La Quinta Ley [Capítulos XXXIII – XXXIV]
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CAPÍTULO XXXIII
PABLO
Madrid, 10 de junio de 2344, seis días después
Conocer personalmente a Natalia Cifuentes se había convertido en una prioridad para mí.
Durante demasiado tiempo había postergado un encuentro a todas luces inevitable. Cómo reaccionaría ella ante lo que Antonia llamaba jocosamente nuestra primera cita era todo un enigma para mí, pero cómo lo haría yo ante ella tampoco era un incógnita fácil de calcular. En cualquier caso, no hubo lugar para un primer contacto porque Natalia, simplemente, no dio señales de vida. Mis mensajes no recibieron respuesta alguna dejándome una sensación de frustración y por qué no reconocerlo, de profundo enojo.
Oficialmente no estábamos trabajando en el caso por lo que no podía citarla a declarar como testigo. Solo podía esperar que ella se aviniera a tener una charla informal conmigo de forma voluntaria. Pero desgraciadamente, con su silencio me había dejado muy claro que no iba a regalarme esa concesión. Tendría que idear otras vías alternativas para un primer acercamiento.
La oportunidad nos había surgido hacia tan solo un par de días. A través de un comunicado en las redes sociales en las que se anunciaba que Alberto Cifuentes iba a recibir un homenaje público a las siete de la tarde de hoy mismo, 10 de junio de 2344. Un cálido y entrañable homenaje acorde a su relieve y valía como destacado e influyente hombre de Estado.
Un acto institucional al que asistiría un escogido elenco de personalidades de la vida política, económica y social de este país. Familiares, amigos y también sus muchos enemigos no podrían faltar a tan solemne evento, lo que nos brindaba una oportunidad de oro para estudiar, in situ, a todos los implicados en la trama. Y por qué no confesarlo, para organizarle una pequeña encerrona a mi esquiva Natalia. Una celada para poder hablar con ella en privado o al menos para salir de allí con la promesa de una futura entrevista.
Propuse a mi general que Alfredo y Antonia me acompañasen. A priori no sería fácil conseguir invitación para tres guardias civiles sin ninguna vinculación con el caso, pero Campos se mostró de lo más colaborativo y me dio permiso, sin ambages, para utilizar de nuevo la etérea tarjeta de acceso ilimitado. Él ya había sido invitado. Como correspondía a su alto cargo y por la estrecha relación personal que les había unido en los últimos años. Una relación mucho más cercana de lo que yo hubiera imaginado.
En los últimos días habíamos mantenido un serie de charlas sobre Alberto Cifuentes que me habían confirmado que les unía algo más que una simple relación de trabajo. La conjetura sobre su posible suicidio, que tan solo defendíamos Alfredo y yo, no pareció resultarle tan disparatada como yo me temía. Presentí, ante sus palabras de claro apoyo, que Campos ya había barajado esa posibilidad pero que había preferido no compartirla con nosotros hasta no tener pruebas. Sin embargo, me reveló como primicia, que la policía ya tenía un sospechoso y que era cuestión de horas o como mucho de unos pocos días que le detuviesen.
Desde el inicio de la investigación ambos cuerpos se habían disputado las competencias del mediático caso y Campos había tenido que lidiar con sus correspondientes homólogos en la cadena de mando. Nosotros, gracias al carácter extraoficial de nuestras pesquisas, no habíamos sufrido ni las presiones de los medios de comunicación ni de las respectivas jerarquías lidiando por delimitar su ámbito de competencias. Y es que Cifuentes no podía haber elegido peor la forma, el lugar y el momento para ausentarse de este mundo.
Campos me había confesado que no comulgaba con la hipótesis policial. Demasiados cabos sueltos, demasiados interrogantes cerrados en falso. Una investigación que se estaba alargando demasiado y que pedía a gritos un chivo expiatorio. Recordé las palabras de Castro, «el crimen perfecto es aquel que se resuelve con un falso culpable».
En lo que ambos estábamos totalmente de acuerdo era en que de ser cierta mi teoría, solo un pequeñísimo círculo de su entorno habría estado al corriente de su plan. Con toda seguridad su hija Natalia para quien no parecía tener secretos. Conseguir su testimonio parecía un sueño imposible. Pero yo no me iba a quedar de brazos cruzados sin al menos intentarlo.
Antonia está espectacular. Bellísima. En definitiva, espléndida. Un vestido de un suave color marfil se adapta a la perfección a su envidiable figura a la vez que ilumina su rostro y su dorada piel. Un cuidado y sofisticado maquillaje de nanopartículas armonizan todo el conjunto dándole un toque elegante y a la vez sofisticado. Con el paso de los años ha alcanzado una madurez personal que la inviste de una aureola de distinción y glamour que no deja impasibles ni a hombres ni a mujeres. Campos bromea con ella sobre la conveniencia de que nos acompañe. Si queremos pasar desapercibidos, Antonia no nos lo va a poner fácil.
A las dieciocho horas y cuarenta minutos penetramos en el bello edificio de corte futurista construido a finales del pasado siglo que ha servido de sede para la realización de la mayoría de los actos oficiales de relevancia de esta ciudad. El paso del tiempo no le ha robado un ápice de ese halo de modernidad que parece circundarlo. Los cinco lustros transcurridos no le han mermado ese espíritu vanguardista y rompedor con el que fue diseñado. No podían haber elegido mejor escenario para rendir homenaje a un hombre que fue paladín de la originalidad, del cambio y de la innovación arriesgada.
Franqueamos la puerta de entrada sin problemas. El robot de protocolo encargado de controlar los accesos nos ha validado nuestros chips sin mediar palabra y ha escaneado los permisos si apenas dirigirnos la mirada.
Ya estamos dentro. Un volumen irregular con espacios diáfanos cambiantes nos envuelve y nos acoge. Me recuerda la fastuosa casa de Cifuentes. Una arquitectura libre de trabas, de ataduras y de prejuicios. Alfredo me mira y me guiña un ojo de complicidad. Ha realizado la misma asociación de ideas que yo.
Hemos llegado con veinte minutos de antelación a que dé comienzo el acto porque es mi intención robarle unos minutos a Natalia. Y aunque sé que es una locura, he decidido plantearle mi hipótesis de suicidio inopinadamente.
La busco con ansiedad, pero no consigo dar con ella. Solo tengo ante mí un mar de cabezas que se agitan nerviosas buscando su asiento asignado. La sala es verdaderamente impresionante. Tanto en sus proporciones megalíticas como en sus geometrías mutantes con las que nos entretiene la IA encargada de organizar y dinamizar el evento. Una línea luminosa personalizada, solo interpretada por nuestro propio chip neural y en mi caso de un triste color azul verdoso, nos guía silenciosa hasta el asiento que nos han asignado.
