La Quinta Ley [Capítulos XXIII – XXIV]
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CAPÍTULO XXIII
PABLO
Madrid, 17 de febrero de 2332, doce años antes
A mediados del siglo XX, durante el franquismo, se construyeron en España alrededor de quinientos pantanos, multiplicando por nueve en unos pocos años, la capacidad hidrográfica de los existentes en aquella época. El precio que se pagó por ello fue la desaparición bajo las aguas de cientos de pueblos. Olvidados del mundo junto a su memoria histórica.
Siglos más tarde, la sequía creciente que fue devorando y es- triando nuestra marchita tierra y nuestro desolado paisaje, ha permitido retornar a nuestros volátiles recuerdos cientos de viejas historias ya olvidadas.
Ya no aparecen en los mapas, pero ahora que han regresado al mundo tangible y real no será fácil borrarlos de nuestro pasado.
Las nuevas coordenadas del críptico mensaje enviado desde la cuenta de Castro nos sitúan en el epicentro de uno de aquellos pueblos fantasma que durante largas noches durmieron sepultados bajo las aguas.
No es nuestra intención rendirles homenaje cuatro siglos después. Nuestro interés por aquel abandonado paraje es mucho más prosaico y vulgar. Y también mucho más pragmático. Encontrar una nueva pista que nos acerque a la resolución de tu caso o en su defecto crear un falso escenario en el abyecto pasatiempo al que nos han obligado a jugar.
En esta ocasión, el despliegue de efectivos ha quedado reducido al mínimo. Mi intención es pasar desapercibidos, que este nuevo caso no trascienda a la opinión pública. Solo Campos está al corriente del operativo. Mi equipo más próximo y un par de guardias robóticos IA de alto nivel que nos ayudarán con la toma de muestras. Y como de costumbre, he querido que Alfredo, Ramiro y Ángela se mantuviesen en la central sirviéndonos de apoyo y que Antonia y Juan me acompañasen al lugar físico de los hechos.
Uno de aquellos municipios engullidos por la fatalidad del destino ha sido testigo mudo de nuestro réprobo quinto caso. Diez cuerpos de robots cuelgan inertes de una viga de piedra. Roca grisácea con tintes amarillentos. Desgastada y carcomida por la sempiterna humedad que la arañó y consumió durante siglos.
Seis de ellos son del conocido tipo RH2. Uno de nuestros guardias robóticos nos confirma que pertenecen a la lista de Blasco. Los otros cuatro, como era de esperar, son de un modelo mucho más sofisticado. Creados a partir de una tecnología desconocida cuya existencia produce dolor de cabeza a más de uno, entre ellos a nuestro nuevo amigo Alberto Cifuentes.
El frío es intenso en esta desapacible madrugada de febrero. El sol todavía permanece oculto bajo el horizonte. Como si el amanecer se estuviera pensando no acudir a su obligada cita.
Una fina niebla se enrosca a nuestro alrededor sumergiendo nuestras botas en una semitransparente capa blanquecina que acrecienta la sensación de profunda desolación que nos acompaña. A nuestro alrededor, los restos enmohecidos de los edificios que antaño dieron vida al conjunto arquitectónico del Real Sitio de la Isabela. Ruinas que nos contemplan como testigos mudos del esplendor de una época que ya no volverá y que sirven de marco al dantesco cuadro que se dibuja ante nosotros.
Paseamos entre los escombros inmersos en un agobiante silencio. Buscando pruebas, grabando cada detalle, intentando descifrar lo que realmente sucedió. Solo unas pocas columnas se mantienen en pie. Moviéndonos entre los despojos de esta tierra yerma, es difícil imaginar la suntuosidad y magnificencia que este lugar alcanzó en el pasado.
—Aquí no hay donde esconderse —comenta Antonia rompiendo el tenso silencio—. No veo qué interés pudo despertar el juego.
—Realidad aumentada —ordeno a las IA que nos acompañan.
Antonia, sin quererlo, ha dado en el clavo. No entiendo cómo no hemos podido darnos cuenta. Supongo que el cansancio está haciendo mella en todos nosotros. No estamos contemplando el lugar de los hechos correctamente. Ya no me cabe duda de que el juego tuvo lugar en un escenario alterado. Esto me lleva a pensar que quizás debamos replantearnos el resto de escenarios. No podremos comprender cómo actúan los asesinos si no vemos a través de sus ojos, si no nos ponemos en su piel, si no empatizamos con ellos.
Súbitamente, nuestro chip neural interpreta las nuevas instrucciones y nos catapulta a través de un imaginario viaje temporal sumergiéndonos en un decorado virtual que simula el aspecto del lugar a mediados del siglo XIX. Las viejas ruinas cobran vida y renacen el fulgor y la grandeza de otro tiempo. Es solo una idealización. Una fantasía que nos acerca al marco escénico en el que se desarrollaron los crímenes.
Para completar el cuadro, aparece Alfredo de la nada, como un Dios de la antigüedad surgido de un Olimpo mucho más mundano. Le he pedido que nos haga un resumen de la historia de este curioso en- clave y que nos lo transmita por vía subvocálica. Información directa al chip neural. En una charla entre amigos, emplear la subvocálica se considera de mala educación. Pero ahora necesitamos silencio y concentración. Que cada uno saquemos nuestras propias conclusiones y que más tarde las pongamos en común. No quiero que nadie se contamine con las opiniones de los demás.
Parece ser que allá por 1826 el rey Fernando VII se enamoró del lugar y mandó construir este fantasmagórico pueblo con su palacio, jardines y balneario adyacentes. Durante años fue cobrando fama y brillantez, vistiéndose con sus mejores galas para agasajar a nobleza y burguesía. Pero la llegada de la Guerra Civil en 1936 puso fin al hechizo. El bello balneario se transformó en sanatorio mental y los ricos y aristócratas se trocaron en enfermos mentales y heridos de guerra.
Tras la contienda, el Real sitio ya no vuelve a brillar. Y recibe la estocada definitiva en 1955 con la creación del embalse de Buendía que lo sumerge bajo las aguas y lo conduce inexorablemente a la destrucción y al olvido.
Gracias a la magnífica recreación de realidad aumentada, podemos movernos sin pudor entre el entramado de viviendas. Son unas cincuenta aproximadamente, distribuidas de forma perfectamente si- métrica. Es en el sótano de una de ellas donde se encuentran los diez robots con los rostros calcinados. Posiblemente fueron perseguidos por los jardines y el palacio y buscaron refugio en los sótanos de las casas. Al igual que a ti, parece que no les sirvió para dar esquinazo a la muerte.
Alfredo me confirma que los han vestido con el mismo tipo de tela. Un tejido basto y antiguo que solo se utiliza para carnavales, teatrillos y disfraces. Rastrear su fuente nos llevó, como ya suponíamos, a una empresa inexistente, creada muy probablemente para enmascarar la compra del material con el que confeccionar la horrenda vestimenta con la que los prepararon para el sacrificio. Hay algo burlesco en esa ropa tan tosca y zafia. Un matiz de desdén que añade humillación y desprecio a la vejación que representa la caza.
Si utilizaron realidad aumentada para recrear los escenarios y darles mayor veracidad tuvieron que dejar rastro en la red. Pongo a las IA a trabajar en ello. Quizás no nos conduzca a nada, pero no puedo pasarlo por alto.
