La Quinta ley [Capítulos XVII – XVIII]
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CAPÍTULO XVII
PABLO
Madrid, 8 de febrero de 2332, cinco días después
No soy amigo de lanzar las campanas al vuelo, pero hoy por primera vez desde que comenzara este rebuscado caso podemos decir que tenemos una pista sólida.
Cuarenta y ocho horas después de haber citado a declarar en un interrogatorio informal a Samuel Blasco, el encargado del turno de noche de la fábrica donde casualmente han desaparecido varios de los robots implicados en los crímenes, se sienta de nuevo ante nosotros, pero esta vez en calidad de acusado.
Un intento de fuga frustrado y sus variopintos antecedentes pe- nales han sido razones de peso para que su señoría se mostrara algo más proclive a procurarnos ciertas concesiones.
Como permitirnos pincharle las grabaciones de su chip neural y las de sus dos robots personales. Y como acceder sin restricciones a su nube privada y a todos sus movimientos bancarios de los últimos meses.
En palabras de Antonia, la jueza nos ha regalado un completo. Lo que nos proporciona algo de oxígeno en un caso que se nos estaba atragantando y que nos estaba literalmente asfixiando.
Sinceramente, no creo que podamos sacar mucho del cerebro de sus dos robots humanoides, pero Juan se ha puesto a fondo con ellas y no piensa dejar un qubit sin analizar. Hembras de tipo RH programadas con la única función de satisfacer los bajos instintos de nuestro invitado, que intuimos son muchos y variados.
Sus ojos de un azul acuoso nos miran con una mezcla de odio y temor. Su barbilla tiembla imperceptiblemente, pero sus grandes manos se mueven como hélices no pudiendo disimular su nerviosismo. Si no ha tenido la precaución o no ha sido capaz de borrar todos sus registros neurales, se encuentra sin duda en un buen aprieto.
Ley controvertida desde su implantación por violar el derecho a la intimidad de los presos, a nosotros nos ha permitido resolver más de un caso enrevesado de dudosa autoría. Todavía me cuesta creer que la jueza nos haya dado su visto bueno. Supongo que todo este tinglado empezaba a resultar demasiado mediático y era una forma de zanjarlo cuanto antes.
Un abogado de oficio se materializa en la pequeña sala de in- terrogatorios informándonos de forma protocolaria de que a partir de ahora se hará cargo de la defensa de nuestro acusado y recordándole que no debe hacer ninguna declaración sin su presencia. El intento de fuga no se lo ha puesto nada fácil al avatar virtual del letrado, que se ha proyectado ante nosotros en un tamaño grotescamente desproporcionado en un vano intento de intimidarnos.
En espera de los resultados definitivos de la científica en el análisis de su chip neural, todo parece indicar que Samuel Blasco no va a salir muy bien parado. No creo que podamos probar la autoría de los crímenes, pero sí su complicidad. No nos va a resultar difícil demostrar que ha servido de vehículo en la venta de los robots. Las pruebas le incriminan hasta tal punto que solo la confesión y colaboración posterior podrían servir de atenuantes en su futura condena.
Desgraciadamente, intuyo que Blasco solo es un eslabón más en una macabra cadena. Pero también intuyo que si tiramos de ella y seguimos su rastro podremos llegar a los verdaderos ejecutores materiales de los droidicidios.
Fueron las numerosas contradicciones en las que incurrió, cuan- do le visitamos a la salida de su trabajo tras el turno de noche, las que nos hicieron sospechar que estábamos sobre la pista correcta. Tengo que reconocer que a diferencia de mi teniente yo no confiaba mucho en aquel interrogatorio. Creí que se cerraría en banda y que no sacaríamos nada en limpio.
Pero ciertas preguntas trampa tendidas con gran habilidad por un Alfredo inquisitivo y mordaz le hicieron perder los nervios y cometer el gravísimo error de intentar desaparecer esa misma mañana. Obviamente le habíamos puesto vigilancia. Dos horas después le pillábamos in fraganti intentando abandonar el país.