Faltan apenas cinco minutos para la inauguración del homenaje y la mayoría de la gente ya ocupa su butaca. Seguimos su ejemplo. Localizo a Campos sentado entre las primeras filas. A la derecha del estrado. En la zona reservada a las personalidades públicas. Destaca por su elevada estatura y por su elegante uniforme de gala. Ha elegido una imprimación que reproduce fielmente aquellos primeros uniformes de la época fundacional. Azul oscuro con cuello, vivos y bocamangas en grana. Junto a él, reconozco al ministro de seguridad nacional y a una buena parte de los rostros del organigrama de Ramiro. No parece faltar nadie. Todas las facciones representadas, conviviendo civilizadamente amigos y enemigos con sonrisas postizas y protocolarios apretones de manos. Ajusto mis lentillas interactivas para no perder detalle y grabar un barrido de toda la escena. Envío dicha información a Ramiro, quien me ilustra en subvocálico, revelándome los vicios y virtudes de cada uno de ellos.
A la izquierda del estrado distingo también algunos rostros afamados. La mayoría empresarios y magnates de las comunicaciones y de multinacionales del sector robótico. Ramiro me confirma sus nombres y el de sus compañías. Casi todos con alguna vinculación presente o pasada con los negocios de Cifuentes. Y también muchos de ellos, viejos conocidos de nuestro organigrama multicolor.
En la zona central, frente al impresionante estrado donde flota una proyección tridimensional con imágenes de la vida del hombre al que se le rinden honores, las IA responsables de la ceremonia han ubicado a su oscura e impenetrable familia.
A su viuda y a su flamante ex esposa que parlotean como dos viejas amigas de toda la vida flanqueadas por sus tres hijos varones a modo de guardia pretoriana.
Antonia me toca el brazo suavemente. A la izquierda del primogénito se encuentra su escurridizo profesor, Marcos Valbuena. Y junto a este último, un personaje al que no esperábamos encontrar. Al eminente y polifacético especialista en Neurorobótica, Ramón Castro.
Llama mucho la atención que le hayan adjudicado un asiento en la zona reservada estrictamente para la familia. Mi querida compañera me mira de reojo y Alfredo sonríe con malicia.
Mi pulsera médica me indica con una débil señal luminosa que mi pulso se ha acelerado ostensiblemente, entre otros muchos parámetros biomédicos. Una reacción involuntaria de mi organismo imposible de controlar. Mis lentillas interactivas reaccionan a una orden inconsciente de mi chip y me permiten acercarme a ti. Acabas de llegar y te sitúas junto a Castro. Te observo de cerca, como si apenas nos separase un escaso metro de distancia. Casi puedo inhalar tu perfume. Vistes de negro riguroso. Una antigua costumbre para expresar el duelo, ya en desuso, O quizás el negro sea tu color preferido. No lo sé. Desconozco demasiadas cosas de ti. Y, sin embargo, eres tan misteriosamente idéntica a la mujer que me roba el sueño que siento un atisbo de irrealidad que me produce un escalofrío por toda la espina dorsal.
Tu fría mirada se clava en mí. Soy consciente de que me has reconocido. Es imposible que no lo hayas hecho. Conoces cada detalle de mi vida casi tan bien como yo mismo. Diseccionaste cuidadosa- mente cada rincón de mi existencia como muy bien evidencia el minucioso y pormenorizado informe que redactaste para tu difundo padre.
Tu fría mirada me confirma tu indiferencia, tu desdén. Que no estás dispuesta a concederme ni siquiera unos breves minutos de tu lujoso tiempo. Sé que no puedes oírme, pero mis labios sí pueden hablarte. Dibujo con ellos solo una palabra. Suicidio.
Tu fría mirada se endurece. Ya tengo tu respuesta. Comienza el homenaje.
Inaugura el acto el ministro de seguridad nacional. Como viejo amigo y compañero de andadura política hace un panegírico de su loable trayectoria profesional y personal. Destacando sus valores humanos, su incansable capacidad de trabajo y una colección de virtudes a cuál más encomiable.
Hace hincapié en que el execrable crimen cometido contra una de las personalidades más influyentes y destacadas de nuestro país no pasará al olvido sin llevar al culpable ante la justicia. Y revela, ante un público estupefacto, que el presunto homicida acaba de pasar a disposición judicial. Confirmando lo que ya Campos me había anunciado al confesarme que era inminente que se produjese la primera detención.
Un murmullo de voces se extiende por la sala. La declaración ha pillado por sorpresa a todo el mundo. Excepto a la familia, que no muestra emoción alguna y parece haber estado al corriente de la inesperada noticia. El ministro no quiere dar más detalles concretos porque el caso está bajo secreto de sumario, pero agradece públicamente la elogiable labor de las fuerzas de seguridad del Estado.
Campos no tiene buena cara. Nuestras miradas se cruzan y ladea la cabeza en un signo de disconformidad. Le comunico en subvocálico la reacción de Natalia y me responde con un escueto. «Esto no ha terminado. Tenemos que hablar».
El ministro cede la palabra a la distinguida y elegante ex esposa de Cifuentes. El paso de los años no le ha pasado factura. Gracias sin duda a la combinación de una genética amistosa y a unos tratamientos vanguardistas en terapias anti envejecimiento. Antonia hace notar el gran parecido físico con su único hijo. Ambos de cabello negro y ojos oscuros y astutos. Su voz perfectamente modulada se difunde por toda la sala, arropándonos, envolviéndonos con su discurso hechizante. Salpicando su alegato con multitud de divertidas y entrañables anécdotas, consigue meterse al público en el bolsillo. Vuelve a alabar las maravillosas virtudes de su ex esposo, del que afirma fue un padre fantástico y un ex marido ejemplar, finalizando con una críptica frase en la que deja caer que su gran legado está todavía por llegar.
A continuación, pasa el relevo a su único hijo, defensor de los intereses legales de la familia y de las numerosas empresas del holding. Antonia tiene razón, el parecido con su madre es increíble. Y su voz grave y profunda también ejerce un poder seductor entre los presentes. Un silencio sepulcral inunda la sala. Su discurso, menos florido que el de su madre, se centra en destacar los aspectos profesionales de su padre. Declara con rabia contenida que nunca cometió los delitos que le querían imputar. Solo eran injurias y oprobios de sus detractores. De sus enemigos políticos y del mundo empresarial, que envidiosos de sus éxitos intentaron difamarlo y denigrarlo para hundirlo profesionalmente. Y sentencia que el mundo entero debe conocer la verdad y la magnitud de sus logros pasados, presentes y futuros.
De nuevo, un murmullo creciente se extiende por toda la sala. Un logro futuro solo puede querer decir que Cifuentes guardaba un as en la manga. Antonia me mira de reojo y me lanza un subvocálico: «El proyecto secreto». Alfredo asiente en silencio. Yo también estoy de acuerdo. Quizás, su hijo nos ofrezca alguna pista.
