La Quinta Ley [Capítulos XI – XII] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XI – XII] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XI – XII]

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CAPÍTULO XI

NATALIA

Madrid, 2 de febrero de 2332, seis días después

Para Natalia ya no hay marcha atrás. Sabe que es una auténtica imprudencia. Sabe que quizás está a punto de cometer una enorme locura, el mayor desatino de su corta existencia y sabe también que posiblemente se esté jugando la vida.

Pero a pesar de todos los argumentos racionales que lleva repitiéndose a sí misma desde que tomó la decisión de lanzarse al vacío sin medir las consecuencias, está decidida a seguir adelante.

Ya han pasado dos semanas desde que se topó de bruces con el asesino de Alba y desde entonces no ha dejado de urdir una estrategia para cruzarse de nuevo en su camino. Para plantarle cara.

Ha decidido enterrar su miedo, su desasosiego y su cobardía, y enfrentarse de una vez por todas al fantasma que perturba sus sueños, a su enemigo en la sombra.

Lo desconoce todo sobre él, ni siquiera sabe cuál es su verdadero nombre. Tan solo sabe que asiste, igual que ella, a terapia psiquiátrica una vez por semana. Utilizando su astucia y algo de ingeniería social ha conseguido sonsacarle ese pequeño dato al doctor Aguilar. Una información que para ella es vital porque le permitirá poner en práctica su descabellado y arriesgado plan desde esa misma tarde.

Para Natalia, la idea no puede ser más simple y sencilla. La ha dividido en dos fases. La primera es la menos expuesta y no comporta demasiado peligro. Es lo que ella considera la fase de estudio. Se limitará a seguirle desde la salida de la clínica hasta su domicilio. Y posteriormente, se pegará a él como una lapa hasta descubrir lo esencial de su rutina diaria: con quién se relaciona, a qué se dedica, cuáles son sus aficiones. Hasta convertirse en su sombra, en su silueta, en su doble.

La segunda fase es sin duda la más comprometida y peligrosa. Es la verdadera toma de contacto. Todavía no la tiene totalmente perfilada pero ya improvisará en función de la información que obtenga de la fase uno.
A pesar de que todo parece estar bajo control, Natalia no se engaña. Ese hombre es peligroso. Le ha visto matar con absoluta frialdad. Y hay tantas cosas que pueden salir mal que prefiere no pensar demasiado.

Por ello, se ha preparado concienzudamente. Ha cambiado el color de su pelo y ha disfrazado el llamativo azul de sus ojos con unas lentes de contacto de un gris insulso. Su ropa tampoco desentona con su aspecto. Impersonal y anodina.

Le aguarda sentada en su viejo aerocoche frente a la puerta de entrada de la clínica, bajo la falsa seguridad que le proporciona el intenso trasiego de gente que la hace pasar desapercibida.

Su presa no se hace esperar. A la hora indicada por el doctor Aguilar hace acto de presencia. La puntualidad es un rasgo de la personalidad interesante. Tomará nota de ello.

Llega en transporte público y recorre andando los apenas cien metros que le separan de la parada del aerobús. También toma nota del número y del recorrido. Cualquier dato puede ser relevante.

Pasa por su lado sin detener su mirada. Natalia se tensa de forma inconsciente pero enseguida se relaja. Nada indica que haya reparado en ella. Aprovecha para observarle desde la impunidad que le concede su disfraz.

Es un hombre de estatura media. De complexión atlética. Bien parecido. Incluso, se podría considerar un hombre atractivo. A simple vista no parece un asesino pero no debe fiarse de las apariencias, en ningún momento debe bajar la guardia.

No malgasta la oportunidad y hace uso de simples nanobots que venden en cualquier web a precio irrisorio para que floten junto a él y graben su entorno. Posteriormente ya lo estudiará todo con detalle.

Le espera pacientemente durante la tediosa hora que dura la consulta. De nuevo, hace gala de una puntualidad exquisita. Sale a la calle sin volver la vista atrás y echa a andar hasta la parada del aerobús público. Natalia le sigue a una distancia prudencial. El tráfico a esa horas es intenso y no es fácil que la descubra. Se baja al cabo de cinco paradas. En el campus de la universidad que Natalia tan bien conoce. No parece que se dirija a su domicilio. Quizás a su trabajo o quizás asista a alguna clase o seminario. Para no llamar demasiado la atención, se baja de su aerocoche y le sigue a pie, a unos doscientos metros de distancia. Sin perderle de vista pero sin aproximarse demasiado.

