amor a Marcos Valbuena.

Él la desea. No solo lo intuye, lo sabe. Es evidente. Aunque intenta disimularlo, su forma de mirarla, intensa, desesperada, lo delata.
Ya no le tiene miedo. Está tan perdido, tan confundido como ella. Una víctima más en todo este infausto rompecabezas en el que están inmersos.

El avatar de Marcos Valbuena se materializa en el hall de la segunda planta junto a la puerta del ascensor. Ha detectado su presencia al entrar en el edifico y como consta en su programa de protocolo les espera en el hall para darles la bienvenida y franquearle la entrada a la vivienda.

Pero Natalia y Marcos lo atraviesan sin percatarse de su presencia, haciendo caso omiso al discurso que les recita de forma mecánica. Para ellos el mundo se ha reducido a su universo íntimo y privado. Y más allá, ya no existe nada.

Él la guía hasta su dormitorio. Sin dejar de besarla, de acariciarla, de sentirla. Sin poder creerse lo que está sucediendo.

Hacen el amor despacio, deprisa, sin prisa, con urgencia, con calma, con pasión.

Y Natalia es consciente de que está jugando con fuego. De que lo desea mucho más de lo que quiere reconocerse a sí misma. Y de que Marcos estaba locamente enamorado de Alba.

—¿Es así como lo recuerdas? —quiere saber Marcos sin dejar de rozarla suavemente con las yemas de los dedos.

—En parte sí y en parte no —le responde con una sonrisa pícara—. De momento, diría que eres mejor amante que tu doble. Pero tendré que seguir evaluándote.

—Me someteré gustoso a las pruebas que consideres oportunas. Natalia se pone seria. Su mirada se endurece.

—He recordado detalles, destellos. Una casa. Creo que vivíamos juntos y que había más gente. No sé, todo era muy confuso.

—Por más gente quieres decir humanos.

—Por más gente quiero decir robots. Creo que los llevaron allí por alguna razón.

—¿Secuestrados?

—No lo sé, apenas los vi, pero no parece que estuvieran retenidos en contra de su voluntad. Lo siento, son solo imágenes que se me entrecruzan —se disculpa.

—Si eso que dices es cierto, tiene que haber más dobles humanos como nosotros —razona Marcos—. Más gente sufriendo pesadillas—Quizás Aguilar pueda echarnos una mano —sugiere Natalia—. Es posible que hayan ido a su consulta.

—No —responde Marcos rotundo —ya le pregunté si tenía más casos similares y solo me habló de una paciente con una sintomatología parecida. Sin dar más detalles —puntualiza al ver la expresión de desagrado de Natalia—. Y está claro que esa paciente solo podías ser tú.

—Entonces, solo nos queda Castro.

—E indagar en la empresa fantasma que realizaba los falsos estudios —añade Marcos—. Yo empezaría por ahí. Es muy probable que sea gente vinculada a la universidad.

—Y a Castro —insiste Natalia—. Tarde o temprano tendemos que hablar con él. Ponerle contra las cuerdas.

—Quizás no sea necesario. Hay formas más sutiles —sugiere Marcos—. Déjame primero intentar penetrar en su nube. Si no lo con- sigo, te doy carta blanca para que actuemos como tú quieras.

—De acuerdo, inténtalo, no tenemos nada que perder. Y mientras, yo me centraré en buscar a tu empresa fantasma y al resto de dobles humanos. Aunque sinceramente, no tengo nada claro por dónde empezar.

—Yo sí. Tiraremos de mis recuerdos y de los tuyos. Y al final daremos con ellos.

Natalia asiente. Su confianza es contagiosa. Y por primera vez desde la muerte de Alba empieza a vislumbrar una luz al final del túnel.

—Ven, quiero enseñarte algo —le dice Marcos levantándose de la cama y cogiéndola de la mano para que le acompañe—. En realidad, me gustaría presentarte a alguien que he pensado que podría ayudarnos.

Natalia le sigue hasta el salón principal de la casa. Todavía no se ha fijado en la decoración del apartamento. No es así cómo lo imaginaba. O al menos cómo lo recordaba. De pie frente al portal en una gélida noche, intentando adivinar los gustos estéticos de un desconocido a quién consideraba su asesino.