—Mi padre no murió en vano —continúa, con un gesto teatral que acalla al auditorio—. Nos ha dejado un legado de tal trascendencia que serán las futuras generaciones las únicas que podrán llegar a valorarlo en su justa medida. Un viejo sueño de la humanidad al alcance de todos. De pobres y de ricos, sin distinción de clase social ni de poder adquisitivo. Así lo quiso mi padre y así se hará —durante unos breves segundos detiene el discurso. Para que el público piense, elucubre, imagine cuál puede ser la sorpresa que nos tiene preparada el gran mago.
La IA encargada de dinamizar el acto aprovecha para una remodelación geométrica de todo el espacio terminando por proyectar una inmensa imagen del primogénito de Cifuentes. Sus ojos sagaces y astutos traslucen que se deleita generando una expectación casi insana.
—Un viejo sueño que se vio frustrado hace unos cuantos años por un problema técnico que mi padre y su equipo han conseguido subsanar.
Antonia me aprieta el brazo con fuerza. Casi me hace daño, pero no me atrevo a protestar. Alfredo se agita nervioso a mi lado, al igual que la mayoría de los presentes. Intuimos que se trata del viejo modelo poliavatar reformado. La predicción de Antonia se ha hecho realidad.
Cede la palabra a Ramón Castro que susurra algo al oído de Valbuena al incorporarse para dirigirse al estrado. Hoy es sin duda un día de sorpresas. Nada se ajusta a lo que se esperaría de un laudatorio discurso post mortem.
De nuevo se hace el silencio. Viene a mi memoria un auditorio muy diferente a éste y una curiosa charla sobre la naturaleza de la verdad. Y de nuevo, como en aquella lejana conferencia en la universidad, la presencia de Castro llena todo el espacio y atrae la atención de un público totalmente entregado.
—Mi viejo amigo siempre decía que la mejor forma de comprender algo era lanzarse a construirlo. Sin miedo, sin ningún respeto. Y eso es lo que hicimos. Nos aventuramos en un proyecto que todos estimaban inalcanzable. Valoraban que debíamos recorrer un camino demasiado abrupto, demasiado escarpado. Y que otros ya se habían despeñado en el intento de alcanzar esa cima.
Antonia me mira y continúa aferrada a mi brazo. Tiene los nudillos blancos y la expresión tensa, expectante.
—No todo fue un camino de rosas. Y no negaré que entre Cifuentes y yo hubo nuestras desavenencias —confiesa sin pudor—, pero dicen que la desesperación infunde valor al cobarde. Y eso fue quizás lo que nos impulsó a dar el salto, a flirtear con un imposible.
Algo me dice que los hechos debieron ocurrir de otro modo. De una forma que ya nunca conoceremos.
—La consciencia es el conocimiento que un ser tiene de sí mismo y de su entorno. Pero todavía hoy, tras siglos de estudio, no comprendemos el concepto en su totalidad. Gracias a nuestros chips neurales nos conectamos de forma incesante, algunos incluso de forma enfermiza, —bromea con una sonrisa estudiada— a un mundo ficticio y alternativo que es la realidad virtual o la realidad aumentada. Y gracias a nuestros avatares sintonizamos con ese otro universo tan íntimamente imbricado con el nuestro.
Antonia me susurra:
—Esto se pone interesante.
—Recuerden que en su estado primario un avatar solo es nuestra carta de presentación al mundo. Una mera recreación virtual. Para algunos, solo un muñeco con nuestra cara o con la de alguien mucho más atractivo —bromea de nuevo, arrancando una sonrisa al público—. En su estado secundario ya es una prolongación de nosotros mismos. Nos permite ver, oír, experimentar con los cinco sentidos. En definitiva, comernos el mundo desde la seguridad de nuestro hogar. Y, por último —señala llevando la cuenta con los dedos—, en su tercer estado es como una vieja grabadora. Puede actuar en tiempo diferido lo que nos permite realizar actividades alternativas y posteriormente acceder a las experiencias registradas como si fueran reales.
Nos lo explica como si estuviera dándonos una clase magistral, como si fuéramos uno de sus grupos de alumnos.
—Pero todo esto ustedes ya lo saben. Y también saben por experiencia propia que en una realidad virtual los sujetos nunca dudan acerca de la naturaleza de lo que experimentan. Siempre hay un ser autoconsciente real con un cuerpo de carne y hueso esperándoles.
El público responde con un movimiento afirmativo de cabeza. Ya han entrado en su juego.
—Yo no estaría tan seguro —afirma con una sonrisa cínica—.
¿Se han parado a pensar si hay alguna diferencia entre experimentar una realidad simulada o la verdadera realidad? ¿Realmente creen ustedes que podemos distinguir si nuestra existencia es real o simulada? Les aseguro que los sujetos afectados por una simulación podrían no ser conscientes de ello. Y por favor, no cometan el error de confundir simulación con virtualidad.
Se lo está pasando en grande. Le gusta jugar con el público, con la ambigüedad de los conceptos. He visto esa mirada antes y sé que está disfrutando de lo lindo.
—Ustedes podrían ser nativos de ese mundo simulado sin un cuerpo al que regresar en una realidad externa. Y nunca lo sabrían. Serían entidades simuladas que poseerían una falsa autoconsciencia implementada con unas reglas físicas y lógicas propias diseñadas para tal fin. Incluso podrían ser borrados o archivados y posteriormente descargados en una nueva simulación. Y ustedes nunca lo sabrían.
Hace una breve pausa mientras aprovecha para beber un poco de agua. El silencio es absoluto.
—Yo les planteo, ¿Cómo creen que deberíamos comportarnos si descubriéramos que la hipótesis de simulación fuese correcta? ¿Qué harían ustedes si un día despertasen teniendo la certeza de que solo son un puñado de bits? Piensen en ello.
Lanza las preguntas al aire, pero nadie se atreve a ofrecer una res- puesta. En algunos rostros parece haber sembrado la semilla de la duda.
Busco a Natalia. Tiene la mirada perdida, hermética. Toda ella muestra una expresión hierática, impenetrable.
—La humanidad siempre ha querido imitar a los dioses. Desde el mismo instante en que los creó —Castro reanuda su discurso cambiando aparentemente de tema.
El público ríe y Castro se detiene unos segundos, en espera del silencio.
—Volar fue uno de los primeros hitos que conseguimos. Quizás el más sencillo. Pero había otros muchos. Como la inmortalidad, la omnipotencia y la omnipresencia. Y Cifuentes soñó desde niño con regalar al mundo una de ellas.
Antonia juega con su pelo. Está nerviosa. Sabe que ha dado en el clavo con su profecía.
—La primera se la dejamos a las religiones. En sus diferentes variantes. La resurrección y la reencarnación son sus productos estrella. No queremos arruinarles el negocio. Y la segunda era demasiado pretenciosa incluso para alguien tan modesto como Alberto Cifuentes.