Juan me comunica que el lugar está impoluto. Las nanobots ya han terminado el barrido de toda la superficie que hemos acotado sin hallar ni un solo resto de interés. Al igual que en los últimos tres casos ninguna huella, ningún indicio. En esta ocasión también limpiaron la zona a conciencia. Un buen trabajo de desinfección. Sin embargo, no tengo intención de darme por vencido. Alguien, ya sea Castro o cualquier otro de su entorno próximo se está preocupando de marcarnos un camino. Tengo la certeza absoluta de que en algún sitio tiene que aparecer la pista definitiva que nos ilumine, que nos conduzca a la senda correcta.
Pasear entre los restos calcinados de los diez androides no parece lo más inteligente. Ahora que el informe preliminar flota ante mis ojos, no debería resultarme de mucha ayuda deambular por el oscuro sótano sin una idea clara de lo que estoy buscando. Porque sinceramente, dudo que a las minuciosas IA se les haya pasado nada por alto. Son exhaustivas y meticulosas. En teoría, construidas a prueba de errores.
Pero yo, a estas alturas, estoy tan obsesionado contigo, que no puedo evitar fijarme en los detalles más nimios en un absurdo intento de encontrar un patrón común que os unifique a todos los droides. Solicito a Ángela que cruce los datos antropométricos con el resto de robots hallados en los otros cuatro casos y que busque por la red similitudes con seres humanos reales. Aunque no disponemos de sus rostros por estar totalmente destruidos, al menos disponemos de los datos corporales. No sería de extrañar que sus parámetros biológicos hubiesen sido copiados de originales humanos al igual que los archiconocidos modelos tipo RH2. Posiblemente solo estoy alimentando una fantasía imposible. Mi deseo de que en este mundo real exista una mujer con tu mismo rostro.
De nuevo, nada de nada. Solo coincidencias parciales en absoluto significativas.
Ya poco queda por hacer en este decorado irreal que ahora se me antoja excesivo, barroco, pomposo, casi chabacano. Ordeno a mi equipo volver a la central. Y de nuevo, como por arte de un malévolo hechizo, todo el profuso y desbordante glamour de antaño se torna devastación y ruina.
Vuelvo a sentir un escalofrío. La niebla vuelve a enroscarse, gélida, inmisericorde. El sol de media mañana que se cuela por los agujeros de las piedras ilumina con timidez los sucios rincones del sótano de la casa. Una ráfaga de viento ha levantado un pequeño montículo de arena dejando al descubierto un minúsculo pedazo de tela. Me agacho y lo recojo. Un nuevo escalofrío me recorre la espalda. Pero esta vez no es por culpa de las bajas temperaturas. Es un pequeño trozo de uniforme militar de tela monocroma. Apenas un jirón de tela que para nuestra fortuna lleva grabada una pequeña insignia. Suficiente para rastrear su procedencia. El mismo emblema, el mismo dibujo. Pero ahora, por fin, tengo entre mis dedos el dibujo del emblema al completo.
Recojo la prueba con mucho cuidado y regresamos a la central. En silencio. Manteniendo la comunicación subvocálica. Como si temiéramos que el sonido de nuestra voz pudiera deshacer el encantamiento. Antonia está nerviosa, excitada. No quiero que se ilusione demasiado, pero ambos sabemos que es una pista sólida. Me temo que pronto tendremos que hacer una nueva visita de cortesía a nuestro nuevo amigo Alberto Cifuentes. Será difícil que nos conceda una nue- va cita y mucho más que cometa un desliz, pillarle en falso. Yo sigo manteniendo la firme sospecha de que nos oculta algo. Si finalmente accede a recibirnos, tendremos una charla informal y veremos por dónde nos sale, cómo reacciona ante nuestras incordiantes preguntas. No tenemos nada que perder, pero no podemos centrarnos ex- clusivamente en Cifuentes. Debemos seguir las otras líneas de investi-gación. Juan y Ramiro son piezas clave en una de ellas por lo que les conmino a comenzar cuanto antes a preparar el retorcido plan que han ideado para convertirse en escuadrones de la muerte. Jugaremos con sus mismas cartas. Con engaños y celadas. Esperando que caigan en la
trampa. Los cazadores cazados.
Es ya media tarde cuando reúno de nuevo a mi equipo en mi despacho. Las IA han descubierto parcialmente el significado del emblema. Como suponíamos, pertenece a una parte de una divisa de una unidad militar. Un distintivo estándar de las fuerzas especiales del ejército de tierra. Pero para nuestra sorpresa, hay un pequeño detalle que la convierte en singular. Un pequeño símbolo que no podemos identificar y que según nuestros registros no corresponde a ninguna unidad en activo.
Doy carta abierta a mi equipo para que aporten sugerencias. Cualquier cosa que se les cruce por la cabeza. Necesitamos lanzar una lluvia de ideas.
—Podría pertenecer a un grupo paramilitar.
Juan es el primero en intervenir. Tiene sentido lo que dice. Los diseñadores de juegos pudieron copiar una insignia de uno de los mi- les de grupos paramilitares que crecen como esporas y que parasitan la red con sus ideas violentas y subversivas.
Alfredo da la orden a las IA para que realicen la búsqueda sin restricciones. Buceando sin imponernos cortapisas legales. No solo por la red superficial a la que tenemos acceso con nuestros permisos institucionales sino también a la más profunda a la que seamos capaces de penetrar teniendo en cuenta nuestra tecnología de rastreo.
De nuevo, nos encontramos ante un muro de decepción. Hay cientos de diseños que por sus detalladas similitudes podrían llevar a engaño a un ojo humano poco adiestrado. Y hacernos creer que hemos dado con el anagrama exacto. Pero las IA que trabajan para nosotros no cometen ese tipo de errores por lo que una vez más sentimos la frustración que nace de toparnos con una vía de investigación interrumpida.
—No deberíamos descartar que pertenezca a una unidad militar secreta —sugiere Antonia jugando con un bucle de su cuidada melena, que delata su creciente nerviosismo—. Ya sé que parece algo paranoico, pero no me fío un pelo de ese tal Cifuentes. No sé cómo explicarlo. Es demasiado correcto y ceremonioso. Como si esa actitud tan estudiada fuera solo una pose.
Antonia asiente. Apoyando con su gesto a su amiga y compañera. Es de pocas palabras y no hace ningún comentario explícito, pero ya nos ha dejado claro que tampoco se fía de él en exceso.
A mí tampoco me da buena espina. Intuyo que oculta información esencial que bien podría aportarnos algo de luz en esta con- fusión en la que estamos inmersos, pero no quiero hacer juicios de valor en público que puedan condicionar y dañar el curso de la investigación.
—Es tan políticamente correcto que casi parece un robot de uno de sus folletos virtuales de propaganda —bromea Ramiro—. Ese tío no es trigo limpio, hacedme caso.
Juan y Alfredo se suman a la desconfianza general que nos transmite Cifuentes. Aunque mi viejo amigo, el teniente Santamaría, dada su naturaleza prudente y precavida, se muestra más cauto y comedido en espera del resultado de la reunión que sorprendentemente nos ha concertado para dentro de unas horas.
