La Quinta Ley [Capítulos XXXI – XXXII] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XXXI – XXXII] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XXXI – XXXII]

***

CAPÍTULO XXXI

PABLO


Madrid, 25 de mayo de 2344, doce años después

Seguimos sin tener un móvil sólido. Hay algo que no termina de encajar —Alfredo se pasea nervioso por mi despacho mientras Ramiro nos presenta un resumen de los posibles sospechosos. Antonia asiente, dándole su mudo apoyo. Ella tampoco termina de entender cuáles han podido ser las soterradas motivaciones que hayan conducido a un crimen tan mediático y escénico. Como muy bien sostiene mi astuta compañera, hay algo teatral y efectista en la muerte de Cifuentes. Si como todo parece indicar fue un acto minuciosamente planeado, bien podían haber elegido otro lugar y otro momento y no una fecha tan señalada como nuestro quinto centenario. A mí también me cuesta entender qué relación se esconde entre los asesinos y nuestra homenajeada Benemérita para que quisieran entregarnos a la
picota pública de una forma tan notoria.

No se podría afirmar que a Cifuentes le faltasen amigos, pero la lista de enemigos tampoco era desdeñable. Siguiendo las instrucciones de Campos habíamos elaborado un extenso organigrama de sus relaciones personales, políticas y empresariales; un gráfico multicolor que ahora flotaba ante nuestros ojos a la espera de ser interpretado por Ramiro.

—Su núcleo duro está formado por su impenetrable círculo familiar. Sus dos esposas, sus tres hijos varones y su única hija.

Desde luego, impenetrable era un buen calificativo para un clan que se mostraba unido como el núcleo de un átomo y del que nadie sabía lo que realmente ocurría de puertas para adentro de su sofisticado y refinado hogar.

Antonia no puede evitar mirarme de reojo cuando la imagen de una Natalia de mirada altiva y con un toque de arrogancia llena todo el espacio de la pantalla de mi despacho. En estos doce largos años, ha sido, es y posiblemente seguirá siendo mi obsesión recurrente, una fijación indeleble, un poderoso imán del que no me puedo desligar.

—Hace unos doce años Cifuentes decide retirarse de la vida empresarial, aparentemente —puntualiza Ramiro con una expresión de duda— para disfrutar, según sus propias palabras, de un merecido periodo sabático.

—Y dedicarse de lleno a su encantadora familia —matiza Antonia con sorna.

—Más o menos eso fue lo que declaró en una entrevista a una cadena nacional —corrobora Juan. A una orden suya, la pantalla nos proyecta un resumen de dicho reportaje en el que aparece un Alberto Cifuentes sonriente y relajado haciendo propaganda de sus inquietudes filantrópicas.

—Es muy significativo que sea precisamente en ese momento cuando aparece una tal Natalia Romero de la nada —señala Ramiro, mostrándonos un serie de documentos de la nube de Cifuentes que acreditan su testimonio—, que la legalice como hija natural y que inmediatamente comience a adquirir grandes responsabilidades en las empresas de su padre.

—Hay demasiadas cosas que llaman la atención y que no pueden ser casuales —razona Alfredo gesticulando nervioso. Aunque todavía no se ha sentado, al menos ha dejado de moverse por todo mi despacho, lo que agradezco profundamente—. Por ejemplo, que todo esto ocurra poco después del asunto de los robots asesinados. Pero lo más extraordinario es que uno de ellos fuese un doble idéntico de tu querida Natalia.

Todos fijan su mirada en mí ante la alusión directa de Alfredo.

—Tienes razón. Hay demasiadas cosas que no encajan. Pero no creo que Natalia esté relacionada con el asesinato de su padre. Cifuentes no estuvo implicado en aquel caso. Aquello fue algo fortuito. Blasco ni siquiera sabía de la existencia de una hija secreta.

—¿Qué sacasteis de la visita de ayer a la cárcel? —me pregunta Antonia haciendo referencia a la entrevista que tuvimos con Blasco.

—Le amenazamos sutilmente con mover los hilos necesarios para que le cambiasen de lugar de residencia.