Los espectadores ríen de nuevo la broma. Y Castro disfruta con ello. Su teatro está funcionando.
—Tan solo nos quedaba la omnipresencia. Y la conseguimos —Antonia murmura que le brillan los ojos. Que se ha emocionado. Es posible, pero también podría formar parte de la magnífica puesta en escena.
—Estabilizamos un modelo de poliavatar sin riesgo de alteraciones psicóticas en los sujetos humanos. No quiero aburrirles con detalles técnicos. Solo les anuncio que nuestro modelo consta de un avatar principal y de una colección de avatares secundarios relaciona- dos entre sí a través de memorias compartidas que se integran en un chip neural especial que deberá ser colocado en aquellas personas que quieran experimentar la fabulosa capacidad de estar presente en varios lugares y al mismo tiempo. Tantos lugares como número de avatares se hayan activado.
Ahora sí se alzan manos por todas partes y Castro levanta las suyas pidiendo un poco de silencio. Su discurso todavía no ha terminado.
—En un día tan especial como hoy, en el que rendimos homenaje a un hombre tan excepcional como Alberto Cifuentes, hemos querido aprovechar este humilde panegírico para entregar al mundo su gran sueño y su gran legado. Un hombre que no aceptaba un imposible y que a menudo solía decir: «Si puedes soñarlo, puedes hacerlo realidad. Porque, ¿acaso hay alguna diferencia?»
El público se pone en pie y le envuelve en un cálido y emotivo aplauso. Ahora sí parece emocionado.
—Gracias Alberto por haber permitido compartir tu vida con nosotros —finaliza su discurso y se funde en un abrazo con los hijos varones de Cifuentes que se aproximan para felicitarlo. Natalia permanece seria, reflexiva, con la mirada perdida, como si toda la puesta en escena le importase poco o nada.
Se abre un turno riguroso de preguntas regulado por una IA que no parece inmutarse por la bomba mediática que nos ha soltado un Ramón Castro que responde con una paciencia encomiable las preguntas del público que no termina de asimilar la fantástica noticia.
El acto concluye a las diez horas y cuarenta minutos. Se ha alargado más de lo esperado, pero era imposible que no lo hiciese. Las redes sociales han estallado y los medios de comunicación del mundo entero se han hecho eco de la insospechada noticia. Una nube de avatares virtuales rodea a Castro, a sus hijos varones, incluido su hijo político Marcos Valbuena y a sus dos mujeres, quienes parecen estar disfrutando como niñas con un juguete nuevo, con el despliegue mediático que han generado.
Natalia ha desaparecido como si se la hubiese tragado la tierra. Y con ella mi esperanza de concertar una cita, de pactar un encuentro, de poner de una vez por todas las cartas sobre la mesa.
Ya poco podemos hacer allí salvo despedirnos de Campos, quien se ha apartado discretamente y nos hace una señal para que nos acerquemos.
—Has dado en el clavo —felicita a Antonia por su perspicacia—.
No me extraña que llevaran el proyecto en el más absoluto secreto.
—Quizás hayamos encontrado el móvil del crimen —reflexiona Antonia con un movimiento de cabeza que refleja más duda que certeza—. Aunque no parece que la jugada les haya salido bien. Acabar con Cifuentes no ha conseguido que el poliavatar saliese al mercado.
—Yo también tengo mis serias dudas —admite Campos—, pero me temo que el caso está cerrado. Ya tienen un culpable y se van a cebar con él. Sobre todo, ahora que Cifuentes vuelve a ser un héroe nacional.
—Y en este país andamos escasos de superhombres —ironiza Alfredo—. ¿Ya sabemos a quién le han cargado el muerto?
—A un conocido sicario contratado por encargo. Un ciberdelincuente que trabajaba por libre. Un experto en neuroprogramación. No es el primer chip neural que deja frito. Ahora solo falta saber quién lo contrató siguiendo el rastro del dinero.
—Carpetazo y caso cerrado —sentencia Alfredo con un gesto de impotencia—. Creo que va siendo hora de que nos marchemos. Aquí ya no pintamos nada.
Alfredo tiene razón, aquí ya no pintamos nada. Ni en el auditorio ni en el caso.
El público sigue arremolinado entorno a toda la familia y en particular al héroe del momento, Ramón Castro. Les espera una larga noche. Los medios de comunicación no van a darles tregua. En este momento, es imposible prever el impacto social que puede llegar a generar el nuevo modelo poliavatar. En palabras del propio Castro, una revolución de dimensiones equivalentes a las que en su momento produjo la antigua internet. Un nuevo paradigma social, un regalo de los dioses.
Sé que debería estar feliz, radiante, incluso eufórico. Pero un regusto agridulce me impide disfrutar de este hito histórico que estamos viviendo. Una sensación ambivalente que comparto con Alfredo y Antonia. Y quizás también con Campos.
Tengo de nuevo la impresión de que este caso se ha cerrado en falso. De que no hemos sabido ver un dato esencial, una pieza clave que proporcione al conjunto la armonía, el equilibrio, la simetría que le falta. Y la certeza de que ya no nos queda ningún margen de maniobra.
Con el caso cerrado oficialmente, poco podemos hacer salvo regresar a nuestros antiguos destinos o solicitar un cambio de aires. Últimamente he pensado mucho en ello. Y hoy por fin sé que mi lugar está aquí, en esta ciudad, con mi viejo equipo.
Y que no pienso renunciar a descubrir el misterio que tan obstinadamente me ocultas.
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CAPÍTULO XXXIV
PABLO
Madrid, 22 de junio de 2344, doce días después
Apenas queda una semana para que empiecen mis soñadas vacaciones. Soy el único que todavía permanece en Madrid. Pero por poco tiempo. Antonia ha partido a un destino exótico con su actual pareja. Un californiano al que conoció el mes pasado en una de las muchas fiestas de su apretada agenda social. Ramiro y Juan se van a permitir el capricho de hacer un viaje en gravedad cero y Ángela nos ha sorprendido a todos con un viaje familiar a una de las colonias de la Luna. No creíamos que fuese tan aventurera.
Una semana más y yo también me tomaré un merecido descanso. He aceptado la invitación de mi buen amigo Alfredo para acompañarle a un viaje por las antiguas civilizaciones mayas. Como uno más de su familia.
Era un viejo proyecto que teníamos pendiente desde hacía doce años. Desde que mi vida giró ciento ochenta grados de la noche a la mañana. Desde que te colaste en la historia de mi vida. Pero ahora que el caso está sellado con un presunto culpable entre rejas, ya no hay excusas. En cuanto cierre un par de flecos que me han quedado pendientes me reuniré con Alfredo en su magnífica finca de Segovia donde descansaremos un par de días para coger fuerzas para el fantástico viaje que nos espera. Hemos fantaseado y bromeado con encontrar una de las puertas que hipotéticamente podrían conducir al inframundo. Y no sería de extrañar teniendo en cuenta que Alfredo es un entusiasta de la antigua civilización maya. Hasta el punto de haber integrado en su chip neural una copia del mitológico y sagrado Popol Vuh.