Se detiene en la Facultad de Matemáticas. Son las seis de la tarde y los pasillos están atestados de estudiantes. Se dirige a los despachos de los profesores. Natalia conoce bien el edificio porque ha asistido en varias ocasiones a cursos de especialización en álgebra cuando realizaba su doctorado.

Cuanto más se adentra en esa parte restringida, más vulnerable se siente. Ha desactivado los nanobots porque no puede estar segura de que no haya sensores que los descubran y neutralicen. Ha oído que últimamente se han extremado las medidas de seguridad en todas las universidades.

Lo sensato sería esperarle fuera y enviarlos de nuevo para que grabasen todos sus pasos. Pero si fuesen detectados, a él le pondría sobre aviso y a ella en grave peligro. No puede arriesgarse, por lo que opta por actuar como en las viejas películas de espías y confiar en que nadie le haga preguntas indiscretas.

Él se detiene ante una de las puertas del estrecho y mal iluminado pasillo y acerca su rostro al sensor óptico que le franquea la entrada a uno de los despachos de profesores en prácticas recién doctorados.

Natalia le espera, camuflada como una estudiante más, entre un grupo de alumnos que charlan animadamente. Apenas un par de minutos después se abre de nuevo la puerta y sale con un pequeño paquete bajo el brazo. Casi se rozan pero de nuevo ella permanece invisible ante su opaca mirada. Un nombre flota junto a la entrada de su sala de trabajo. Marcos Valbuena, profesor especialista en álgebra homológica.

Ya tiene mucho más de lo que esperaba para una primera jornada de seguimiento. Su nombre y su profesión. Debería dejarle marchar y regresar a casa. Tiene suficiente material para empezar a investigar y no debe tentar a su suerte.

Pero hoy Natalia ha mezclado la prudencia con un grano de locura. Y decide seguirle de nuevo, hasta el final, hasta descubrir quién se esconde tras esa máscara de hombre respetado y honorable.

Marcos Valbuena todavía guarda una sorpresa en el bolsillo. No parece que de momento vaya a dirigirse a su domicilio. Toma la avenida principal del campus y para desconcierto de Natalia se adentra en el interior de su conocida Facultad de Filosofía. Al menos se encuentra en territorio conocido y todos los recovecos de su intrincada arquitectura le resultan familiares.

Parece que la suerte le sonríe porque hay programada una conferencia en vivo. Ya cada vez son menos frecuentes y el hall está atestado de gente. Le sigue de cerca pero dejando una distancia prudencial de margen, confiando en que el bullicio de fondo le ayude a pasar desapercibida.

El estupor es mayúsculo cuando descubre el nombre de los ponentes. Su viejo amigo y mentor Ramón Castro y el mismísimo Marcos Valbuena.

Natalia siente un ligero vahído. No puede ser una casualidad. O quizás sí. Ya no sabe qué pensar. Está confusa, aturdida. Pero no puede empezar a desconfiar de su propia cordura. Tiene que mantenerse fría y serena. Y pensar racionalmente, con lógica.

Inspira hondo, se sienta al fondo de la sala y siente, poco a poco, como le van haciendo efecto los ansiolíticos que su pulsera médica auto diagnóstica va soltando en su torrente sanguíneo, bajando sus pulsaciones, relajándola paulatinamente.

Intuye que debe haber una conexión entre Castro, Alba y Valbuena. Sabe que la charla que tiene pendiente con su antiguo jefe no puede posponerse ya por mucho tiempo más. Le guste o no va a tener que darle respuestas convincentes. Y ahora, más que nunca, piensa llegar hasta el final, cueste lo que cueste.

La ponencia trata sobre robótica topológica y sus aplicaciones prácticas. Es interesante pero a pesar de su título, demasiado teórica para el gusto de Natalia. Es evidente que llevan tiempo colaborando juntos en un proyecto que es a todas luces complejo y enrevesado.

Natalia vuelve a dudar. Quizás ha visto fantasmas donde no los hay y toda su paranoia solo es fruto de la tensión acumulada en estos últimos meses. Quizás debería centrarse en su nuevo trabajo y en la nueva relación que ha establecido con su padre. Empezar de cero y olvidarse del pasado. Quizás entonces desaparezcan las mortificantes pesadillas.

Termina la conferencia y la gente comienza a abandonar la sala. Unos pocos rodean a los ponentes para plantearles cuestiones que han quedado incompletas o algo dudosas. Natalia aprovecha para fundirse con el público y salir de la facultad a respirar el aire puro de la noche. Su mente lo necesita. Camina hacia su vehículo aparcado a escasos metros de la entrada dispuesta a volver a su hogar y darse un merecido descanso, una imperiosa e inapelable tregua.