Los techos son altos, como corresponde a una antigua vivienda del Madrid de los Austrias y se encuentran finamente vestidos de moldura de escayola.
En su estructura, la casa está reformada según los estilos vanguardistas del momento. Pero en su forma, respira un aire ecléctico, sin normas definidas, sin reglas. Una combinación de objetos reales y tangibles conviven sin trabas y en armonía por todo el espacio de la sala. Una colección de pequeñas obras de arte de diferentes épocas se intercala entre preciosas holografías virtuales que recuerdan culturas lejanas ya extintas.

Natalia hubiera esperado una decoración más minimalista. Sencillez y armonía en un hombre que ha hecho de axiomas y teoremas su filosofía de vida. Pero nunca hubiera sospechado que Marcos Valbuena fuese un nostálgico del pasado, que guardara en su interior un alma retro.

—¿Te gusta? —le pregunta a una Natalia que mira embobada una composición de espejos antiguos de diferentes épocas.

—Es fantástica —comenta en un susurro refiriéndose a toda la vivienda—. Eres toda una caja de sorpresas. No te ofendas, pero te imaginaba viviendo en un apartamento más sencillo y anodino.

—No me ofendo en absoluto. Pero tengo que admitir que la mayoría de las piezas proceden de mi familia. Algunas tienen más de cinco siglos —reconoce con un cierto deje de orgullo—. Las heredé con la casa —puntualiza—. Mi sueldo no da para tanto, te lo aseguro.

—Yo me tengo que conformar con proyecciones virtuales en todas las paredes. Es el Art Déco de los pobres.

—Me temo que el museo se termina aquí. Mi despacho es bastante más aburrido, pero mucho más funcional —con un gesto la in- vita a que pase a su sala de trabajo y a que tome asiento frente a una moderna pantalla que flota ingrávida frente a un imperturbable avatar que saluda ceremoniosamente a Natalia sin dar muestras de recordar nada de lo sucedido la noche anterior.

—¿A quién querías presentarme? —le pregunta dejándose caer en un sillón de un color marfil y textura suave y esponjosa.

—A una de mis mejores alumnas de la facultad. Creo que podría echarnos una mano.

—Es toda una belleza clásica —admite Natalia con admiración, ante la imagen de Antonia Hernando que llena la pantalla con su melena negra y sus facciones perfectas.

—Lo es. Y además es inteligente y muy sagaz.

—¿No le habrás contado nada? —le pregunta mirándole con recelo—. No podemos fiarnos de nadie. Podría irse de la lengua con la policía.

—Puedes estar segura de que no lo hará. Trabaja para la Guardia Civil. En delitos robóticos.

Natalia suelta una risa nerviosa. Piensa que le está tomando el
pelo.

—No estoy bromeando. Ya le envié un mensaje anónimo con
las coordenadas de uno de los lugares donde se cometió uno de los crímenes. El último caso aparecido en las redes.

—El de los túneles del metro abandonado —Natalia niega incrédula lo que está escuchando—. Y pienso seguir haciéndolo con el resto de casos que recuerdo.

—Te has vuelto completamente loco.

—Todo lo contrario. Es astuta y cuenta con recursos que nosotros no tenemos. Le iremos dando pistas, un hilo del que tirar.

Natalia calla. Permanece unos minutos en silencio, abstraída, ausente. En un silencio que Marcos no quiere romper, que prefiere no violentar. Su mirada perdida es del color del cielo en un día de invierno que presagia tormenta.

Marcos intuye que un torbellino de emociones pugna por escapar, por no permanecer oculto, sepultado bajo esa máscara que solo se diluye en determinados momentos en los que aparece la verdadera Natalia.
La capacidad de esta mujer para transmutarse le fascina y a la vez le inquieta. Y se pregunta de cuál de las dos Natalias se ha enganchado. Si de la Natalia dulce y frágil o de la Natalia oscura e imperturbable. Y se responde a sí mismo que quizás sea mejor no saberlo.—De acuerdo. Pero con dos condiciones. Toda la información que le pasemos debe estar consensuada entre nosotros. Pondremos en común todos nuestros recuerdos y le iremos dando las pistas poco a poco.

—Me parece bien —acepta Marcos apoyando su respuesta con un gesto afirmativo de cabeza—. ¿Y la segunda?

—Quiero que le hagas creer que la fuente procede de Ramón Castro.