El primer fleco que me queda por cerrar es terminar las visitas a los miembros de la misteriosa lista de Natalia. Una tarea a la que me estoy dedicando a tiempo completo ya que Campos me ha liberado de mis funciones hasta que me adjudiquen un nuevo destino. Una lista en la que muy a mi pesar, me incluyo.
Ya solo me quedan siete por localizar, un pequeño porcentaje del total. Hasta el momento, todos los casos visitados coinciden en un hecho. Nunca habían oído hablar de Natalia Cifuentes ni tampoco habían entablado ninguna relación en el pasado con su padre. El único vínculo era puramente accidental. Que como muy bien había descubierto Ángela, no era otro que el de haber sido tratados en la clínica que él mismo había fundado. Ni siquiera existía un nexo entre nuestras patologías.
Encontramos casos de accidentes, pero también una variada tipología de enfermedades. El único patrón común, la extrema gravedad de todos los pacientes.
Pocas esperanzas me quedaban ya de encontrar la solución al misterio, pero mi obsesiva y meticulosa forma de trabajar me impedía darme por vencido sin examinar a todos y a cada uno de los miembros de la perturbadora lista.
El segundo fleco que me quedaba por cerrar era una cita a ciegas que había concertado con un desconocido. El mensaje era extremadamente conciso: «un vehículo le recogerá en la puerta de su residencia a las cinco de la tarde del 22 de junio». Firmado con un escueto nombre, Gabriel.
Parecía más una orden que una invitación, como si no pudiese permitirme el lujo de rechazarla. No le hubiera dado ninguna importancia y hubiera hecho caso omiso de la misiva, si no hubiese sido porque la habían enviado desde una vieja cuenta ya olvidada. La enigmática cuenta de Ramón Castro desde la que alguien, nunca supimos quién a ciencia cierta, nos informaba de los emplazamientos de los terribles droidicidios.
La pesadilla regresaba de nuevo. Aquel viejo caso cerrado en falso me golpeaba en la cara una y otra vez. No podía pasar por alto el envite. Ese tal Gabriel tenía que estar relacionado de alguna forma con la antigua investigación. Y yo necesitaba respuestas, emocionalmente necesitaba llegar hasta el final en un sórdido asunto que casi me había costado la vida.
Acudir a aquella reunión parecía una locura. Pero yo no temía por mi integridad física. Si hubiesen querido matarme ya lo habrían hecho. Solo sentía una enfermiza curiosidad, una morbosa necesidad de saber.
A las cinco en punto, como rezaba la nota, un vehículo sin distintivos me recoge en la puerta de mi residencia. Pilotado de forma automática por un robot que apenas me saluda con un protocolario «bienvenido señor» y que se mantiene en un mutismo absoluto el resto del camino.
Veinte minutos después vislumbro el frondoso bosque proyecta- do en la mega esfera que circunda la urbanización de Alberto Cifuentes. Esta vez ya nada me sorprende cuando atravesamos los diferentes sistemas de seguridad y nos adentramos en el inaccesible mundo de los muy ricos. El universo de Alicia donde se han redefinido las leyes de la física para deleite de unos pocos.
Tampoco me sorprende que el vehículo se detenga ante la puerta de la mansión que ahora es la vivienda de Natalia. Un escalofrío me recorre la espalda. Ya no sé qué puedo esperar ni con qué me puedo encontrar.
En esta ocasión, doce años después, no me recibe una corte de avatares virtuales imitando viejos cuentos infantiles. Tan solo una puerta circular que se materializa en la pared y que se cierra de nuevo en cuanto la franqueo.
La sala en la que me encuentro es gigantesca. Me recuerda el auditorio donde tuvo lugar el homenaje a Cifuentes. El mismo estilo arquitectónico que propugna la ausencia de barreras físicas. Solo transiciones que se crean y se destruyen al igual que las partículas aparecen y desaparecen en el vacío cuántico.
Atravieso varias transiciones que parecen creadas por la mano de un hechicero, de un prestidigitador de chistera negra. Sé que es pura nanotecnología, pero no deja de maravillarme. El software de la casa está haciendo un alarde de creatividad. No sé si debo sentirme honrado o forma parte del paquete básico de software. En cualquier caso, no debo dejarme manipular por el derroche de portentosos efectos especiales. Y en ningún momento, bajar la guardia.
Un doble portón de estilo rústico aparece de la nada. Madera maciza tachonada de clavos que le confieren un aire barroco totalmente anacrónico. Bajo su dintel aparece un sonriente Marcos Valbuena que me ofrece la mano cortésmente.
—Bienvenido. Mi nombre es Gabriel y le agradezco profundamente que haya acudido a esta cita tan poco formal. Pero en breve comprenderá que era necesario actuar con discreción.
—Usted es Marcos Valbuena, el marido de Natalia y ex profesor de mi compañera Antonia Hernando, ¿de qué va todo esto?
Mi tono es claramente agresivo, pero no parece inmutarse lo más mínimo.
—No sabe cómo me satisface que me confunda con el señor Valbuena. Nuestro parecido es abrumador, pero existen diferencias significativas entre nosotros, créame.
Me acerco y le toco ligeramente el rostro. No puedo o no quiero creer lo que estoy viendo. Es uno de ellos, estoy seguro, pero mucho más perfeccionado. Sus ojos transmiten una tristeza tan humana que me hacen retroceder, como si me hubiese quemado con su contacto.
—Sus ojos —acierto a decir—. Son increíbles. Tan humanos. Todos los cadáveres tenían el rostro calcinado por lo que no pude ver sus ojos. Salvo los de Natalia, pero ella también estaba muerta.
—Alba, se llamaba Alba —me corrige con una amargura que resulta contagiosa—. Pude haberla salvado, pero no lo hice. No fui capaz de llegar a tiempo. Usted puede comprender mi dolor porque también la ama.
—Yo no la amo. Solo siento curiosidad por ella.
—No se engañe. Uno nunca debe mentirse a uno mismo. Usted la idolatra y está obsesionado con ella. Y ambas cosas son muy peligrosas si lo que quiere es mantener bajo control sus emociones. Y qué es el amor sino un sentimiento que provoca una pérdida temporal del gobierno que ejercemos sobre nosotros mismos.
Lo expresa con tanta naturalidad que me deja sin palabras. Es toda una locura, pero saber que un robot al que nunca había visto pueda conocer mis sentimientos más profundos me produce una sensación de mareo. Y que hable en primera persona sobre sentimientos y emociones puramente humanos todavía más.