Que, sumado al dinero aparecido en su cuenta personal, y al tren de vida que llevaba difícilmente justificable con su exiguo salario, más ciertas grabaciones de las cámaras de seguridad de la fábrica que mostraban ciertos movimientos sospechosos con algunas partidas de robots, paradójicamente siempre en el turno de noche en el que era él era responsable, complicaban de forma alarmante el intento de su abogado por hacerle parecer un pobre inocente. Un honrado trabajador acusado injustamente. Forzado a huir de la justicia por miedo a parecer culpable gracias a su extenso curriculum carcelario.
Juan me notifica a través de mi comunicador personal que los informes de la científica están ya en nuestro poder. Habíamos decidido que todo el equipo permaneciera en remoto, atento a cualquier detalle, a cualquier gesto del sospechoso, a cualquier desliz.
El resumen del dossier aparece ante nuestros ojos. Texto color vainilla sobre el que destaca un texto de un azul oscuro con subrayados rojos que no brindan mucho margen de maniobra a nuestro espectral abogado. Su imagen vibra revelando su inquietud manifiesta.
El chip neural de Samuel Blasco ha confesado, como era de esperar.
Nos lo insertan a los pocos meses de vida y nos acompaña hasta la muerte. Nadie en su sano juicio se lo haría extirpar o desconectar. Quien lo hiciera quedaría incapacitado para poder interactuar con el mundo virtual que nos rodea y nos envuelve como una segunda piel, como una prolongación de nosotros mismos. Dejaría de percibir un universo que es incluso más cognoscible, más real y cierto que el auténtico.
Cualquier vínculo o conexión que establezcamos con ese etéreo mundo alternativo queda registrado en el chip. Desde una transacción económica hasta una conversación banal con nuestro vecino de al lado. Y por supuesto, registra con una exactitud nanométrica nuestra posición espacio temporal a lo largo de toda nuestra vida.
Existe la posibilidad de borrar esa información, pero no es ni fácil ni barato. Y nuestro encausado, o no dispuso del tiempo suficiente para conseguir un contacto con los conocimientos técnicos necesarios para hacerlo o realmente llegó a creer que podría darnos esquinazo.
Mi único temor era que las reuniones con sus cómplices se hubiesen mantenido cara a cara, limpios de tecnología. Es lo más parecido a desconectar el chip, pero sin llegar a hacerlo, ya que al no interactuar con el mundo virtual nada queda registrado. En el argot policial lo llamamos un contacto ciego. Queriendo expresar un doble símil. La ceguera de los delincuentes al no disponer de tecnología virtual y la nuestra al quedar imposibilitados para poder seguir cualquier pista.
Pero hoy, ocho de febrero de 2332 nos hemos levantado con buen pie. Todo indica que tenemos suficiente material para que el acusado duerma a la sombra una buena temporada.
Blasco, a pesar de llevar una pulsera de control médico bastante sofisticada, ya no controla su sistema simpático y comienza a sudar profusamente.
Podemos probar que lleva más de dos años vendiendo robots de la empresa de forma ilegal y eso le ha puesto al borde del ataque de nervios.
Los destinatarios son prostíbulos, negocios de distinto pelaje y también particulares. Los revende a bajo precio, pero aún así consigue sacar una buena tajada porque obviamente, no ha pagado nada por ellos.
En cualquier empresa robótica, un porcentaje de las unidades
fabricadas presenta alguna tara que imposibilita su comercialización. Samuel Blasco era el encargado de verificar y controlar esas partidas defectuosas que acababan o bien destruidas o bien desmontadas para reutilizar sus componentes. Básicamente, su negocio fraudulento consistía en alterar los informes técnicos marcando como defectuosas algunas unidades e incluyéndolas en las partidas que se debían destruir.
Supongo que era cuestión de tiempo que la alarma saltase y todo saliese a la luz. Cuando comprobasen que los porcentajes de robots defectuosos superaban la tasa esperada. Pero de momento, dos años después, de no ser por nuestra investigación el fraude seguiría sin ser descubierto.
Según su versión, él solo cambiaba las especificaciones, los códigos para su eliminación, firmaba los permisos y recibía el dinero. Allí acababa su participación en la trama. Otros se encargaban del transporte, del almacenamiento y de la venta final.
Afirma categóricamente no saber quiénes son y que él solo es un pequeño eslabón de la cadena. E insiste en que desconoce lo que sucedía después.