Inexplicablemente, hace apenas una hora, el gran magnate de la industria española nos ha citado en su casa de las afueras de Madrid para ofrecernos una charla privada informal. No sabemos la razón que le ha movido a entrevistarse de una forma tan personal e íntima con dos simples guardias civiles como nosotros. Y no deja de llamar la atención que la cita se haya propuesto apenas unas horas después de haber encontrado el incómodo y enigmático trozo de tela en un recóndito paraje que ha sido testigo mudo de uno de los extraños e incoherentes droidicidios.
Es obvio que la urgencia de la convocatoria no ha hecho más que acrecentar y extremar las dudas que se extienden, como manchas de aceite, sobre la honorabilidad de nuestro distinguido anfitrión.
Durante varios minutos, un tenso silencio se impone en mi despacho, pero nadie se atreve a echar más leña seca que avive el fuego de la desconfianza.
Pasamos a subvocálico y distribuyo las tareas. Juan y Alfredo se retiran a su despacho para desarrollar el complejo plan que nos permita engañar a los perversos espectadores en la sombra y conseguir una nominación.
Todavía no tengo claro que pueda funcionar, pero desgraciadamente es lo único medianamente sólido que tenemos en este momento. Sin embargo, a cada instante, reconozco que me asaltan las dudas y el temor de que no estemos haciendo lo correcto. Quiero fervientemente que el plan funcione, pero a la vez me preocupa profundamente el día en el que seamos llamados a participar en una de las atroces cacerías. Si eso sucede, ya no habrá marcha atrás y tengo por seguro que la vida de mis hombres correrá un grave peligro.
Tres horas más tarde, un moderno aerocoche sin los distintivos de la guardia civil nos espera en la puerta de Guzmán el Bueno con las coordenadas de la casa de Cifuentes en su navegador. He pedido que nada de su aspecto exterior pueda indicar que se trata de un vehículo oficial. Quiero que nuestra visita sea lo más discreta posible. Que pase totalmente desapercibida ante los medios de comunicación. Bastante daño nos ha hecho ya con sus reportajes sectarios y malintencionados. Alfredo ha modificado su uniforme estándar por una imprimación elegante y distinguida que le hace parecer el aristócrata que lle- va en sus genes. Yo, mucho más modesto, también he cambiado mi atuendo habitual por ropa deportiva y moderna que de forma subliminal me haga parecer algo más joven y dinámico.
La fabulosa mansión de las afueras de Madrid que comparte con su esposa e hijos está situada en una urbanización privada rodeada de todo tipo de lujos y avances tecnológicos en seguridad domótica. Como el escudo de invisibilidad que la circunda, que la protege de miradas indiscretas y que solo nos deja vislumbrar un idílico bosque proyectado en una mega esfera de dimensiones difíciles de calibrar, o el ejército de incansables nanobots que patrullan toda su descomunal superficie esférica.
Tras atravesar varios sofisticados sistemas de control, penetramos en la zona prohibida a los simples mortales que habitamos el planeta Tierra. El impacto visual nos deja conmocionados. Arquitecturas imposibles de corte futurista se combinan con otras mucho menos quiméricas que nos recuerdan las diferentes épocas de la civilización humana. Lagos y fuentes que desafían la gravedad y otras muchas leyes de la física que ya apenas recuerdo. Es como sumergirse en un hipotético universo donde todas las realidades alternativas se hubiesen dado cita simultáneamente en un espacio finito.
—Bienvenido al mundo de los ricos —masculla Alfredo con una sonrisa burlona—. Y vete preparando porque esto es solo el aperitivo.
Asiento como un niño embobado. Todo parece supervisado hasta el mínimo detalle. Desde la pureza del aire que respiran hasta la temperatura ambiente de cada subzona pasando por una perfecta concentración de microorganismos benéficos para la salud diseñados para frenar el envejecimiento y el deterioro celular.
Nuestro aerocoche se detiene suavemente a la entrada de su residencia privada. Es un modelo estándar, antiguo, que destaca como un poderoso foco entre los avanzados sistemas de propulsión que se cruzan con nosotros. Soy consciente de que no hemos pasado todo lo desapercibidos que hubiéramos deseado. A pesar de no llevar ningún tipo de identificación que nos delate como miembros del Cuerpo, tengo la sensación de estar siendo observados por miles de ojos indiscretos.
Una colección de variopintos robots virtuales se materializa a nuestro lado y nos rodean como niños a la espera de una golosina. Es el comité de bienvenida de Alberto Cifuentes.
Penetramos en su fortaleza a través de una puerta circular que se cierra en cuanto la franqueamos y que me recuerda aquel viejo cuento infantil de Alicia en el país de las maravillas. Uno de los robots virtuales adopta la forma de conejo y nos insta a seguirle.
He oído hablar de esa tecnología domótica pero no le veo la gracia. Tu chip neural interactúa con el software de la vivienda y recrea un universo visual basado en tus recuerdos. Se supone que en aquellas reminiscencias infantiles que tú añoras y valoras de forma positiva. Y también se supone que de esta forma te construye un espacio de confort en el que te sentirás receptivo para interactuar con quien te ha invitado.
Alfredo me mira de reojo y me sonríe. Sabe hasta qué punto detesto cualquier intromisión en mi privacidad. No me gusta que accedan a ningún recoveco de mi chip neural sin mi permiso expreso, aunque sea a la parte pública del mismo.
Quiero pensar que solo es un ejemplo más del esnobismo con en el que se entretienen los muy ricos. Y que no es una artimaña de Cifuentes para que bajemos la guardia y ganarse nuestra confianza. En cualquier caso, sé que no debemos perder la concentración ni un solo instante.
Entramos en una sala en apariencia gigantesca. Una ligera nebl na de un tinte lechoso nos rodea impidiéndonos, de nuevo, calibrar las verdaderas dimensiones de la misma. Un espacio abierto, diáfano, libre y dinámico nos envuelve. Es el culmen de una arquitectura que preconiza la expiración de barreras físicas en los hogares. Sin obstáculos ni restricciones. Creando diferentes espacios separados por transiciones que se crean y se destruyen según las necesidades. Nada en común con las recreaciones virtuales de las clases bajas. Esto es real. Nanotecnología en estado puro. Muebles flotantes e interactivos que permanecen invisibles, fusionados con el entorno y que solo se perciben como reales cuando se les precisa, cuando se necesita hacer uso de ellos.
Seguimos a mi particular conejo que ahora adopta la forma de un robot de protocolo de gama alta. No me imagino el aspecto que habrá elegido para mi compañero. Y casi prefiero no saberlo.
Atravesamos una zona de transición y nos sumergimos en una especie de universo paralelo. Un viaje en el tiempo en toda regla a la antigua Grecia. Mi robot de protocolo cambia su traje por un quitón griego. Parece un auténtico habitante de la Hélade clásica. Con voz pausada nos explica que Cifuentes es un erudito amante de la antigua civilización como muy bien reflejan las exquisitas obras de arte que nos circundan. Me encantaría quedarme a disfrutar de tantas maravillas que solo pueden contemplarse en un museo, pero nuestro cicerone virtual nos insta a continuar el curioso itinerario que nuestro anfitrión nos ha preparado por su extraordinaria mansión.