—A otra cárcel más acorde con su calaña —precisa Alfredo—. Y funcionó. Nos confirmó que Cifuentes había firmado un contrato de carácter secreto con el ejército. Pero que la mercancía había dado problemas y se había invalidado el acuerdo firmado. Y que, en vez de destruirlos, los guardaron en cajas que él encontró, si hemos de creerle, de forma accidental.

—Imagino que por mercancía defectuosa se refiere a los extraños robots que encontramos en las cacerías —especula Antonia.

Alfredo y yo asentimos al unísono.

—Recordad que entre los papeles secretos de la nube de Cifuentes —nos aclara Ramiro mostrándonos de nuevo un prolijo informe de un color anaranjado— hemos encontrado que por aquellas fechas cerró una de sus empresas filiales cuyo volumen de facturación era netamente militar. Tras la cancelación de un importante contrato cambia de nombre en varias ocasiones en un baile de empresas fantasma, se declara en quiebra y finalmente desaparece como si nunca hubiese existido. Los empleados, la mayoría droides, se reubican en otras empresas de su holding. Por supuesto, no hemos encontrado ninguna referencia, en los medios de comunicación a esa súbita bancarrota.

—Durante los siguientes diez años sigue siendo proveedor oficial del ejército con robots tipo estándar pero sin nada que reseñar. Hace dos años decide dejar la bucólica vida familiar y comienza su andadura política.

Tímidamente, sin llamar demasiado la atención, pero forjando una serie de alianzas que le van a ir permitiendo tejer una red de contactos y relaciones en el gobierno y sus aledaños. Pero lo que resulta francamente llamativo —señala Juan tomando el relevo de Ramiro y abriendo un nuevo archivo— es que por esas mismas fe- chas comienza a crear una intrincada colección de empresas fuera de nuestro territorio nacional. Con grandes exenciones fiscales y a nombre de su yerno e hija, fundamentalmente. Y también, casualmente, se intensifican las relaciones comerciales con el ministerio de defensa firmándose una serie de suntuosos contratos en los que promete dar luz a una tecnología novedosa y rompedora.

Como una cascada de cifras y datos, la pantalla tridimensional vomita toda la valiosa información que Cifuentes guardaba celosamente en su vulnerada nube. Fechas, firmas, condiciones contractuales, todo aparece en un arco iris de detalles técnicos y legales que inundan el centro de mi despacho. Un dato destaca como un potente faro y no pasa desapercibido a mi perspicaz Antonia. El nombre del yerno de Cifuentes. Marcos Valbuena, su viejo profesor de facultad.

A una orden de Ramiro, las IA buscan toda la información disponible en la red sobre nuestro viejo amigo. Antaño le habíamos buscado por orden expresa de Cifuentes.

—Recuerdo que Valbuena dejó la universidad poco después del asunto de los robots —comenta Antonia, confirmando la información suministrada por la IA—, pero nunca le di la mayor importancia —reconoce con un gesto de disculpa.

—Abandona la docencia y entra a trabajar para el mismísimo Cifuentes como no podía ser de otra forma —precisa Juan a partir de los datos que circulan por la red.

—Debió dar un buen pelotazo casándose con Natalia —especula Ramiro—. Fijaos que, si lo cruzamos con los datos de la nube de Cifuentes, su nombre aparece por todas partes —el organigrama parece cobrar vida y se iluminan los enlaces a las distintas referencias en las que aparece Valbuena—. De presidente, de director ejecutivo, de director técnico, faltan nombres para tanto cargo. Aparece casi en la misma proporción que Natalia y el resto de sus hermanos.

Como muy bien había afirmado Ramiro, su núcleo duro estaba formado por su peculiar familia. Pero no eran los únicos puntales sobre los que se sustentaba su imperio.

Entre sus apoyos incondicionales también se encontraban va- rios ministros y figuras políticas importantes, la mayoría relacionadas con los ministerios de seguridad nacional, exteriores y economía. Sin embargo, era del dominio público que una buena parte de los partidos de la oposición tenían su punto de mira en algunas de sus actividades empresariales, nada transparentes.