—Les juro que yo solo recibía un mensaje cifrado cada vez que querían que les hiciese un pedido —nos revela, fijando alternativa- mente su mirada nerviosa en Alfredo y en mí—. Me indicaban el número y características de los droides. Yo cumplía la parte del trato y recibía el dinero en mi cuenta. Nunca me preocupó lo más mínimo que hacían con ellos después.
Antonia me confirma por el intercomunicador que los registros del chip neural confirman su versión. Las fechas que nos da en su declaración coinciden con los ingresos en su cuenta. Y lo que es más importante, los códigos de los robots asesinados coinciden con los códigos de algunos de los robots vendidos clandestinamente que quedaron perfectamente registrados en su chip neural.
—Mi cliente reconoce haber participado en la venta fraudulenta de los androides —interviene su abogado defensor con voz demasiado aguda y metálica para mi gusto— pero eso no le incrimina en el caso de los droidicidios.
Le tenemos bien pillado con la venta y él lo sabe. Pero es cierto que no es suficiente para involucrarlo en los asesinatos posteriores. Sin embargo, a pesar de que los registros del chip no indican ningún contacto posterior, yo no me creo que no tuviera un cómplice dentro de la fábrica.
Antonia me informa por el comunicador personal que el equipo tampoco se traga que haya actuado solo y que creen que está lo suficientemente maduro como para que nos juguemos un órdago.
Le doy el visto bueno con un gesto acordado. Antonia se materializa al lado del avatar del abogado y me comunica que el otro detenido ha confesado su vinculación con Samuel Blasco y que puedo acceder con mis lentillas interactivas a la lectura del informe. Solo es un farol, una argucia, pero él no lo sabe. No tiene ni idea de hasta dónde hemos podido llegar con la investigación.
Se traga el anzuelo y sus constantes vitales se disparan. Él mismo se ha delatado. Sin embargo, ni las pertinentes e inquisitivas preguntas de Alfredo, ni la promesa de la futura benevolencia de la jueza si colabora, le hacen vomitar lo que sabe. Se cierra en banda y se acoge al derecho de no declarar, apoyado incondicionalmente por su extravagante abogado.
Es obvio que tiene miedo. Su mirada errática y su desazón le traicionan. Parece un animal acorralado. Es muy probable que a estas alturas ya le hayan amenazado.
Tengo la sensación de que está desorientado, confuso, aterra- do. Tengo la sensación de que desconocía lo peligrosas que eran las aguas en las que nadaba. De pronto, parece ser consciente de que su último cliente ha resultado ser mucho peligroso de lo que parecía a priori. Su trabajo no implicaba grandes riesgos más allá de que le acusaran de un delito económico. Ahora, gente poderosa y sin escrúpulos no dudará en convertirlo en chivo expiatorio para salir indemne. Ya no sabe en quién confiar ni en quién apoyarse. Y opta por guardar silencio. Quizás es lo único que pueda hacer si quiere conservar la vida. Siento que una puerta se nos cierra, que hoy ya no sacaremos nada más en limpio.
Ordeno a un guardia que lo devuelva a su celda y me despido, con mucha menos educación de la que acostumbro, del avatar del pomposo y engreído letrado.
Definitivamente, no creo que Samuel Blasco supiera nada de los asesinatos. Pero es la única pista que tenemos y vamos a tirar de ella. La clave está en esa fábrica. Y creo que ha llegado el momento de hacer una visita de cortesía a su presidente, Alberto Cifuentes.
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CAPÍTULO VIII
MARCOS
Madrid, 10 de febrero de 2332, dos días después
Son las siete y cuatro minutos de la tarde y todavía no has llegado. Solo han pasado escasos doscientos cuarenta segundos de la hora concertada, pero no saber si finalmente aparecerás me pone francamente tenso. La duda me altera. Reconozco que soy un auténtico maniático de la puntualidad estricta. Manía que ni mi psiquiatra ni las modernas terapias psicogenéticas han sido capaces de curar o al menos aliviar.
Natalia, que es así como se llama esta enigmática mujer, me tiene totalmente trastornado, desquiciado, desde que la recogí cubierta de nieve en medio de la infernal noche.
Me hubiera encantado conocerla en otras circunstancias. Haber- la seducido y quizás incluso, haberla enamorado. Pero cómo conquistar a alguien que piensa que no eres más que un monstruo salvaje. El asesino que puebla sus más inconfesables pesadillas. Su asesino.