Atravesamos una nueva zona de transición y aparecemos en medio de una especie de museo que nos transporta a un periodo indefinido de nuestra historia. Calculo que nos movemos entre los siglos XV y XVI, en pleno Renacimiento. El anacronismo nos golpea y nos sume en un mutismo que ayuda sin paliativos a la reflexión. Y que me llevan a preguntarme qué pretende Cifuentes con esta cita y con este despliegue de efectos. Como muy bien había vaticinado mi teniente, esta casa iba a resultar una auténtica caja de sorpresas.
Nos encontramos en su galería privada de grabados. Obras de Durero, Ugo da Carpi, Antonio da Trento, Hans Burgkmair y otros grandes maestros que a mí me resultan desconocidos, nos envuelven, nos cercan, mientras avanzamos absortos, maravillados entre tanta explosión de belleza. Piezas auténticas que deben valer una fortuna. Aquí nada es imitado. Todo es real, antiguo, tangible, verdadero.
Y comprendo que Cifuentes no hace nada sin una doble intención. Mostrarnos este lugar íntimo de su casa es un guiño a Alfredo, un verdadero aficionado y gran experto en xilografía, que gracias a su fortuna personal tiene el privilegio de poder disfrutar de una hermosa colección privada de grabados de diferentes épocas. El mensaje es claro. Tú también eres de los míos.
Estamos tan absortos contemplando los delicados matices de una de las obras del maestro Ugo da Carpi que durante varios minutos no nos percatamos de la presencia de Cifuentes.
Alfredo está emocionado. Me explica los detalles con un entusiasmo que roza la devoción.
—No saben cómo me alegra encontrar a alguien que sepa apreciar y valorar en su justa medida este hermoso arte. Lo lamento, pero no he podido evitar escuchar su conversación —se disculpa regalándonos una amplia sonrisa—. No quise interrumpir la explicación de un experto —comenta dirigiéndose claramente a mi compañero.
Nos ofrece su mano. Un apretón fuerte, firme. De nuevo piel con piel. Como en nuestro primer encuentro. No parece temer un contagio. O quizás ya hayamos sido desinfectados al entrar en la urbanización. Es poco probable que los habitantes de este paraíso artificial, de esta burbuja de cristal de dimensiones gigantescas, se arriesguen a contraer enfermedades propias del vulgo. Me consta que algunos ni siquiera son capaces de traspasar la barrera que los protege del exterior y solo se relacionan con otros seres humanos a través de sus avatares.
No parece ser el caso de Cifuentes. Al igual que en la primera entrevista que nos concedió, su trato es cercano y cordial. Como diría Antonia, demasiado estudiado, excesivamente afectado.
—Tengo entendido que es usted un apasionado de los maestros alemanes y que posee una colección digna de un gran erudito.
Alfredo asiente.
Leo en su mirada que se siente halagado. Le conozco bien y sé que no es un hombre al que se pueda manipular fácilmente mediante elogios, pero también le conozco lo suficiente como para saber que su pasión por la xilografía es su debilidad.
Cifuentes ha hecho bien su trabajo. Le ha estudiado a conciencia y ha encontrado su punto flaco. Y le ha montado este teatro para que baje la guardia y se predisponga emocionalmente a su favor.
Durante varios minutos, en los que yo aprovecho para deambular por la sala, hablan de su ilustrado pasatiempo como si se conocieran de toda la vida. Intercambian datos, anécdotas, bromas. Reforzando ese sentimiento de pertenencia a otra clase social.
Me pregunto qué tendrá reservado para mí. Cuál será en su opinión mi punto débil. Pero no pienso darle la oportunidad de ensayar conmigo y decido contraatacar.
—¿Reconoce este emblema? —le consulto, mostrándole una imagen del trozo de tela encontrado en la Isabela, que flota imperturbable ante él.
No se lo espera y sus ojos se clavan en ella y la observan duros, fijos, sin pestañear.
—¿Debería? —responde en un tono ligeramente cortante pero controlado.
—No lo sé, por eso se lo pregunto.
—Quiero pensar que ustedes no hacen preguntas al azar, por lo que deduzco que han establecido alguna relación entre ese trozo de tela y yo.
No le gusta el cariz que está tomando la conversación, a pesar de su sonrisa estudiada. Es un hombre que necesita tener todo bajo control y yo le estoy arruinando la puesta en escena que tan cuidadosamente nos había preparado.
—Deduce bien.
Alfredo me mira sorprendido. No entiende la razón de mi agresividad encubierta y decide intervenir para rebajar una tensión que comienza a palparse.
—Este trozo de tela se encontró en uno de los escenarios de los últimos droidicidios donde aparecieron algunos de los robots sustraídos por Samuel Blasco. Pensamos que usted podría aportarnos alguna idea de su posible procedencia.
Niega firmemente con un gesto rotundo.
—Parece una tela monocroma estándar pero nunca había visto este diseño en particular, que yo recuerde —puntualiza, intentando no expresar emoción alguna—. Obviamente, mis robots se venden con el anagrama de nuestra empresa.
Rodea la imagen y la gira suavemente con sus dedos en un intento de mostrar interés por servirnos de ayuda.
—Pediré a mis técnicos que revisen nuestros archivos. En ocasiones nos demandan algún logotipo especial para imprimir en los trajes.
—Entiendo que cuando se refiere a sus robots, también incluye a los vendidos al ejército —le preguntó sin intención de soltar a mi presa.
—Por supuesto. Como muy bien sabrá, el dieciocho por ciento de nuestra producción, aproximadamente, se construye con fines militares.
—Sí, estamos al corriente —interviene Alfredo—. Es usted el mayor proveedor nacional de ese tipo de robots.
—Lo que quizás desconozcan —nos explica mostrando una perfecta sonrisa de manual—es que nuestra filial militar, a pesar de pertenecer al grupo empresarial que presido, no está directamente bajo mi control directo, sino que es mi primera esposa la que lleva los aspectos técnicos de la misma.
Nos lo cuenta con condescendencia, como lo haría un maestro que enseña a sus alumnos algo evidente y trivial. Con amabilidad e infinita paciencia.
—Si creen que ese trozo de tela —añade en tono divertido, jugando con su imagen como si quisiera convertirla en un juguete inocente— puede tener algo que ver con nuestros robots militares, debe- rían concertar una cita con mi ex esposa y preguntárselo directamente a ella. Aunque ya les reitero, que al igual que a todos nuestros robots civiles, el único logotipo que aparece en sus trajes es el que ustedes ya bien conocen.
—No será necesario molestarla. Imagino que su ex esposa tampoco podrá sernos de mucha ayuda —le respondo en un tono serio y algo cortante.
Alfredo me mira de nuevo con cara de sorpresa. No entiende qué mosca me ha picado para comportarme de un modo tan poco cortés. En un tono que casi raya la grosería. Sabe que no es mi estilo y le preocupa que pueda llegar a perder los papeles con alguien que, pues- tos a las malas, nos podría ocasionar más de un quebradero de cabeza.
Pero yo no tengo intención de irme de allí sin apretarle un poco más las clavijas. Lo más probable es que lo niegue todo en su habitual estilo evasivo, pero nunca se sabe. Quizás consiga hacer que su máscara se resquebraje ligeramente.
—¿Qué sabe de los extraños modelos encontrados en los cuatro escenarios criminales? —le suelto a bocajarro, omitiendo que existe un quinto crimen y que la tela procede de este último—. Hay fuertes indicios de que también procedan de sus fábricas. Y de que se vendieron con fines militares.