Dicta las coordenadas de su casa, cierra los ojos y se funde en el cómodo sillón ajena al atasco en el que se ve inmersa. Sin embargo, a los pocos minutos, no es capaz de resistirse a la tentación de conectarse a la red en busca de cualquier información útil sobre ese tal Valbuena.

Su pequeño apartamento la recibe con un mensaje multicolor elaborado por su software de domótica con el resumen que le ha encargado desde la interfaz de su aerocoche.

Si hay que fiarse del perfil que circula por la redes sociales, nada indica que sea un criminal. Y mucho menos un pervertido asesino de mujeres. Discreto, prudente, correcto y sensato, sin ninguna vinculación política ni religiosa, así le definen las IA de búsqueda de patrones. Amante de la alta montaña, forma parte de una asociación de senderismo con la que se reúne de vez en cuando para hacer rutas por la sierra madrileña.

Vídeos e imágenes muestran a un hombre joven y atractivo. Serio y formal pero con un toque claramente cínico. Soltero y sin hijos, vive solo en un céntrico apartamento del Madrid de los Austrias.

Doctor en matemáticas y profesor universitario, parece un hombre volcado de lleno en su trabajo y en sus nada subversivas aficiones, como la robótica algebraica, en la que parece ser todo un experto.

Nada llama la atención en Marcos Valbuena. Nada salvo esa fachada tan perfecta, pulcra e impecable que proyecta ante el mundo, en un deseo inexpresado de permanecer invisible a ojos indiscretos.

Ninguna referencia a un pasado común con Ramón Castro. Solo una breve reseña a la ponencia de esa misma tarde. Pero Natalia no se deja engañar por las apariencias. Intuye que esa colaboración existe y que no se limita a dar charlas dirigidas a unos pocos expertos en el tema.

Una vez más su intuición la empuja a seguir investigando, a seguir el rastro, a no soltar la presa, a no confiar en lo evidente ni en lo obvio.

Comprueba que el domicilio de Valbuena no está muy lejos de su propio apartamento. A unas pocas manzanas. No estaría mal dar un paseo para aclarar sus confusas ideas y de paso

echar un vistazo. No será difícil anclar algún nanobot de vigilancia que monitorice la vivienda y controle las idas y venidas de su dueño. Observando a distancia, sin riesgos innecesarios.

Es casi medianoche y el intenso frío y la ventisca golpean su rostro como afilados cuchillos. A pesar de la ropa térmica de buena calidad con la que se protege, siente un escalofrío que le atraviesa la columna y le eriza todo el vello.

Empieza a pensar que quizás no haya sido tan buena idea dejarse caer por las inmediaciones de su apartamento. Al fin y al cabo, a esas horas no va a sacar nada en limpio. Y si las previsiones meteorológicas no fallan, y nunca lo hacen, hay un temporal en ciernes.

Es un bello edificio antiguo rehabilitado. En una calle estrecha poco transitada. Una luz dorada se filtra a través de las ventanas de la segunda planta. Se adivina un salón de techos altos con decoración cambiante. Natalia deja volar su imaginación y cree distinguir una gran pantalla colgante, un sillón con conexión virtual a la red, y quizás hasta un par de robot domésticos de protocolo.

Libera a los minúsculos nanobots que flotan ingrávidos, indistinguibles entre los copos de nieve que comienzan a caer suavemente. Los activa y los fija a un pequeño saliente de la pared del edificio de enfrente. Calcula que el ángulo de visión será suficiente para poder registrar los futuros movimientos de Valbuena.

La luz de la segunda planta se extingue de súbito sumiendo a toda la calle en unas inquietantes tinieblas, apenas desdibujadas por la iluminación artificial que le proporcionan sus propias lentillas de realidad aumentada. Es hora de volver a casa.

La nieve arrecia. Por la calle no se ve un alma. Con este tiempo tan desapacible la gente permanece en el calor de sus hogares, conectados a la omnipresente red.

Su calle no es una excepción. La más absoluta oscuridad se la traga al adentrarse en ella. Acerca su rostro al lector de retina que da acceso al bloque de apartamentos donde reside. La puerta se abre pero no llega a franquearla. Y unos brazos la recogen, impidiendo que su cuerpo golpee el suelo al desplomarse.