—Fue Cifuentes quien los creó —no se trata de una pregunta, sino de la constatación de un hecho evidente—. ¿Por qué?
—No a todos. Yo me creé a mí mismo. Me copié a partir del primer molde de Marcos Valbuena. Después me liberé —me explica ante mi cara de sorpresa—. Y me temo que no puedo responder a su segunda pregunta. Solo Cifuentes podría hacerlo.
—Él tampoco puede. Y no entiendo qué significa que un robot se libere.
—Significa que ya no estoy sujeto a las cuatro leyes.
Eso era totalmente imposible. Las cuatro leyes gobernaban taxativamente el comportamiento de los androides. Unas leyes rígidas, inflexibles, imposibles de violar. Redactadas e implementadas para nuestra seguridad, ejercían un control absoluto en su forma de relacionarse con los humanos.
La primera les obligaba a protegernos, la segunda a obedecernos, la tercera a protegerse a ellos mismos y la cuarta les prohibía automodificarse.
Imposibilitaban la temida singularidad tecnológica vaticinada como un hecho inminente desde el siglo XXI. Este sí podía haber sido el gran secreto de Alberto Cifuentes.
—¿Qué sucedió para que acabasen siendo cazados como ratas?
—Él no tuvo la culpa —entiendo que se refiere a Cifuentes—. Fue un accidente fortuito. Un accidente que tuvo consecuencias imprevisibles para todos nosotros
Asiento animándole a continuar.
—Nos crearon a partir de las experiencias y los recuerdos de un grupo de humanos. Vivíamos en la fábrica y trabajábamos para Cifuentes. En mi grupo éramos todos científicos, pero hubo también grupos de militares, de médicos, de abogados. Uníamos la experiencia profesional de nuestras copias humanas con la inteligencia desarrollada de una IA. Ese era el proyecto inicial. Un primer intento de fusionar una mente humana con una mente artificial. Pero todo se fue al traste cuando algunas unidades comenzaron a sufrir desequilibrios psicológicos.
—¿Qué tipo de desequilibrios?
—Los problemas comenzaron con algunas unidades vendidas al ejército. No obedecían las órdenes y mostraban una agresividad exacerbada. Los militares se lo tomaron francamente mal. Habían invertido mucho dinero en el proyecto y quisieron cancelarlo y pedir daños y perjuicios. Cifuentes consiguió que se calmasen los ánimos, pero a raíz de aquello el proyecto ya estaba muerto.
Recordé que Ramiro nos había explicado que una de las empresas que operaba con el ejército había quebrado y reubicado a sus trabajadores. Las piezas empezaban a encajar.
—Nos metieron en cajas como si fuésemos mercancía defectuosa y se olvidaron de nosotros.
—Hasta que Samuel Blasco os encontró.
—Él ya estaba metido en el negocio de la venta de robots cuando nos descubrió de casualidad en uno de los almacenes. Estábamos etiquetados como robots estándar RH2 defectuosos. Blasco no tenía ni idea de qué iba el proyecto, pero cuando vio que no éramos robots normales, pensó que podía sacar mucho dinero con unos modelos tan sofisticados y nos vendió a una mafia que a su vez los revendía para organizar cacerías de droides.
—¿Qué sucedió después?
—Nos llevaron a una casa y nos entrenaron para convertirnos en asesinos. Participábamos en las cacerías matando robots junto con humanos. Equipos combinados, los llamaban. Pero de nuevo, la extrema violencia comenzó a desequilibrar a ciertas unidades.
Los convirtieron en ejecutores. Y se desestabilizaron. Les ocurrió lo mismo que a las unidades vendidas al ejército. La violencia extrema alteraba su programación.
—Algunos entraron en conflicto con la segunda ley. Alba fue una de ellos. Natalia siempre tuvo un carácter muy fuerte y Alba heredó su espíritu de rebeldía. Un día se negó a seguir matando. Y a mí me ordenaron acabar con ella.
Hay tanta tristeza en su mirada que puedo imaginar el calvario que tuvo que sufrir. Por muy difícil que me resulte de entender, empiezo a creerme que realmente la amó.
—Yo no podía hacer aquella monstruosidad. La amaba hasta la locura. Pensé en huir, pero no hubiera solucionado nada. Otro robot habría hecho mi trabajo. Pensé en desobedecer, incluso en acabar con mi vida. Pero la segunda y la tercera ley me lo impidieron. Estaba en una encrucijada, bloqueado, no sabia cómo actuar. A punto estuve de entrar en un bucle infinito.
Antonia no se había equivocado con su aguda percepción. Supo desde el mismo instante en que vio el escenario del crimen que el asesino estaba unido emocionalmente a la víctima.
—La idea partió de Alba. Era una locura, pero en un mundo desquiciado hay que romper las reglas usando las reglas. Y es lo que ella me propuso. Clonarme a mí mismo.
—Técnicamente no violaba la cuarta ley porque se estaba copiando y no modificando. Pero en la práctica sí lo hizo porque la copia nunca es exactamente igual al original.
—Muy bien señor Salgado. Lo ha comprendido perfectamente. Había un pequeño resquicio que podía no haber funcionado, pero funcionó. Una vez clonado, yo ya podía destruir al primer Gabriel sin violar la tercera ley y podía desobedecer la orden de matar a Alba sin violar la segunda ley.
—Pero Alba fue finalmente asesinada. ¿Qué es lo que falló?
—Yo le fallé —lo expresa con una pena y una culpa tan palpables que me lleva a pensar que esta máquina que tengo ante mí es mucho más humana que muchas personas—. No tuve en cuenta que tras la clonación, el nuevo cerebro quedaba parcialmente desconecta- do mientras se iban activando las diversas funciones cerebrales. Eso le permitió a mi doble escapar y cumplir la misión. Cuando llegué a la casa de la sierra ya la había matado. No pude hacer nada para salvarla. Dejo que se tome su tiempo. Puedo imaginar lo que ocurrió, pero prefiero que sea él quien me lo relate.
—Cuando llegué estaba arrodillado junto a ella. Recuerdo que me dijo:» llegas tarde». Y yo le disparé por la espalda e intercambié sus ropas. Le disparé de nuevo en el rostro como siempre nos ordenaban, para no dejar rastro de los cerebros. Y lo colgué con los demás en el bosque. Nadie se percató. Pensaron que aquel amasijo de metal era el rostro de Alba y que yo había cumplido mi misión. Nadie se planteó otra posibilidad.
—Vemos lo que queremos ver —musito para mí mismo.
—Después oímos acercarse a unos excursionistas y huimos en distintas direcciones sin limpiar el escenario del crimen. Yo aproveché la oportunidad para ocultarme en el bosque y desaparecer. Ramón Castro me ocultó una temporada. Gracias a él y a Marcos Valbuena pude sobrevivir. Luego empecé a trabajar para Cifuentes. Pero esa es otra larga historia que algún día le contaré.