Como confirmaban los datos desencriptados de su nube, nuestro gran magnate de la inteligencia artificial siempre se preocupó de tejer una amplia red de relaciones internacionales y de participar activamente a través de ayudas, becas y fundaciones, en equipos de investigación punteros más allá de nuestras fronteras. Colaboraciones que se habían intensificado en los dos últimos años con la compra de parte del accionariado de empresas extranjeras del sector. Unas actividades comerciales que habían despertado las sospechas de un cierto colectivo poco afín a su ideario político, al considerar que habían sido financiadas con fondos públicos desviados para esos fines.

—Yo sigo diciendo que hay demasiados puntos oscuros en este crimen —insiste Alfredo—. No había necesidad de llegar al asesinato. Si querían acabar con él políticamente solo tenían que esperar. Estaban a punto de encausarlo judicialmente.

—Si los rumores son ciertos —apostilla Ramiro—, tenía una espada de Damocles sobre su cabeza. Era cuestión de tiempo que salieran a la luz los desvíos de dinero público a cuentas opacas en el extranjero. Cuentas que bien podrían haber estado a nombre de Cifuentes y de sus allegados. Es vox populi que la oposición tenía a buen recaudo pruebas sólidas que le incriminaban en varios delitos administrativos y de malversación de fondos públicos en general.

—Pero si los rumores son ciertos —puntualiza Antonia— también se dice que con el nuevo cargo de asesor hubiera podido conseguir contratos muy sabrosos a favor de sus propias empresas. Y lo más importante, inmunidad judicial.

—El cargo solo era una tapadera, una especie de enlace entre los distintos cuerpos de seguridad, sin funciones claramente definidas. Y no le hubiera cubierto las espaldas en caso de imputación —le discute Alfredo—. Además, los contratos ya los conseguía sin necesidad de hacer trapicheos políticos. No sé, a mí no me termina de encajar nada en todo este asunto.

De nuevo se pasea por el despacho dando vueltas alrededor de la esfera de información multicolor, que flota ante nosotros con un brillo hipnótico, atrayéndonos como insectos a la luz.

—Si queremos resolver este caso tenemos que empezar por descubrir en qué consistía esa tecnología tan fantástica e innovadora en la que llevaba años trabajando, y por qué demonios la intentaba ocultar de una forma tan obsesiva. Creedme si os aseguro que la clave está en esos documentos —insiste señalando con el dedo el informe desplegado ante él.

Asentimos en silencio avalando su opinión. Creo que en este momento todos estamos plenamente de acuerdo en que la clave para desenredar la madeja está en la maraña de dossiers que Campos nos ha proporcionado. Y en particular, en la enigmática lista a la que tengo el dudoso privilegio de pertenecer.

Antonia me mira. Intuyo que sabe en lo que estoy pensando. Sabe que esa lista me tiene inquieto, receloso. Ella siempre ha tenido un sexto sentido para adivinar mis estados de ánimo, para entrever más allá de la superficie, para descifrarme e interpretar mis silencios.

—¿Qué tenemos de la lista famosa de los sesenta y cuatro nominados? —lanza la pregunta al aire pero me mira de reojo mientras se retuerce un bucle de su pelo en un gesto recurrente que repite cuando está nerviosa.
Alfredo y Ángela han estado trabajando en ella, día y noche, intentando encontrar una norma o regla que nos unifique a todos, pero por desgracia, sin demasiado éxito.

—Hemos buscado un patrón común cruzando todo tipo de variables. Todo lo que se nos ha ocurrido. Edad, trabajo, aficiones, lugar de nacimiento, posibles lazos familiares y un larguísimo etcétera. Por no aburriros, solo os diré que hemos barajado hasta noventa y dos variables distintas. La conclusión, ninguna —se lamenta Alfredo con un gesto a mitad de camino entre la impotencia y el agotamiento—. Al menos ninguna relación significativa que nos permita construir ningún modelo satisfactorio. Ángela ha sugerido una posible conexión. No sé, es un vínculo muy débil, muy pillado por los pelos y no creo que saquemos nada por ahí. En cuanto termine de verificarlo, se reúne con nosotros. Y ya nos dirá.