Me hubiera gustado no tener que compartir contigo un secreto tan terrible y tan extraño. Pero desgraciadamente, no tenemos elección. Nos une la fatalidad y un oscuro vínculo que no termino de comprender. Una maquiavélica burla del destino. Un retorcido y macabro enigma difícil de resolver que solo tú me puedes ayudar a descifrar.
Confieso que he vuelto a penetrar en tu nube. Me permití dejar una puerta trasera para poder colarme de nuevo en tu vida. Una y otra vez. Y como me temí, ha resultado ser peligrosamente adictivo.
Hoy es nuestra primera cita y ya me tienes enganchado. Eres mi droga y mi terapia. Un remedio imprudente y arriesgado que solo puede salvarme o condenarme sin remedio. Me cuesta reconocerte cuando entras por la puerta de la cafetería. Hoy eres tú misma, sin disfraz, sin esos ojos de un color neutro tan anodino y esa falsa peluca que consiguieron confundirme y despistarme.
Seis minutos y veinte segundos de retraso. Es un tiempo de espera normal, lo sé, pero yo ya temí que no vinieras.
Elegí tu Facultad de Filosofía para que te sintieras a gusto, en tu zona de confort, en un lugar que te resultara conocido, familiar. Una mesa alejada del bullicio, para que podamos hablar con suficiente privacidad y a la vez lo suficientemente rodeados de gente para que te sientas segura.
Un escudo acústico nos protege de indiscreciones. Te acercas y me ofreces la mano de forma educada. Me regalas una sonrisa y tu mirada azul. Tu perfume me envuelve, es suave, frutal. Limón y vainilla. Me fijo en que no llevas maquillaje ni esas modernas nanocremas que filtran la luz suavizando los rasgos y haciendo desaparecer arrugas e imperfecciones. Tú no las necesitas. Tu piel blanca de un tono anacarado no precisa trucos ni artimañas.
Tomas asiento y me invitas con un gesto a que te acompañe. Pareces tranquila, no como yo que sigo nervioso e inquieto. O quizás solo sea una falsa impresión y estés igual de alterada.
Es en este momento cuando me arrepiento de no haber enviado a mi avatar personal a la cita. A él no se le escucharían los latidos de un corazón que bombea a mil por hora y no te recordaría que tienes frente a ti a tu homicida.
Pedimos un refresco y durante unos minutos damos vueltas y más vueltas entorno a una conversación banal que nos permite romper poco a poco la incómoda tensión del encuentro. Y como no podía ser de otra forma, eres tú la que rompes el hielo.
—Te he hecho un resumen de los recuerdos que he ido recopilando —me dices mostrándome una lista que flota ante mí, configura- da de tal forma que resulta invisible al resto de la gente que nos rodea. Preparada para que solo yo la puedo leer.
Tu rostro está serio, expectante. Por nada del mundo te confesaré que podría recitar de memoria estos detallados retazos de tus sueños. Fragmentos escrupulosamente ordenados, aunque incompletos que me han permitido hacerme un cuadro aproximado de tus vivencias oníricas, de tus dudas, de tus miedos, de tu otra identidad a la que yo le arrebaté el futuro.
—Me gustaría que fuesen más exhaustivos —te disculpas, cuando doy por terminada la lectura—. Pero es lo único que recuerdo.
—Ojalá hubiese tenido yo la precaución de registrarlos con la misma paciencia y disciplina. Yo tampoco soy capaz de recordar todos los detalles —admito con un gesto de impotencia.
—¿Me recuerdas?
—Sí, te recuerdo —le respondo sin dar más explicaciones. Sin asumir mi culpa.
Me gustaría gritarle que lo siento en el alma, que no controlo en absoluto nada de lo que me sucede. Pero permanezco en un tenso silencio que de nuevo rompe ella con una revelación que me deja boquiabierto, desconcertado, con las pulsaciones disparadas.
—¿También recuerdas cuando me haces el amor?
—No, eso no. Pero me encantaría recordarlo —me oigo a mí mismo balbucear unas palabras de las que me arrepiento nada más decirlas.
—Es mi último recuerdo. La otra noche, tras el desmayo. Mientras estuve inconsciente.