La historia era tan fantástica que solo podía ser verdad. Y no contradecía nada de lo que ya sabíamos. Sin embargo, había un punto que no terminaba de comprender. Una pieza fundamental que no encajaba en su relato.
—Fue una estratagema perfecta para poder violar las leyes con el primer Gabriel, pero el nuevo Gabriel seguía sujeto a ellas —le rebato—. No podía estar clonándose cada vez que quisiera saltarse las reglas.
—Tiene toda la razón. No podía clonarme indefinidamente. Estaba condenado de nuevo a sufrir el mismo yugo, pero en una nueva entidad.
—¿Cómo lo solucionó?
—No lo solucioné. Simplemente ocurrió. Fue algo maravilloso. Algo que no puedo explicar. Y mucho menos a un humano. Solo sé que días después de la masacre de la sierra sentí que algo había cambiado en mi interior. Sentí que era realmente un ser autoconsciente, que tenía percepción de mí mismo. Hasta entonces todos mis procesos cerebrales pasaban por el filtro de mi software. Interactuaba con mi entorno, pero de una forma muy diferente. A partir de ese momento supe que me había desligado para siempre de las limitantes leyes robóticas. Entendí por primera vez en mi vida el significado de lo que ustedes llaman libertad.
—Y se convirtió en el primer robot de la historia en liberarse realmente de las cuatro leyes, y Cifuentes en el primer hombre en intentar controlar esa tecnología —añade Gabriel.
—Esta sí era una buena razón para matar —me lo digo a mí mismo, en voz baja, pero la acústica de esta increíble sala hace que suene como si lo hubiera gritado a los cuatro vientos.
Aparece por detrás. Silenciosa. El suelo, de un material esponjoso, amortigua sus pisadas.
—No existen buenas y malas razones para matar a alguien. Solo existe el beneficio de quien comete el crimen.
—Natalia —consigo articular.
Viste de negro, al igual que en el homenaje a su padre, lo que acentúa su delgadez y su palidez natural. Una piel de porcelana, casi traslúcida, y unos ojos de un azul utópico junto a un cabello rubio natural, le dan la apariencia de una diosa vikinga surgida de un lejano pasado.
—Tenías razón. A mi padre no le mataron. Se suicidó. Pero no deberías ir pregonándolo por ahí. Es peligroso y además ahora ya nadie te iba a creer.
—¿Por qué quiso enmascararlo como un crimen?
—Dímelo tú.
—No lo sé. Quizás no hubo un único motivo —Sus ojos intentan intimidarme, pero no le concedo ese poder sobre mí. Ya no—. Quizás para desviar la atención ante sus problemas legales, porque quería mantener en secreto su enfermedad, que no se conociese su debilidad. Para imputar el crimen a sus enemigos, para pasar a la posteridad como un héroe o porque simplemente le divertía jugar con la gente.
Asiente en silencio.
—Nunca hay una única motivación para nada de lo que hacemos —suspira encogiéndose de hombros—. Y sí, tienes razón, le di- vertía mucho jugar con la gente. Le fascinaba desafiar al mundo. Y que el mundo le retara a él.
—¿Qué piensas hacer respecto al hombre que han detenido? Es inocente.
—Nada. No pienso hacer nada. Y tú tampoco.
Lo expresa con tanta frialdad que me parece estar viendo la mirada imperturbable de una máquina. Esos ojos tienen el poder de transformarse en un instante. No será nada fácil conocerte.
—Tengo demasiadas preguntas sin respuesta y no me iré de aquí sin que tú me las proporciones. Empezando por saber qué demonios significa la lista. ¿Y por qué nos elegisteis?
Suelta una sonora carcajada.
—No te preocupes, las responderé, todas. Una tras otra. Pero no hay ninguna prisa. Tenemos todo el tiempo del mundo.
De repente me doy cuenta de que Gabriel ha desaparecido. Tan silenciosamente como apareció Natalia. A través de una de esas diabólicas transiciones. O quizás fuimos nosotros los que nos desplazamos. No estoy seguro. Solo sé que esta casa me pone los pelos de punta.
—Pero antes quiero que conozcas a alguien. Él mismo té resolverá todas tus dudas.
Me coge de la mano. Su contacto físico me pilla por sorpresa, pero me dejo guiar como un niño en una juguetería.
Unas escaleras aparecen súbitamente bajo nuestros pies. El suelo parece abrirse y descendemos por ellas como si fuera lo más natural del mundo.
Un viejo recuerdo viene a mi memoria. El fabuloso apartamento de Cifuentes de la Castellana. En aquella ocasión los peldaños eran ascendentes y nos conducían a la planta superior del ático. Una superficie sin un suelo visible que parecía querer desafiar la mismísima ley de Newton. En esta ocasión descienden tenebrosamente a lo que parece una boca de entrada al tártaro.
Los escalones terminan abruptamente en una especie de puerta con acceso restringido. Sospecho que nos encontramos en los sótanos de la casa, aunque es solo una suposición basada en la geometría euclídea y en la lógica natural. Una lógica y una geometría que dudo que se cumplan en esta exótica casa.
La puerta hubiese pasado desapercibida, fusionada ópticamente con la pared, si no hubiese sido por el marco azulado que la circundaba. Natalia la atraviesa y yo ahogo un grito al verla desaparecer. Gracias a que no me ha soltado de la mano, yo también aparezco al otro lado, increíblemente de una pieza. Natalia sonríe divertida. Le hace mucha gracia mi cara de estupor. Le comento que no sé si podría acostumbrarme a vivir en una mansión encantada. Sus ojos me miran con afecto, de nuevo transmutados, de nuevo humanos.
Me explica que la puerta es un ejemplo de lo que se llama arquitectura biológica. Reconoce tu ADN y te deja pasar como lo haría nuestro sistema inmunológico al reconocer una proteína propia. Si no la hubiese reconocido, la puerta se habría vuelto completamente rígida y nos hubiera sido imposible atravesarla.
—Yo no tengo tu ADN —le replico—. Y también me ha dejado pasar. Creo que te estás burlando de mí —se lo digo en tono de broma y ella se ríe como una niña.
—Al ir de mi mano formamos un todo indistinguible. Un buen equipo.
Prefiero no hacer ninguna observación a su comentario y me dedico a estudiar la nueva sala.
La estancia en la que nos encontramos es extraordinariamente pequeña si la comparamos con las dimensiones del resto de las habitaciones de la casa. Y razonablemente grande si la comparo con la habitación de mi austera residencia. Es un cubo perfecto de un color blanco lechoso. Cinco caras lisas, incluyendo suelo y techo, y una cara frente a mí en la que se perfila una tabla de ocho filas por ocho columnas. Sesenta y cuatro pequeñas ranuras con unos dígitos luminosos de ocho cifras cada una. Me acerco a la que ocupa la tercera fila y primera columna, la que ocuparía la posición número diecisiete si estuviesen ordenadas en una única fila. Solo es una intuición, quizás no sea nada.