Cifuentes me mira perplejo. Como si me hubiese vuelto loco. Pestañea varias veces y mueve la cabeza en un gesto que ya me empieza a resultar característico en él, de extrañeza, de asombro, de no poderse creer lo que está escuchando. Su cuidada sonrisa ha desaparecido de su rostro.
—Ojalá dispusiéramos de una tecnología tan sofisticada. He analizado las grabaciones que usted mismo me facilitó y le aseguro que mi empresa está muy lejos de poder fabricarlos. Esos modelos son pura ciencia ficción. No entiendo cómo pueden tener fuertes indicios de nada.
Mi teniente no está dispuesto a que le arruine la entrevista y le echa un cable desviando la conversación hacia temas menos escabrosos, preguntándole por su actual esposa e hijos que según nuestras fuentes conviven con él en su increíble vivienda. Y Cifuentes, se agarra con uñas y dientes a la cuerda que le lanza y nos regala un tour guiado por su fabulosa mansión, amenizando su relato con anécdotas familiares.
Tras atravesar varias transiciones que van dando acceso a diferentes zonas de la casa a cuál más increíble, llegamos a lo que supongo debe ser uno de sus múltiples despachos de trabajo. Me recuerda a las oficinas de la Castellana y así se lo hago saber. Para rebajar la tensión que se palpa entre nosotros y mostrar cierta amabilidad ya que no he abierto la boca en todo el recorrido. Me da la razón, explicándome que contrató a los mismos diseñadores, y me obsequia con una de sus encantadoras sonrisas de catálogo de anfitrión perfecto.
Aparecen unos sillones de la nada y nos invita a tomar asiento. Pero en esta ocasión ya no nos sorprendemos de tales maravillas tecnológicas y nos acomodamos en espera de lo que tenga intención de comunicarnos.
Desconocemos la razón por la que hemos sido invitados, pero ya nos hemos cansado de hacer cábalas absurdas y dejamos que se exprese sin interrupciones.
—Es el informe completo de los movimientos de Blasco en la empresa en los últimos meses y de una serie de datos que les puede resultar de interés para su investigación.
Ante nuestros ojos despliega un archivo con información variopinta sobre diferentes empleados de la fábrica incluyendo a Blasco. Parece bastante exhaustiva, aunque gran parte de lo aportado ya lo hemos analizado gracias al chip neural del detenido.
—¿Algo más? —le pregunto con ironía. Ambos sabemos que no necesita nuestra presencia física para hacernos llegar esta información.
—Sí, hay algo más. He de serles sincero. Necesito su ayuda con urgencia. Necesito que encuentren a un hombre. Extraoficial. Sin preguntas. Su coronel ya está al corriente.
Lo que Cifuentes nos pide es absolutamente irregular pero el nombre de Campos hace que asintamos en silencio como dos niños educados y obedientes, a la vez que aparece ante nosotros la imagen de un joven desconocido.
—Necesito que encuentren a Marcos Valbuena.
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CAPÍTULO XXIV
MARCOS
Madrid, 12 de febrero de 2332, cinco días antes
No quiero preocupar en exceso a Natalia, pero no me ha quedado más remedio que compartir con ella la sospecha de que pueden estar sobre nuestra pista.
Sé que han entrado en mi nube a pesar de los sistemas de seguridad que tengo implementados. Que, sin pecar de falsa modestia, puedo asegurar que son de lo mejor que se puede encontrar en este momento en el mercado.
Lo que me lleva a pensar que no son simples aficionados y que debemos poner tierra de por medio cuanto antes. No sé quiénes son ni lo cerca que se encuentran de dar con nosotros, pero no pienso arriesgarme a esperar sentado a que nos den caza como a conejos.
Ni mi casa ni el apartamento de Natalia son ya lugares seguros. Debemos procurarnos un espacio franco donde refugiarnos y montar nuestro centro de investigación. Porque no pienso cejar hasta dar con los responsables que nos involucraron, sin nuestro consentimiento, en este extraño y maquiavélico experimento.
Tenemos la sospecha de que tuvo que partir del entorno de la universidad o al menos de que tuvo que haber miembros de la misma involucrados de alguna forma. Castro es un buen ejemplo. Y posiblemente no sea el único. A Natalia se le ha ocurrido una original idea que nos permite matar dos pájaros de un tiro. Escondernos en la propia universidad, delante de las narices de nuestros hipotéticos perseguidores, y utilizar sus recursos informáticos para husmear sus pasos.
Camuflados como simples estudiantes bajo documentación falsa nos hemos colado en uno de los apartamentos del campus para alumnos con pocos recursos económicos. La mayoría soportan asfixiantes préstamos educativos y es lo único que se pueden permitir si no quieren dormir tirados en la calle. Es una habitación diminuta, está vieja, ajada y produce una sofocante claustrofobia. Pero es poco probable que nos busquen por allí. El vecindario es discreto, reservado, poco amigo de entrometerse en las vidas ajenas. Y lo que es más importante, nos ofrece uno de los mejores accesos a la red global desde el más absoluto anonimato.
He solicitado en mi trabajo una licencia de virtualidad que me libera totalmente de tener que hacer acto de presencia en cualquiera de mis actividades laborales. Permitiéndome trabajar en remoto y delegar todas mis tareas en uno de mis avatares creado para tal fin. No solo es mi imagen pública ante el mundo sino también uno de los cordones umbilicales que me atan a la red. No sé cuánto durará nuestro encierro voluntario ni si llegarán a cerrar el cerco hasta el punto de temer por nuestras vidas. Pero si llegase ese momento no dudaría en desconectarme por completo de mi vida anterior y convertirme en un proscrito hasta llegar al fondo de este pérfido asunto.
El intento de penetrar en los archivos privados de Castro ha resultado un total desastre. Un intento inútil y fallido de acceder a su nube. Un esfuerzo estéril que nos ha dejado exhaustos y con la moral por los suelos. Mi reputado colega no es adversario fácil y si estamos en lo cierto y está implicado realmente en el sórdido asunto de los chips, dudo que esté dispuesto a darnos ningún margen de ventaja para conseguir pruebas que lo incriminen.
Hemos buscado, rastreado, escarbado sin descanso entre los innumerables trabajos publicados por Castro para intentar hallar alguna idea, alguna conexión, alguna relación con los sofisticados chips neurales que llevamos implantados. Pero no hemos dado con ninguna alusión clara de que sus teorías hayan podido desembocar en esta tecnología. Todo es indirecto, tangencial.
Los mismos resultados decepcionantes con los miembros de su equipo y de su entorno próximo. Si las pruebas con sujetos reales como nosotros se realizaron dentro de las paredes de la universidad, hay que reconocer que supieran borrar sus huellas de forma impecable. Sin embargo, alguien tuvo que ver algo fuera de lo normal, alguien tuvo que ver algo sospechoso. Me pregunto si llegaron al soborno o incluso a la amenaza para mantener las bocas cerradas. Si estoy en lo cierto, no nos será fácil encontrar pistas sólidas.
La única referencia que hemos encontrado que pueda tener algún tipo de conexión con esta tecnología es un artículo publicado por Castro hace un par de años sobre reprogramación de memorias compartidas en avatares. Aportaba un nuevo enfoque al problema clásico, no del todo resuelto ni comprendido en su totalidad, de cómo fusionar la información aportada por varios avatares de un mismo humano sin que éste acabase con un trastorno múltiple de la personalidad.