No digo nada y dejo que continúes.
—Soñé contigo. Creí que con su muerte se acabarían las pesadillas pero me equivoqué. Sé que intentabas advertirme. Me dijiste que no fuera a la cita de la sierra. Que no iban a ofrecerme ningún trabajo —haces una pausa para beber y me miras fijamente—. Tú ya sabías lo que iba a suceder.
No es una pregunta, es una afirmación.
—Me dan las coordenadas espacio temporales. Y cómo llevar a cabo la misión. Pero más allá de esa información, no recuerdo nada.
—Eres un asesino a sueldo —afirmas, como quien constata un hecho evidente. Y en tus palabras no hay ni odio ni reproche. Solo pena y tristeza.
—Lo único que sé es que no tengo alternativa, que no tengo elección.
—Siempre podemos elegir. Aunque sea a costa de transgredir las normas.
—Ellos no —respondo, haciendo alusión a los droides.
—Ellos también, solo que se lo hemos puesto más difícil.
—Las cuatro leyes. Es el tema de tu tesis. No le voy a discutir a una experta en psicología robótica —te respondo sin dar detalles de cómo he accedido a esa información.
Seguramente ya sospechas que me he colado en tu nube y que te he investigado a fondo. No sabes hasta qué punto. Por un instante temo que te enfades y que me pidas explicaciones. Pero solo me sonríes, y de nuevo, me miras fijamente, clavando tus pupilas.
Conozco tu curriculum mejor que un gestor de personal de una empresa que quisiera contratarte. Te graduaste en la Facultad de Filosofía, en neurociencia cognitiva con resultados excelentes.
Elegiste una profesión compleja y multidisciplinar. Una especialidad que abarca a la vez materias tan fascinantes como la psicología cognitiva, la Psicobiologia, la Neurobiología, la Física, las Matemáticas, la Lingüística y la Filosofía. Estudiar los mecanismos biológicos subyacentes a la cognición debe resultar arduo y complicado, pero me consta que sumergirte en ese mundo tuvo que ser absorbente y seductor.
Y luego diste un giro a tus estudios para meterte de lleno en la psicología robótica y en la neurociencia computacional. En el estudio de las cuatro leyes que gobiernan el comportamiento de los androides. Unas leyes rígidas e inflexibles creadas para sujetarlos, para controlarlos, para que podamos dormir tranquilos sin miedo a que se rebelen contra sus creadores.
He leído algunas de tus publicaciones y por supuesto un resumen de tu tesis doctoral. En ellas se transmite, se respira, tu fascinación por comprender los mecanismos lógicos y biológicos de la toma de decisiones tanto en humanos como en robots. Tan difíciles de asumir y que tanto problemas psicológicos nos han traído a este viejo mundo.
Mi artículo preferido es el titulado: «Los robots también van al psiquiatra». Aquel en el que te preguntas si también los androides sufrirán de algo parecido a la culpa y a la neurosis. En el que te planteas qué papel juegan las cuatro leyes en sus desequilibrios mentales.
Me gusta cuando dices que el estudio de las IA no solo se debe reducir a construir entidades artificiales por muy sofisticadas que sean. Que debe estar encaminado a incrementar el conocimiento sobre nuestra propia inteligencia y sobre todo aquello que nos convierte en seres conscientes.
Me gusta cuando nos recuerdas que solo somos una ínfima parte del universo interrogándose a sí mismo.
Natalia, me gustas demasiado y me gustaría ser capaz de confesarte lo mucho que me gustas.
—Desde la noche del asesinato, ¿has vuelto a soñar conmigo? —me preguntas cambiando de tema.
—No, desde aquella noche no he vuelto a soñar contigo. En realidad, no he vuelto a tener más pesadillas. Pero Aguilar no cree que desaparezcan tan fácilmente.
—Yo tampoco lo creo. Y la verdad es que tengo mucho miedo. Yo también lo tengo, pero prefiero no confesarlo. No quiero reconocer que todo este asunto me tiene acobardado, que me aterroriza.
—¿Cuántos crímenes recuerdas?
Lo preguntas con tanta naturalidad que me resulta extraño contestarte.
—Demasiados. En total siete. Quiero decir que actué en siete misiones. Del número total de víctimas no estoy seguro. A veces se me mezclan imágenes y no tengo muy claros los detalles. Pero no tengo duda de que hubo siete encargos.