—Quizás el nexo sea Natalia —propone Antonia con un gesto titubeante, como si dudase de su propia sugerencia—. O quizás no exista ningún nexo y nos estemos rompiendo la cabeza para nada. En cualquier caso, creo que lo mejor es que tengamos una charla privada con mi antiguo profesor. Y quiero que tú me acompañes —me señala con una sonrisa pícara y añade—. Empezaremos por Valbuena y seguiremos con su colega Ramón Castro. Ya sabes que nunca me he fiado de él. De Natalia tampoco me fío, pero a ella te la dejo toda para ti.

—Haces bien en no fiarte de Castro. Aparece en los documentos como beneficiario de unas cantidades económicas nada desdeñables —precisa Juan, que ha sido el encargado de investigar a nuestro emblemático profesor universitario—. Sin embargo, no hemos encontrado ninguna referencia concreta a que haya estado participando como colaborador directo o indirecto en alguna de las empresas o en alguno de los proyectos científicos.

—Un pago a un chantaje —insinúa Alfredo.

—Más bien me inclino por una retribución en negro a unos servicios prestados —opino yo, que no me imagino a Castro como un vulgar estafador—. Una recompensa en moneda virtual para que no quede rastro. Un premio por haber colaborado en su proyecto secreto.

—No sé —Antonia duda antes de hablar.

Le invito con un gesto a que diga lo que le cruza la mente. Cualquier sugerencia es bien recibida, sobre todo cuando estamos secos de buenas ideas.

—Si consiguieran estabilizar el modelo poliavatar sería un auténtico bombazo. Recuerdo que los artículos de Castro pasaron sin pena ni gloria hace unos años. Supongo que todo el mundo pensó que el modelo seguía siendo inestable. Pero, ¿y si ahora lo han retomado con éxito? —especula, volviendo a enroscar su dedo en un rizo de su cuidada melena.

—Creo que Cifuentes hizo algún que otro enemigo por culpa de ese tema —señala Juan—. Si no recuerdo mal, hace treinta años se montó una buena.
—Sí, se montó una buena. El fracaso del modelo poliavatar fue un verdadero descalabro para muchas empresas —nos precisa Antonia—. Cifuentes supo mantenerse al margen y no se dejó llevar por el frenesí de una campaña publicitaria que prometía el don de la omnipresencia a bajo precio. La feroz propaganda garantizaba poder interactuar en tiempo real con varias avatares de forma sincrónica. Era algo tan fantástico que muchas empresas se endeudaron hasta las cejas. Y cuando todo explotó, se hundieron, dejando un nicho de mercado que Cifuentes aprovechó con una sagacidad y una clarividencia propia de un mago de las finanzas.

—Algunas compañías que se vieron arruinadas de la noche a la mañana nunca se lo perdonaron —asegura Juan—. Sobre todo, después de que les demandara judicialmente por daños y perjuicios contra la integridad psíquica de los afectados.

—Eso fue la gota que colmó el vaso —reconoce Antonia—. Lo vendió como un acto humanitario pero la verdad es que se lucró por varios frentes. Construir un hospital para los damnificados y orquestar todas las denuncias de los usuarios del fallido poliavatar que habían desarrollado patologías psiquiátricas graves fue interpretado como un golpe bajo por algunos sectores que juzgaron que todo había sido solo un terrible accidente.

—Pero alguien tenía que asumir la responsabilidad. En mi opinión, Cifuentes hizo lo correcto —Alfredo se muestra de nuevo partidario de apoyarle sin reservas. En contra de la opinión de Antonia que le rebate con firmeza.

—Alguien tenía que asumir la responsabilidad, pero no de esa forma. No aprovechándose de la desgracia ajena. No me vas a convencer. Aunque gracias a la construcción de ese censurado hospital, Pablo está aquí y ahora con nosotros. Fue precisamente en ese hospital donde te salvaron la vida —matiza, dirigiéndome un guiño y una sonrisa.