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CAPÍTULO XII

MARCOS

Madrid, 2 de febrero de 2332

Hoy, por primera vez, tengo la sensación de que la terapia comienza a ser efectiva. No tenía demasiada fe en ella, pero el prestigio y las magníficas credenciales de Aguilar me obligan a darle un voto de confianza.

Hoy, por primera vez, le he hablado de mis macabros sueños en los que me convierto en una especie de Edward Hyde sobre el que no soy capaz de ejercer ningún tipo de control.

También me he atrevido a sincerarme sobre el intenso temor que siento a estar sufriendo un trastorno disociativo de la personalidad, al no saber sí lo que he soñado ha ocurrido realmente o solo es fruto de una retorcida y funesta pesadilla.

Y también le he hablado de mis cada vez más frecuentes paranoias. Me inquieta profundamente pensar que pueda estar siendo observado, vigilado. En el punto de mira de quienes me hacen los inicuos encargos que ejecuto en los periodos de tiempo en los que pierdo la consciencia.

Es tal mi obsesión, que desde hace unas semanas he tapizado de minúsculos robots espía los alrededores de mi vivienda, de mi despacho en la facultad e incluso de mi ropa de diseño inteligente.

Aguilar, con su tono pausado y comedido ha intentado tranquilizarme asegurándome que no sufro ningún trastorno múltiple de la personalidad. Sin embargo, muy extrañamente, me ha animado a mantener en pie de guerra a todo el ejército de nanobots que he movilizado entorno a mí.

Sin duda, Aguilar ya se ha formado una teoría sobre lo que me está sucediendo. Y sospecho que no es el primer caso que se le ha presentado con esta patología. Pero por alguna razón calla y observa, y se limita a registrar toda la información sin hacer un diagnóstico definitivo.

Reconozco que puede que esté algo paranoico y desorientado pero sé a ciencia cierta que mis pequeños espías no cometen errores ni se equivocan cuando detectan un blanco.

Hoy, al salir de la clínica, una mujer me ha estado siguiendo.

Lo curioso es que tengo la sensación de que esa mujer me resulta vagamente familiar aunque no soy capaz de ubicarla en ninguna situación concreta de mi pasado.

Me tranquiliza pensar que no es una profesional y que va dejando rastro como una simple aficionada. Ha tenido la desfachatez de llegar hasta la puerta de mi despacho e incluso se ha tragado toda la conferencia que he dado sobre topología algebraica y sus aplicaciones en robótica. Lo más probable es que sea aficionada a esos temas o una estudiante interesada en matricularse en mi máster. O simplemente una chalada.

Mis sospechas de que pueda ser una perturbada se confirman cuando hacia la medianoche salta la alarma de mi apartamento. A pesar del frío glacial que azota Madrid, los robots la han detectado plantada frente a mi casa, acechando, husmeando, colándose descaradamente en mi vida.

No pienso permitirlo. Tengo que atajar el problema de raíz y encararme con ella. Que se explique. Que exponga las razones de semejante violación de mi intimidad.

Pero no me da la opción de abordarla porque la noche se la ha tragado de repente, sin dejar rastro. Lo más sensato sería volver a mi apartamento y olvidarme del asunto. Pero hoy ya he gastado toda mi prudencia y mi cautela. Activo los nanobots de búsqueda pegados a la chica y me sumerjo en un temporal de nieve y viento sin saber muy bien cómo puede acabar este descabellado arrebato.

No hay una alma por la calle. Tan solo me cruzo con un par de robots del servicio municipal de mantenimiento. Nadie en su sano juicio pasearía a estas horas y en medio de un temporal sin una causa muy justificada. La nieve cae con intensidad creciente. Los copos son tan gruesos y tan densos que parece que una niebla espesa haya amortajado toda la zona.

Empiezo a arrepentirme. Dudo si proseguir con semejante desatino o dejar que los nanobots hagan su trabajo y regresar al calor de mi fabuloso apartamento.

La mujer se detiene ante una puerta. Parece que ha llegado a su domicilio. Aunque mis lentillas de realidad aumentada me informan en todo momento de los parámetros de mi entorno, la oscuridad que me envuelve me ha hecho sobreestimar la distancia a la que me encuentro de ella. Tan solo estoy a escasos metros. Hasta puedo oler la estela que deja su perfume. O quizás solo lo imagino.

La puerta se abre. Ella se desmaya. Y yo la recojo en mis brazos impidiendo que su cuerpo golpee el suelo al desplomarse.

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Ana Rodríguez Monzón

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