—¿Quién te contrataba y cuánto te pagaban por cada misión?
—No lo sé, no tengo ni idea —le respondo algo aturdido. No esperaba que me hiciese esas preguntas tan embarazosas.
—Deberíamos intentar establecer un patrón con todos los datos que recuerdes. Haremos una lista de preguntas y tú intentarás responderlas para configurar un modelo. Fechas, lugares. El número de víctimas de cada caso. Tipo de robots asesinados. El modus operandi de cada crimen. Los mensajes que recibías y la forma en la que contactaban contigo para encargarte una nueva misión. Y todo aquello que se nos vaya ocurriendo sobre la marcha.
Tienes razón, tenemos que encontrar el patrón que dé forma a este galimatías, tenemos que hallar una explicación racional que me libere de esta culpa, de este trastorno de la personalidad disociativo en el que me encuentro. Pero tu frialdad y tu resolución me cohíben, y me quedo mirándote sin saber qué decir. Tus ojos cálidos, de un azul profundo se han vuelto duros, de un gris acero y me siento atrapado por esa mirada que me taladra, que me escudriña, que me evalúa. Y presagio que ya me has juzgado, aunque desconozca tu dictamen.
—Me parece perfecto —te respondo con una sonrisa nerviosa—. Si quieres, esta noche podemos ir a mi casa y hacer una lista todo lo exhaustiva que tú quieras—. Es mejor que hablemos de todo esto en privado. Y que lo registremos por escrito.
Un movimiento afirmativo de cabeza y una sonrisa me confirman que estás de acuerdo y que no tienes miedo a meterte tú sola en mi guarida. Quizás la resolución de la sentencia haya sido favorable.
Y tus ojos de ese azul imposible de muñeca antigua regresan de nuevo.
—Tengo un implante neural que no recuerdo haberme colocado
—me confiesas, cambiando nuevamente de tema. Te gusta ir saltando de un asunto a otro como quien hace surf de ola en ola—. Estoy segura de que Aguilar tiene una teoría al respecto, pero no he conseguido que suelte prenda.
—Yo también tengo una teoría al respecto.
Tus ojos se agrandan desmesuradamente esperando que te la relate.
—Ayer fui a visitarle y le pregunté abiertamente. Mi escáner también detectó ciertas anomalías que se debían a un chip neural que yo no recordaba haberme insertado. Está colocado en una zona muy delicada del encéfalo. Creo que estaba muy mosqueado. Me reconoció que no había visto en su vida una tecnología semejante.
—Supongo que sospecha que es el responsable de nuestras extrañas experiencias.
—Me temo que sí. Y yo no tengo ninguna duda al respecto.
—Lo que no termino de entender es cuándo y, sobre todo, por qué, alguien querría meternos ese engendro en lo más recóndito del cerebro —me preguntas asustada.
—Sobre el quién no tengo ni idea —admito—. Pero sobre el cuándo y el por qué tengo una hipótesis que no creo que ande muy descabellada.
—¿Crees que tú también tienes un doble robótico?
—No estoy seguro del todo, pero si fuese así, respondería a la pregunta del por qué. Aunque abriría otros interrogantes.
Cuanto más pienso en ello más me convenzo a mí mismo de que en algún lugar existe mi doble robótico como tú lo llamas. Lo que me inquieta y me obsesiona es no tener nada claro quién es el que controla a quién.
—¿Has estado investigando? Yo sí, pero sinceramente no he sacado nada en claro —me preguntas con un gesto de impotencia. Imagino que te intriga saber qué es lo que he descubierto, hasta dónde he conseguido llegar tirando del hilo.
—Sí, llevo investigando desde que Aguilar me puso sobre la pista. ¿Has oído hablar de una empresa llamada Tanner Biologics?
—No, no me suena de nada.
Acompañas tu respuesta con un fuerte movimiento de cabeza en señal de negativa.
—Lógico que no te suene porque no existe.
—¿Aguilar te habló de ella?
—No. Aguilar solo me preguntó si había sufrido algún inciden- te extraño previo a que comenzasen las pesadillas. Como desmayos o pérdidas de memoria.
—¿Los sufriste? —me preguntas expectante.