—Sabemos que Castro trabajó para Cifuentes en el pasado —nos recuerda Ramiro dando un giro a la conversación para evitar temas escabrosos—. Y que Castro y Valbuena fueron colegas. Nada les impide haber vuelto a colaborar juntos.

—Entonces quiero que nos pongamos a trabajar en ello inmediatamente —les ordeno, asignando tareas concretas para que busquemos cualquier indicio que fortalezca la hipótesis de Antonia.

—Creo que tengo algo —Ángela aparece silenciosamente, con una sonrisa nerviosa dibujada en el rostro. Que nos regale una sonrisa no es algo natural en ella. Ni que muestre ningún tipo de emoción. Esa manifestación pública de turbación solo puede indicar que realmente ha encontrado una pista sólida. Pido que se haga el silencio con un gesto brusco y seco.

—¿Y bien? —le invito a que nos exponga lo que ha averiguado.

—Los sesenta y cuatro de la lista tienen un denominador común —asiente, como si con ese gesto quisiese inflarse energía a ella misma, a la vez que clava sus ojos en los míos—. Todos estuvisteis al borde de la muerte y todos salisteis milagrosamente con vida. Y todos fuisteis atendidos en el hospital privado de Cifuentes.

*

CAPÍTULO XXXII

PABLO


Madrid, 4 de junio de 2344, diez días después

Ángela había encontrado un patrón que unificaba a los sesenta y cuatro elementos de la lista. Un patrón esencial, pero no el único. Había otro detalle que se nos había pasado por alto y que era igualmente significativo. Antonia lo había dejado caer, como de pasada.

Medio en broma, medio en serio había comentado que parecía un arca de Noé de humanos eminentes y respetables.

Y así era, al menos en apariencia. Gracias a los exhaustivos informes confeccionados por Natalia por encargo de su padre, teníamos una especie de inventario minucioso de la vida de todos ellos, incluía la mía propia.
Ramiro bromeaba al respecto tildándonos de conjunto ordenado de adultos sin antecedentes penales, sin vicios aparentes y con flamantes y heterogéneas trayectorias profesionales.

Realmente llamaba la atención que todos los miembros de la lista destacaban de forma notable en sus respectivas ocupaciones. Yo era, quizás, el que atesoraba un curriculum menos ostentoso, aunque gracias a mi forzoso destierro en París mi expediente gozaba de un buen número de condecoraciones y galardones internacionales.

En definitiva, parecíamos un catálogo publicitario de hombres y mujeres de bien. Un elenco de ciudadanos de pro que con la inestimable ayuda del omnipotente Cifuentes habíamos sabido darle, en el último momento, un astuto quiebro a la muerte.

Los elaborados informes de Natalia no ocultaban nuestro arriesgado coqueteo con las Parcas, pero sí escondían el hecho de haber sido atendidos en el hospital construido por su padre.

Un par de IA de nuestro equipo habían intentado acceder a los informes médicos de los sesenta y tres pacientes restantes para conocer los detalles exactos de su muerte y resurrección. Desgraciadamente, sin mucho éxito, ya que se hallaban protegidos por cifrados de máxima seguridad a la que no teníamos acceso. A pesar de ello, el minucioso rastreo les había permitido averiguar las fechas de ingreso y de alta de cada uno de ellos.

Y de resulta de esa investigación habíamos hecho un descubrimiento a priori difícil de valorar pero que intuíamos podía ser de relevancia capital para la resolución del caso.

Así pudimos desvelar un secreto muy bien guardado. Un secreto que por alguna razón no se había querido hacer público. Que, en los últimos meses, Cifuentes había sido internado en su propio hospital de forma recurrente. El acceso al informe completo nos había sido vedado, como era de esperar, por lo que desconocíamos la naturaleza de su silenciada patología. Y sospechábamos que era muy poco pro- bable que nuestras IA consiguiesen romper su complejo cifrado en un tiempo razonable.

—Utiliza la tarjeta de Campos.

La sugerencia había partido de Antonia. La noche de la muerte de Cifuentes, poco después de que retirasen su cadáver, mi general me había otorgado el privilegio de entregarme un código de acceso ilimitado. Dicha concesión había ido acompañada de un «Reúne a tu equipo para dentro de cuatro horas en tu viejo despacho. Tenemos que hablar».