El modelo de avatar único trabaja bajo tres estados. El más elemental o también llamado estado primario es una mera recreación virtual con una programación muy básica que realiza funciones fundamentalmente protocolarias. Es como nuestra carta de presentación al mundo. Puede adoptar forma humana con nuestro propio rostro u otro elegido de nuestro agrado o adoptar otras formas más extravagantes.
En su estado secundario, actúa en tiempo real como si fuese una prolongación de uno mismo. Se convierte en mucho más que un sexto sentido. Nos permita ver, oír, degustar, tocar, oler, experimentar, en definitiva, sentir, desde la seguridad que nos garantiza la distancia.
Y, por último, en su tercer estado, actúa en tiempo diferido lo que permite a la persona realizar actividades conscientes alternativas y posteriormente acceder a las experiencias registradas por el avatar.
Tener varios avatares con diferentes personalidades subyacentes y diferentes aspectos físicos no es incompatible con este modelo, ya que en cada interacción con el medio exterior solo se hace uso de uno de ellos.
Hace aproximadamente unos treinta años, una agresiva campaña publicitaria lanzó al mercado la falsa necesidad de utilizar simultá- neamente varios avatares. Lo que permitía alcanzar de forma sencilla y barata uno de los viejos sueños de la humanidad. El don de la ubicuidad. La omnipresencia divina.
Hasta ese momento, toda la información registrada por cada una de las copias debería almacenarse en el chip neural. Y posteriormente, el propietario legal del avatar podría acceder a dicha información de forma secuencial. Pero eso no era lo que la gente demandaba. Eso ya existía desde hacía más de trescientos años. Lo que ahora se vendía era poder interactuar en tiempo real con todas las copias de forma sincrónica.
Nadie pareció plantearse las consecuencias de un uso abusivo de esta tecnología recién estrenada y mal comprendida. Al principio, las multinacionales implicadas en la venta de los paquetes poliavatar intentaron silenciar los casos de patologías psiquiátricas derivadas de un uso abusivo. Pero posteriormente, tuvieron que retirarlos de la ven- ta ante la avalancha de demandas judiciales que se les venían encima. Las acciones cayeron en picado y más de una de estas empresas tuvo que declararse en quiebra ante la imposibilidad de afrontar las sangrantes pérdidas. Una de las grandes beneficiadas fue la empresa de Alberto Cifuentes. Ya era una de las top en el mercado tanto nacional como internacional, pero la purga que se produjo en el sector la catapultó definitivamente al primer puesto del ranking, lo que le granjeó no pocas enemistades.
El artículo publicado por Castro hacía tan solo un par de años planteaba un modelo diferente. Solo un avatar principal. El resto, hasta un número arbitrario n nunca mayor de doce, jugarían un papel secundario. A partir de ese número el sistema podía desestabilizarse.
El modelo era complejo y esbozaba una propuesta de cómo integrar las diferentes memorias compartidas sin los nocivos efectos secundarios de antaño. Era una propuesta novedosa y original que paradójicamente deambuló por los círculos universitarios sin pena ni gloria y quedó al poco tiempo de su publicación sepultado entre millones de artículos de nulo o escaso interés. De nuevo, parecía que nos habíamos topado con otro callejón sin salida.
Natalia está callada, ensimismada, perdida en su mundo interior. Es una mujer compleja, de múltiples matices, como un caleidoscopio multicolor que gira y gira ante mí, deslumbrándome, cegándome. Apenas la conozco y sin embargo ya leo en su fría mirada que está a punto de plantearme una idea arriesgada e inesperada.
En nuestro diminuto habitáculo es difícil poner barreras que delimiten nuestro espacio físico para ofrecerle algo de intimidad. Pero quizás no sean necesarias. Yo me sumerjo en mi búsqueda infructuosa de romper los sistemas de seguridad de Castro y le permito que siga madurando en silencio sus oscuras reflexiones.
Media hora después sale de su mutismo y aparece la Natalia resolutiva y decidida. No me he equivocado. Su idea es audaz y osada, pero en absoluto irreflexiva.
Pretende intentar acceder a la información almacenada en nuestro segundo chip con la ayuda del doctor Aguilar. Es la única persona en la que confiamos plenamente que además posee los conocimientos necesarios para poder manipularlo de forma segura.
Comunicarnos por la red es demasiado arriesgado. A pesar de las fuertes medidas de seguridad que tiene implementadas con sus pacientes no podemos estar plenamente seguros de que no puedan ser atacadas y vulneradas. Por lo que después de evaluar pros y contras, decidimos aparecer por sorpresa en su consulta y confiar en que pueda y quiera recibirnos.
Natalia es una experta en disfraces y engaños como ya me demostró en nuestro primer encuentro. En apenas una hora hemos camuflado nuestra apariencia hasta el punto de que no me reconocería ni yo mismo. Salimos a la calle totalmente enmascarados bajo la protección que nos ofrece nuestro nuevo aspecto.
Esta mujer no deja de sorprenderme. A pesar de lo que nos jugamos, un brillo pícaro en sus ojos me lleva a pensar que está disfrutando con esta representación teatral que hemos montado. Posiblemente solo sea una forma de desahogarse y de liberar toda la tensión que hemos estado acumulando en estos últimos días. Yo, sin embargo, no estoy para muchas bromas. Reconozco que me gusta vivir en un mundo ordenado y predecible. Y que me preocupa la respuesta de Aguilar. Me inquieta pensar que nos pueda echar de su consulta a cajas destempladas y que nos encontramos de nuevo en la casilla de salida, pero me angustia mucho más lo que pueda suceder si decide ayudarnos y abrimos la caja de Pandora de nuestros soterrados recuerdos.
Parece que la suerte nos sonríe. Aguilar no tiene concertada ninguna cita y nos recibe con la misma cordialidad y amabilidad de siempre. Ni siquiera se sorprende de vernos disfrazados de semejante guisa. Ni de que hayamos aparecido juntos en su clínica. Se podría pensar que nos estaba esperando y que ya sospechaba que entre nosotros se habría establecido algún tipo de relación.
Pasamos a su curioso despacho ambientado en los albores del siglo XX. Un guiño inequívoco a los científicos que pusieron las bases de una nueva psiquiatría cuyas raíces todavía hoy, siglos después, siguen fuertemente arraigadas en nuestro pensamiento.
Nos sentamos y Natalia toma la palabra. Ha preparado un breve resumen de nuestra situación. Conciso y directo. Sin dobleces. Necesitamos su ayuda y no es momento de subterfugios.
Aguilar nos mira de forma alternativa con su habitual expresión relajada. Como si estuviera meditando si implicarse o no y en caso afirmativo, hasta qué punto.
En este universo desplazado, anacrónico, el tiempo parece haberse detenido. Mi corazón late inquieto. Mi pulsera radia una suave iridiscencia, pero no emite sonido alguno. He tenido la precaución de anularlo para que no delate mi creciente nerviosismo. Rozo con suavidad la mano de Natalia. Está fría, como su mirada, clavada en el rostro de Aguilar que se mantiene impávido durante unos segundos que a mí se me antojan eones.