Por la expresión de tu cara intuyo que tú también.
—Hace aproximadamente unos siete meses, un poco antes de que comenzasen las pesadillas me inscribí en un programa de mejora de rendimiento energético y cardiovascular. Te hacían una serie de pruebas, te inyectaban unas sustancias en teoría inocuas y posteriormente te sometían a una batería de test para medir tu respuesta en función de tu genoma. El quinto día de tratamiento empecé a sentirme mal y perdí el conocimiento. Cuando recuperé la consciencia tenía un fortísimo dolor de cabeza y no recordaba nada. Me dijeron que había sufrido una reacción alérgica severa a una de las sustancias inoculadas, me pagaron una indemnización por las molestias ocasionadas sin yo pedirla y me invitaron a abandonar el programa de investigación.
Tu piel de un blanco lechoso se ha vuelto casi traslúcida. Tu palidez asusta, pero con un gesto me indicas que continúe.
—Estuve inconsciente durante tres horas. Nunca lo relacioné con las pesadillas hasta que Aguilar hizo una alusión al tiempo que debería haber durado la intervención quirúrgica en la que me colocaron el implante. Y entonces até cabos.
—¿Cómo supiste de la existencia de ese programa de investigación? —me preguntas con un hilo de voz—. Fue a través de la universidad —ahora ya no es una pregunta, es una afirmación.
—Sí, fue a través del programa inteligente de reconocimiento de actividades de interés para estudiantes y profesores. Me llegó un mensaje de máxima prioridad. Si me inscribía, obtendría créditos transversales para mi curriculum. Yo entonces dependía de la beca y esos puntos adicionales me acercaron un poco más al puesto que con- seguí tres meses después. No me lo pensé dos veces.
—Fue como un regalo llovido del cielo —musitas como si dialogaras contigo misma—. Nos ofrecieron un caramelo que no pudimos rechazar.
Tienes la mirada perdida. Tu mirada vuelve a ser de un gris acero que me hiela la sangre.
—Ayer cuando regresé a casa tras la consulta de Aguilar — continúo, mirando a mi alrededor sin poder evitar la falsa sensación de estar siendo observados— me puse a investigar y me topé con la empresa fantasma de la que te he hablado. Un callejón sin salida, una vía muerta.
—Castro es la clave —aseveras con firmeza—. Yo andaba mal de dinero. Apenas llegaba a fin de mes y tenía que amortizar el préstamo educativo. Fue él quien me lo ofreció.
Haces una pausa que yo respeto. Y dejo que te tomes tu tiempo antes de continuar.
—Me habló de un programa de colaboración científica. Pagaban bien y en principio no había riesgos. Quizás no fue casualidad que yo también sufriera una reacción alérgica severa que me hizo perder el conocimiento. Ahora creo que solo era una excusa para llevarnos a un quirófano e insertarnos el chip.
—Y posiblemente no solo nos insertaran el chip. En algún momento tuvieron que copiar nuestros datos biométricos y nuestro genoma.
—Para fabricar nuestros dobles —murmuras, completando mi
frase inacabada.
—En cualquier caso, nada de todo esto explica por qué nos eligieron a nosotros ni qué finalidad hay detrás de esta macabra locura.
—Castro tendrá que darnos la respuesta.
Me cuesta creer que Castro esté involucrado en este sórdido asunto, pero no podemos dejar ningún cabo suelto. Hubiera puesto la mano en el fuego por su honestidad y por su integridad como ser humano, pero quizás me hubiese llevado una buena quemadura. En este momento, ni yo mismo soy capaz de discernir si lo que experimento es real. Siento que no soy dueño ni de mis pensamientos ni de mis actos. Y si no podemos llegar a conocernos ni a comprendernos a nosotros mismos, cómo pretender conocer ni comprender a un extraño.
—Por las buenas o por las malas —insistes con la decepción escrita en tu mirada.
Me duele percibir tu desconsuelo. Me consta que ha sido un referente para ti. Un icono profesional e incluso un símbolo paterno que ahora se derrumba. El desengaño se te clava en las entrañas. Y el dolor y la frustración se mezclan arrastrando y destruyendo los restos de inocencia que aún conservabas guardados en tu pupila azul de muñeca antigua.
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Ana Rodríguez Monzón