—Una razón más para colarnos en su nube —añade Marcos apoyando la retorcida sugerencia de Natalia—. No creo que resulte fácil boicotear sus medidas de seguridad, pero tengo una idea aproximada de cómo conseguirlo. En cualquier caso, será todo un reto.

A Natalia le brillan los ojos. Marcos no ha dudado un instante en corroborar sus propuestas. Es como si a él ya se le hubiese ocurrido la maquiavélica idea de involucrar a Castro. Pero no le importa. Hace mucho tiempo que no se sentía tan viva. Ahora al menos tiene un plan, un propósito, un objetivo al que aferrarse. Decide no esperar más tiempo y se conecta a sus inestimables archivos multicolor repletos de recuerdos. Los leen y releen. Los analizan y comentan. Estudian sus vacíos, sus saltos temporales, sus posibles incongruencias. Y finalmente los completan parcialmente agregándoles pequeños fragmentos de los sueños de Marco.

Un trabajo en equipo que la deja exhausta y con mal sabor de boca al tener que recordar detalles tan tristes y ominosos.

Ya pasan tres horas de la medianoche y todavía les queda mucho trabajo por hacer. Marcos está decidido a penetrar en la nube de Castro cuanto antes, quizás porque teme que Natalia cambie de opinión, que se arrepienta, que en la balanza de sus emociones pesen más todos sus vínculos afectivos con su viejo mentor. Pero no lo hará. Está decidida a llegar hasta el final aún que sea a costa de involucrar a terceras personas. A su querido y respetado profesor y a la alumna fetiche, esa tal Antonia de la que no puede evitar sentir una punzada de celos. Natalia quiere que esa mujer despierte con un nuevo mensaje. Un aviso anónimo procedente de Ramón Castro. Quizás le cueste rastrearlo, pero si es tan lista como asegura Marcos, acabará hallando la fuente de procedencia. Terminará mordiendo el anzuelo.

Ahora que el caso se ha convertido en mediático, un nuevo empujón será definitivo. Azuzar el avispero, aunque tengan que poner a todos los medios pisándoles los talones.

Marcos consigue a duras penas enviar el mensaje. Frío y escueto. Anónimo e impersonal. Programado para que se active a las ocho de la mañana del once de febrero de 2332. Pero la nube se le resiste. Está demasiado excitado mentalmente como para poder dormir y decide seguir intentando lo que parece imposible.

Natalia está agotada. Necesita descansar, aunque solo sean unas pocas horas. Le gustaría poder echar una mano a Marcos, pero no es precisamente una experta en boicotear sofisticados sistemas de seguridad. Prefiere acostarse e intentar dormir un rato.

El sueño reparador no llega y Natalia se debate en un duermevela nervioso que todavía la deja más extenuada.

La somnolencia da paso a un estado mental alterado y comienzan de nuevo las pesadillas.

Despierta empapada en sudor, como siempre. Y tiembla de forma convulsiva.

Una versión médica del omnipresente avatar se materializa a su lado, alertado por los súbitos cambios producidos en sus parámetros vitales.
Marcos, que todavía no ha conseguido vencer las barreras del software implantado por Castro para proteger el acceso a su nube, entra en la habitación y la abraza preocupado. Sabe que ha vuelto a soñar. Quizás haya recordado detalles de su historia común. Y remover el pasado siempre es peligroso.

Como se temía, Natalia ha regresado a la singular casa en la que supuestamente Alba y su doble convivían con otros robots tan extraños como ellos.

Le cuenta detalles de la vivienda, de cómo era su habitación, de cómo se relacionaba con los otros inquilinos. Incluso los describe físicamente. Es un buen comienzo. Pero todo lo que Natalia le relata no permite adivinar el origen de su nerviosismo. Sabe que le oculta algo. Y decide presionarla un poco, con cuidado, de forma indirecta.

—No creo que yo fuese el único asesino —especula Marcos gesticulando nervioso—. En esa casa tenía que haber alguien más recibiendo encargos.
—Los había —declara sin fijar la mirada en un punto concreto—. Por eso estábamos allí. Solo éramos un grupo de criminales a sueldo. Pero yo me negué a seguir actuando y por eso te encargaron que acabases con mi vida.

***

Ana Rodríguez Monzón

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