Se levanta despacio, como a cámara lenta y abre un armario tras teclear una secuencia alfanumérica. Extrae una carpeta. En su interior, un dossier impreso en lo que parecen arcaicas hojas de papel o de un material de similar aspecto. Es la primera vez en mi vida que las veo de cerca. Me gustaría poder tocarlas, pero no me parece apropiado. No es el momento de tener comportamientos infantiles.
Natalia también parece sorprendida. Está claro que nuestro amable psiquiatra también sufre de paranoia. Sin duda, es la mejor forma de no ser rastreados. Guardar cualquier información comprometida en soportes arcaicos. Prescindir de toda tecnología.
Se sienta de nuevo y nos aconseja silenciar nuestro chip neural. Mantener, a partir de ahora, lo que en argot policial se conoce como un contacto ciego. Que la conversación quede entre nosotros. Que nada ni nadie fuera de estas cuatro paredes pueda saber lo que aquí se está cociendo.
Me relajo de forma instintiva. Aguilar ya nos ha dado su respuesta sin necesidad de expresarlo con palabras. Va a implicarse. Quizás ya lo haya hecho. Posiblemente comenzó a hacerlo desde el mismo instante en que nos convertimos en sus pacientes.
Abre la carpeta y nos muestra el contenido del archivo. Es suave, blando y a la vez rígido. Me produce una sensación extraña que me arranca una sonrisa que resulta contagiosa. Reímos como niños. Natalia tampoco ha tocado en su vida el papel y lo acaricia como si fuese un objeto valioso. Lo es. En el está impreso de forma prolija y detallada la forma de acceder a nuestro segundo chip y lo que es más importante, cómo leerlo y cómo modificarlo. Aunque Aguilar nos reconoce que nunca lo ha intentado con sujetos humanos.
—Desde que aparecisteis en mi consulta y supe que os los habían implantado no he dejado de investigar en el tema. Día y noche, de forma obsesiva —nos confiesa con una sonrisa cansada—. Un colega de mi absoluta confianza me facilitó este dossier.
Sus dedos tamborilean sobre los folios escritos señalando el objeto de sus desvelos.
—Y me ayudó a comprender su funcionamiento. En parte, obviamente —puntualiza, con un gesto que podría interpretarse como de disculpa—. Al fin y al cabo, yo no soy ningún experto.
Nos explica que ya sabía de la existencia de pacientes con un doble chip. Nunca llegó a tratar a ninguno en su consulta, aunque había leído sobre esa tecnología. Pero que el nuestro presenta una particularidad especial que le hace único.
—¿En qué sentido? —quiere saber Natalia.
—En la dificultad de acceso a la información guardada en el núcleo del chip. Si como imagino vuestra intención es recuperarla, os advierto de que será complejo y muy peligroso. Hay bibliografía que relata numerosos casos en los que intentar extraer los datos grabados ha resultado una aventura mortal.
—Me arriesgaré —responde Natalia con firmeza—. No tenemos otra opción.
—Siempre hay opciones alternativas —le rebato empleando sus propios argumentos—. Es lo que tú siempre me replicas.
—Está vez no. Y sabes que tengo razón —me responde con dulzura.
Yo ya no sé nada. Solo sé que no quiero perderla. Y también sé que no podré convencerla de lo contrario. Es terca, pertinaz y cuando toma una decisión en firme es casi imposible que la reconsidere y dé marcha atrás.
—Deja que sea yo quien se someta a la prueba.
—Eso no es negociable —me contradice ahora con dureza—.
Si me ocurre algo, tú sabrás lo que hay que hacer.
Se equivoca de nuevo. Si le ocurriese algo yo no sabría ni por dónde empezar.
—Será mejor que comencemos cuanto antes —insiste, decidida, rotunda.
—¿Estás totalmente segura de querer hacerlo? —pregunta Aguilar suavemente, para intentar disuadirla de cometer lo que a todas luces parece una locura—. Ya sabes que si empiezas el proceso no habrá vuelta atrás.
Natalia asiente. Está serena, firme, demasiado tranquila. Sus ojos del color del acero. No parece de este mundo.
—Estoy decidida. Sabes que confío plenamente en ti porque me consta que te has estado preparado a conciencia —afirma Natalia—. Nos esperabas —no es una pregunta. Es la ratificación de una evidencia.
Ya está todo dicho y no tiene sentido retrasar lo inevitable. Tengo un nudo en el estómago que mi pulsera médica se encarga de hacer público cambiando de color. Pero ni Natalia ni Aguilar se percatan.
Pasamos a una sala impoluta. Me trae recuerdos de mi primera cita con Aguilar. La camilla de un blanco lechoso se funde con su entorno. Blanco sobre blanco. Todo parece preparado, listo para lo ineludible. Le deseo suerte. Un beso. Un hasta pronto. Es ella la que me da ánimos, la que aprieta mi mano y me tranquiliza.
Horas después se abre la puerta de la salita de espera. He perdido la noción del tiempo. Quizás solo hayan transcurrido minutos o quizás días completos.
Aguilar muestra un semblante serio. El rostro de su robot inescrutable.
—Natalia está perfectamente. Ahora descansa con un ligero sedante —me tranquiliza, permitiendo que la sangre vuelva a circular por mi torrente sanguíneo—. Pero no hemos podido acceder a su segundo chip de forma controlada. Empezó a tener convulsiones y no quise arriesgarme a que entrase en parada. Creo que al intentar manipularlo hemos hecho que vuelva a sufrir una de esas horribles pesadillas. Pero esta vez me temo que de forma mucho más intensa. Al menos —se exime en parte de la sensación de fracaso— hemos conseguido grabar parte del sueño y podremos analizarlo con detalle. Creo que deberías verlo ante de que ella despierte.
Quizás se te ocurra algo. Le propongo intentarlo de nuevo conmigo, pero se opone rotundamente. Creo que no me quiere confesar que la intervención ha pasa- do por momentos críticos y que en algún instante ha llegado incluso a temer por su vida o por un daño cerebral irreversible.
Regresamos a su cálido y acogedor despacho. La madera que forra las paredes como una suave funda protectora me produce una sensación de placidez y calma. Tengo la sensación de que él también necesita relajarse. Sus manos tiemblan imperceptiblemente o solo son imaginaciones mías.
Una pantalla de gran tamaño se ilumina ante nosotros. Unas suaves sombras se perfilan alrededor de unos objetos que no termino de reconocer. Hay algo familiar en ellos, pero no soy capaz de identificarlos plenamente. Intento apresarlos, aferrarme a ellos, pero se me escapan, se me escabullen como peces mojados. Estar viendo los recuerdos de Natalia proyectados en el vacío me provoca emociones encontradas, ambivalentes. Es un acto tan íntimo, tan insondable, tan hondo, que sufro al profanar sus más profundos y recónditos secretos. Pero también sé que nunca llegaremos a estar tan ligados, tan engarzados, tan próximos, como en este instante mágico. Y me lamento con vergüenza por sentir celos de Aguilar.
Las imágenes parecen cobrar vida, se precisan, se concretan y nos encontramos en lo que parece una gran nave de techo alto y paredes acolchadas tapizadas con unas protuberancias que me recuerdan asideros para droides. A primera vista, parece una nave industrial de producción en masa de robots.
Aguilar ordena a su IA que busque similitudes por la red. Nosotros seguimos en contacto ciego para evitar rastreos indeseados, pero ella no necesita tomar precauciones tan drásticas. De forma instantánea encuentra sus coordenadas espacio temporales. Unas coordenadas que no me pillan por sorpresa. Y presiento que a mi psiquiatra tampoco.