No era una prerrogativa al alcance de cualquier teniente coronel de la guardia civil. De uso exclusivo para ciertos generales y altísimos cargos políticos, Campos me había dispensado un gran poder y por consiguiente una gran responsabilidad. La había utilizado en contadas ocasiones, para comunicarme con Campos en un código de máxima seguridad, para confirmar datos de la nube de Cifuentes o para poder acceder a documentos y archivos relevantes para la investigación y que de otra forma me hubieran sido vetados. Pero siempre en presencia del resto de mi equipo, como si la existencia de testigos me ayudara a sobrellevar el peso de semejante potestad.

El cargo que Cifuentes iba a jurar hubiera figurado oficialmente como una especie de asesor premium del ministro de Seguridad Nacional. Y entre sus funciones, la de servir de enlace entre los distintos cuerpos de seguridad tanto estatales como internacionales. Como muy bien nos había recordado Antonia, mientras durase su mandato, Alberto Cifuentes sería miembro de pleno derecho de la guardia civil. Por lo que la todopoderosa tarjeta no debería tener ningún problema en acceder a su expediente médico completo.

Se activó a una orden de mi chip neural. Una finísima lámina suavemente iridiscente levitó y se colocó a la altura de mis ojos. No fue necesaria ninguna compleja y tediosa búsqueda. Solo tuve que desearlo y allí estaba. Flotando, ante todos nosotros, apareció el documento íntegro. A pesar de haberla utilizado en otras ocasiones, era difícil acostumbrarse a algo tan fantástico. La rodeamos, como niños ante un juguete novedoso, como si esperásemos que nos regalase otro prodigioso e ilusorio truco de magia.

El hechizo se rompió de inmediato. Según el informe, fechado un par de semanas antes de su magnicidio, Alberto Cifuentes era un enfermo terminal. Padecía un desorden inmunológico, hoy por hoy, incurable. A pesar de haberle suministrado las más avanzadas terapias, los tratamientos más agresivos e innovadores, el informe aseguraba que estaba literalmente desahuciado y que tan solo recibía cuidados paliativos para calmar los fuertes dolores que sufría. Era cuestión de meses o incluso de semanas que hubiese fallecido de forma natural.

Un silencio pesado se adueñó de la sala de mi despacho. Este inesperado dato cambiaba por completo el rumbo de la investigación. Y abría nuevos interrogantes que enmarañaban todavía más el curso de la misma. Era necesario un nuevo enfoque, una nueva interpretación de los hechos. Dotar a nuestras pesquisas de una perspectiva más amplia.

—Necesitamos un cambio de coordenadas —Antonia siempre usaba su jerga matemática para expresar lo que todos estábamos pensando—. Me temo que deberíamos replantearnos todo de nuevo, desde el inicio.

—Y empezar averiguando quién estaba al tanto de este hecho —propone Ramiro.

—En principio, cualquiera que tuviera una tarjeta de acceso ilimitado —razona Antonia—. Aunque tenerla no implica que hubieran leído sus informes médicos. A priori, todo parecía indicar que gozaba de una salud envidiable.

—Era la imagen que proyectaba al exterior, pura energía y vitalidad —señala Juan con un gesto de incredulidad—. Para mí, la cuestión es saber si los asesinos estaban al corriente o no.

—Lo más probable es que no supieran nada —especula Ramiro—. No tendría mucho sentido arriesgarse en un crimen de esta envergadura si apenas le quedaban unos pocos meses de vida.

Alfredo está serio, reflexivo, en un mutismo impropio de él. Sé que algo le ronda la cabeza y también sé que no le gusta aventurar una hipótesis sin haberla madurado lo suficiente. Me imagino hacia dónde se encaminan sus sospechas, por lo que le invito a que las exponga sin ningún pudor.

—Siempre he pensado que este crimen era un rompecabezas al que le faltaba una pieza esencial —puntualiza Alfredo mirándome fijamente, como si intuyese que yo también comparto su alocada corazonada, una conjetura que no se atreve a verbalizar.