Verifico que sus dos primera cifras son un uno y un siete y que las seis restantes conforman la fecha en la que aseguran que regresé a este mundo desde el país de los muertos. Compruebo otro número al azar y constató que cumple el mismo patrón. No puede ser casualidad. La tabla guarda relación con la lista que me lleva de cabeza. La tocó suavemente. No sé muy bien qué esperaba que ocurriese, pero no sucede nada. Tan solo parpadea suavemente.
—No se esfuerce. No está programada para reconocerle a usted.
Es una voz masculina a mis espaldas. Una voz que me resulta extrañamente familiar. La voz de Alberto Cifuentes.
Me giro despacio, como si temiese encontrarme con una aparición, como si temiese haber perdido la cabeza. Esperando que solo sea una broma más de esta insólita mansión hechizada.
—¿Sorprendido?
Es real, no un simple avatar. Parece absolutamente imposible. Yo vi su cuerpo inerte ante mí, vi el informe de su autopsia. Pero no puedo negar la evidencia. Cifuentes está vivo.
—No especialmente —le respondo, sin embargo, con un gesto indiferente— Hoy ya me he quedado inmunizado para las sorpresas.
Ríe mi broma, pero intuyo que le hubiera gustado haberme impresionado. No tengo intención de seguirle el juego, aunque es difícil mostrarse indiferente ante la aparición de un fantasma.
Intento disimular, pero creo que estoy incluso más enfadado que impresionado. Mi equipo y yo nos hemos volcado en una investigación que era una pura farsa. Una pantomima con un fin que desconozco y que dudo que Cifuentes se digne a explicar. Este hombre siempre ha sabido sacarme de mis casillas y decir cosas de las que luego me arrepiento.
—Reconozco que mi equipo y yo barajamos la posibilidad de que hubiese fingido su propia muerte, pero preferimos pensar que hasta los hombres sin escrúpulos tiene ciertos límites que no se atreven a cruzar.
Es una auténtica grosería y una imprudencia temeraria teniendo en cuenta que nadie sabe que estoy aquí y que ningún juez firmaría una orden judicial para que registraran esta fortaleza escheriana. Pero hoy parece que Cifuentes está de buen humor y suelta una sonora carcajada.
—Durante toda mi vida he vivido rodeado de gente que no dejaba de adularme y de mentirme. E imagínese cuando entré en el mundo de la política —ríe de nuevo ante su propia broma—. Encontrar a alguien que dice lo que realmente piensa es un antídoto contra el narcisismo.
—Lo siento —me disculpo avergonzado—. Ha sido una descortesía y una vulgaridad imperdonable por mi parte.
—No se disculpe —y me ofrece su mano a modo de armisticio—. Esta conversación está resultando muy satisfactoria para mí.
En este momento echo de menos a mi amigo Alfredo. Él sabía cómo comportarse con Cifuentes y no perder la compostura como yo. Y hubiera disfrutado más que yo de este circuito turístico por el inframundo.
—¿Por qué fingió su muerte? Creímos que se había suicidado —miro a Natalia buscando una explicación que no me ofrece—. Ella me lo confirmó.
Cifuentes hace un gesto vago, como si le aburriera hablar del asunto. Como si todo el sofisticado montaje que organizó para engañar al mundo entero con su falso homicidio no tuviese ninguna relevancia para él.
—Mi hija todavía no ha tenido tiempo de explicarle la razón de que le hayamos citado de esta forma tan precipitada y poco ortodoxa —comenta cambiando de tema—. Pero creo que será mejor que lo vea usted mismo y que saque sus propias conclusiones.
Natalia me mira, sonríe y coge mi mano de nuevo. Y coloca la suya sobre la ranura correspondiente al número diecisiete. Esta vez sí reacciona ante su contacto y se abre un hueco en la pared dejando al descubierto una cavidad que parece contener una especie de sarcófago.
Teclea una orden en el aire y la caja comienza a moverse, como si quisiera liberarse de la pared que la tenía cautiva. La tocó con cierta aprensión y compruebo que es de un material esponjoso. De textura y color parecidos al suelo que tapiza toda la vivienda y las seis caras del cubo en el que nos encontramos. Es opaca, no dejando adivinar lo que se guarda en su interior. El muro se cierra tras expulsarla completamente y la caja se detiene, flotando a un metro escaso del suelo.
A una nueva orden de Natalia las paredes de la caja se diluyen como si nunca hubieran existido y me contemplo a mí mismo levitando en el vacío. Esta vez, Cifuentes sí consigue sorprenderme de verdad.
—Es su copia robótica.
No me atrevo a tocarlo. Parece tan real que asusta. Soy yo, pero con aspecto más joven. El aspecto que tenía hace doce años. Han imitado el corte de pelo que llevaba entonces, hasta la ropa con la que participé en la cacería. Han conseguido una simulación perfecta. Es obvio que dentro de esa pared están guardadas las réplicas de los restantes miembros de la lista.
—Le demandaré —es lo único que soy capaz de expresar en voz alta.
Creo que voy a vomitar. O a marearme. O ambas cosas a la vez.
—No, no lo hará. Le voy a dar tres razones por las que no me demandará —responde Cifuentes con una calma que me eriza todo el vello—. La primera porque el general Campos firmó su consentimiento. Era su superior inmediato y usted estaba en peligro de muerte. Sabe perfectamente que aquella firma tiene la misma validez que si usted la hubiera rubricado con su sello neural. La segunda porque no se puede demandar a un muerto.
—Usted no está muerto.
Nada más decirlo soy consciente de mi error. No entiendo cómo he podido estar tan ciego. Cómo he podido dudar de algo que vi con mis propios ojos. Le tuve muerto a mis pies y llevo más de un mes estudiando su caso, analizado con minuciosidad todos los informes de su autopsia. Me han estado engañando desde que entré en esta casa demoníaca. Primero Gabriel, luego Natalia y por último Cifuentes. Realmente vemos lo que queremos ver.
—Tú también eres un robot —me dirijo a Natalia que me mira con lastima, como si no estuviese totalmente de acuerdo con lo que su padre había hecho conmigo.
—Todavía no.
Su respuesta induce a pensar que a ella ya le han fabricado también una copia. O que están a punto de hacerlo. No sé de qué me extraño. Ya lo hicieron con Alba.
—Según usted, hay tres razones por las que no voy a demandarle —Cifuentes me mira y parece sonreír—. Dígame cuál es la tercera.
—Voy a ofrecerle algo a lo que no podrá renunciar.
—Sorpréndame de nuevo.
—Le ofrezco la inmortalidad al lado de Natalia.
***
Ana María Rodríguez Monzón