La imagen que Natalia ha guardado celosamente en su segundo chip pertenece a una de las fábricas de Alberto Cifuentes, gran magnate de la robótica española y muy a mi pesar, mi antiguo jefe. Fue una época en la que yo no le hacía ascos a ningún trabajo. Una época en la que, si era necesario, me prostituía intelectualmente con encargos de dudosa legalidad con tal de poder amortizar mi préstamo universitario. Mi orgullo siempre me impidió recibir ayuda de mis solventes y adinerados padres por lo que no me quedó otra opción que buscarme la vida por mi cuenta y riesgo, como mejor supe o como mejor pude.
Cifuentes fue una especie de tabla de salvación que me llegó en un momento en el que mi situación era bastante precaria por no decir desesperada. Pero el salvavidas que me tendió llevaba atada una soga oculta que me maniató a él durante dos largos años.
El sueldo era de lo más generoso y me permitía cubrir unos cuantos agujeros. Y el proyecto al que me adscribió era atrayente, rompedor, poderosamente tentador. Yo solo era un eslabón más en un complejo engranaje multidisciplinar. Matemáticas abstractas del más alto nivel al servicio de ciencia aplicada de vanguardia. Rozamos la soñada singularidad tecnológica, pero no llegamos a alcanzarla. Enamorarme del proyecto y confiar ciegamente en su inspirador fueron mis dos grandes errores.
Prefiero no pensar que alejarme del diseño trazado por el gran Cifuentes fuese el tercero. Y que este grave error no sea el origen de esta maldita pesadilla.
A Natalia nunca le he llegado a confesar mi vinculación tan cercana y directa con el poderoso empresario que tanto me marcó. Nos juramos sinceridad, pero no he sido capaz de cumplir mi promesa. Imagino que Natalia tampoco lo ha hecho. Y no me importa. La verdad a ultranza siempre me pareció una virtud excesivamente valorada. Este es el único secreto que no comparto con ella.
Creo que en el fondo me siento algo avergonzado de lo que hice en aquel periodo de mi vida. Por haber participado en un proyecto lleno de luces y sombras, como el mismo Cifuentes. Sé que cruzamos varias líneas prohibidas. Yo quise desvincularme dedicándome a otras cosas. Construyéndome una nueva vida. Olvidándome de todo. Pero una vez cruzadas no pudimos evitar sus impredecibles consecuencias.
La fábrica de robots no es el único recuerdo que las pesadillas de Natalia han sido capaces de devolvernos a la luz. Nuevas imágenes se perfilan ante un Aguilar impasible, pero a la vez expectante, y ante mí, a quién ya nada puede sorprender.
Contemplar el rostro de mi alter ego, sin embargo, no me deja indiferente. El rostro de un asesino a sueldo. Mi propio rostro.
Debería recordar el momento y el lugar, pero me siento impotente para ofrecer la más mínima información de utilidad. Hay algo que me resulta familiar, pero que desgraciadamente se me escapa.
No estamos solos. Hay más personas o quizás solo sean robots. Unos robots fabricados con una tecnología quimérica que me recuerda que Natalia y yo no fuimos las únicas cobayas.
Atravesamos un largo pasillo con varias puertas cerradas a iquierda y derecha y entramos en una sala rectangular de unos treinta metros cuadrados situada al fondo del mismo. De diseño sencillo pero moderno. Es una especie de pequeña sala de reuniones. Las paredes son blancas, lisas, sin referencia alguna que nos pueda aportar ninguna pista. Una pantalla flotante de dimensiones considerables de marca estándar. Doce asientos dispuestos en tres filas y cuatro columnas. Solo cuatro quedan libres. Mi doble ocupa uno de ellos. Alba, que es así como la llama Natalia, el contiguo. Es igual de bella que su molde. E igual de enigmática.
Una ventana semiabierta desde la que se adivinan los tejados de las casas próximas es la única pista a la que podríamos agarrarnos. De repente, soy consciente de que este singular y extraño emplazamiento podría ser la misteriosa vivienda donde convivían todos los robots.
En cuanto se lo hago saber, Aguilar no pierde ni un instante y ordena a su inteligencia artificial que busque referencias cruzadas con los escasos datos que tenemos. En apenas escasos segundos, la IA encuentra el único ángulo posible y con ello las coordenadas de la vivienda. Situada en una zona tranquila de las afueras de Madrid. En una de las barriadas que surgieron de los planes urbanísticos de finales del siglo XXII. Según consta en el registro acaba de ser comprada en subasta pública por embargo. Y actualmente es propiedad de una empresa que resulta ser tan opaca como sus antiguos propietarios.
Estamos tan absortos en las imágenes que flotan ingrávidas ante nosotros que no nos percatamos de su presencia. La madera que cubre el suelo del despacho ha amortiguado completamente el sonido de sus pies descalzos y por tanto su llegada. No sé cuánto tiempo lleva allí contemplándose a sí misma ni cómo ha podido afectarle revivirlo de nuevo. Solo siento que me roza, suavemente. Me giro y la contemplo.
Tan pálida, tan frágil, tan inerme. Mantiene clavada en la pantalla su mirada de muñeca desvalida mientras Aguilar le resume en pocos minutos todo lo que hemos descubierto. La fabrica de robots, la implicación de Cifuentes y el lugar donde los tenían encerrados. Le habla del piso y de las coordenadas en las que se encuentra. Yo intervengo también y nos vamos interrumpiendo a cada frase, para explicarle con detalle y entusiasmo las líneas de actuación que nos hemos planteado.
Natalia asiente, hipnotizada. Se mantiene en silencio. Sin opinar. Sin pronunciarse. Conozco esa mirada. Cómo va tornándose fría y segura. Cómo va mutando hacia la otra Natalia.
Está de acuerdo con nosotros en que la IA rastree los rostros que aparecen en las imágenes. Tienen que existir sus dobles humanos. Y también está de acuerdo en seguir el hilo de la empresa fantasma que es la nueva propietaria del piso. Pero no está de acuerdo en hurgar en la trastienda de Alberto Cifuentes.
—Debemos ir a la casa y entrar en ella como sea —sugiere con firmeza—. Quizás todavía podamos encontrar alguna pista.
Es una idea arriesgada pero necesaria. Aguilar se muestra reticente en un principio, pero al final le convencemos con argumentos contundentes. En el fondo sabe, al igual que yo, que no tenemos alternativa.
—Y quizás nos abra definitivamente la puerta de los recuerdos —añado yo, dirigiéndome al psiquiatra convencido de que es una oportunidad de oro para poder acceder al segundo chip de forma controlada.
—Después, pediremos ayuda a mi padre —propone con un brillo especial en la mirada.
Yo creía que era huérfana y por la expresión de sorpresa de Aguilar, él tampoco sabía de su existencia. Yo no osaría solicitar ningún tipo de ayuda a mi familia, pero tengo que reconocer que mi relación con ellos siempre fue un tanto escabrosa.
—Nunca os he hablado de él —admite como si nos estuviera leyendo la mente— pero las situaciones desesperadas requieren soluciones desesperadas. Y creedme que, en este momento, Alberto Cifuentes es la única persona en este mundo que puede ayudarnos.
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Ana Rodríguez Monzón