—Y siempre me ha llamado la atención que no hubiese un móvil claro, una motivación suficiente para terminar con Cifuentes de un forma tan primitiva, tan visceral. Si la raíz del desacuerdo era meramente política o económica —continúa apoyando su argumento con un movimiento de manos característico en él—, podían haber acabado con su carrera de una manera mucho más civilizada. Solo tenían que esperar a que fuese encausado judicialmente. Ya solo el descrédito suscitado hubiese sido más que suficiente para consumir cualquier ambición política que tuviese.

Alfredo se detiene un momento, como si quisiese poner en orden sus ideas antes de continuar. Nadie le interrumpe, seguimos atentos, expectantes.

—Pero lo que más me sorprende es que pudieran llegar a manipular su chip neural hasta el punto de freírle literalmente el cerebro, según el informe de la autopsia —matiza con un gesto de incredulidad—. Sin contar con que tuvieron que burlar las medidas de seguridad de la Central. Unas medidas ya de por sí infranqueables, al menos en teoría, incluso antes de haber sido reforzadas por el evento del quinto centenario.

—¿Crees que pudieron manipular el informe forense? —pregunta Ramiro sorprendido.

—No, en absoluto —niega enérgicamente—. Mis sospechas no van por ese camino. Solo creo que no nos hemos hecho la pregunta adecuada para comprender el trasfondo de este caso, o si nos la hemos hecho, no hemos sabido cómo responderla.

—¿Y cuál sería la pregunta adecuada? —insiste Ramiro.

—En cualquier homicidio, —interviene Antonia, adelantándose a la respuesta de Alfredo—, e independientemente de las particularidades del caso, la pregunta correcta siempre es la misma: ¿Quién se ha beneficiado más con su muerte?

Mi comandante asiente en silencio y de nuevo se toma su tiempo para continuar con su argumento.

—Sé que os parecerá una locura, pero sospecho que el gran beneficiado de la muerte de Cifuentes fue el propio Cifuentes.

Juan y Ramiro le miran como si hubiese perdido la cabeza. Como si el cansancio y el sentimiento de estar en un callejón sin salida le empujasen a dar palos de ciego.

—Llevo mucho tiempo pensando en ello —continúa, haciendo caso omiso a sus gestos de escepticismo—. Y que estuviera al borde de la muerte, es un punto más a favor de mi teoría. Pensad que no tenía nada que perder y sí mucho que ganar. Para empezar, con su muerte evitaba el proceso judicial y de paso salvaba su proyecto secreto.

—Sin contar con que una puesta en escena tan mediática lo transforma, de la noche a la mañana, de ciudadano indigno a héroe nacional —el resto del equipo me mira como si yo también padeciese demencia transitoria—. No hay nada como una historia morbosa y truculenta para hacer que la gente se apasione por algo —continúo sin inmutarme—. Su magnicidio le convirtió en una especie de mártir popular, en un adalid de la democracia y de la libertad. Justo lo que necesitaba.

Una vez lanzada la bomba, ordeno pasar a subvocálico. Para que no haya interrupciones sonoras. Para que la concentración sea máxima y los argumentos esgrimidos vayan calando poco a poco. Para que a través de sus propias reflexiones vayan digiriendo una teoría disonante, una tesis en apariencia extravagante pero que cobra fuerza a partir de los últimos datos sobre su implacable enfermedad.

La tesis de que Cifuentes fue el artífice de su propia muerte. La mano ejecutora de su propio magnicidio. Que urdió un elaborado entramado de mentiras para hacer creer al mundo que había sido asesinado. Para salvar su honor y su buen nombre. Para salvar un proyecto que era más importante que su propia vida.

Solo era una teoría. Una loca conjetura basada en tres apoyos inestables. Especulación, intuición y pruebas circunstanciales. Difícil que un juez me comprara una apuesta tan endeble. Y mucho más difícil que Campos me aceptara el envite.

Necesitaba pruebas sólidas, argumentos irrefutables, la declaración jurada de un testigo. Necesitaba el testimonio inapelable de Natalia Cifuentes.

***

Ana María Rodríguez Monzón

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