La Quinta Ley [Capítulos XXI – XXII] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XXI – XXII] – Una novela de Ana Rodríguez Monzón

La Quinta Ley [Capítulos XXI – XXII]

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CAPÍTULO XXI

PABLO


Madrid, 16 de febrero de 2332, cinco días después

Ya han pasado cinco días desde que Antonia recibiera un nuevo mensaje con las coordenadas del lugar donde se perpetró el que en nuestro cómputo particular es el cuarto crimen.

A estas alturas nadie de mi equipo confía que sea el último. No podemos prever la longitud de la abominable lista, pero intuimos que nuestro misterioso informador seguirá engrosándola en un futuro no muy lejano.
Todos los casos tienen un denominador común. Una colección de robots colgados de una barra horizontal con los cerebros y rostros destrozados. Y siempre en lugares apartados de un núcleo urbano y siempre en lugares deshabitados. Lejos de miradas indiscretas.

Una casa semiderruida en el corazón de un bosque de la sierra, una fábrica arruinada y medio calcinada, los túneles de una vieja línea de metro clausurada hace varios siglos.

Y ahora, unas cuevas al sur del río Tajo que antaño fueron habitáculo de nuestros antepasados prehistóricos allá por la Edad de Bronce entre los años 1600 y 1200 antes de Cristo, pero que hoy en día se encuentran desiertas y abandonadas.

Situadas en una cavidad natural, forman un enrejado de galerías de más de cuatro kilómetros de longitud que sin duda dieron mucho juego a la perversa caza, más abyecta si cabe, al añadirle el factor oscuridad.

Peinar todos los hipotéticos emplazamientos de la región con estas características es tarea costosa y a pesar de la fuerte presión mediática no tenemos suficientes recursos para afrontarla. Disponemos de suficientes agentes virtuales para llevarla a cabo, pero nos topamos una y otra vez con los permisos legales necesarios para poder entrar en propiedades privadas de particulares o en lugares con normativa especial como la que comparten, muy curiosamente, todos los emplazamientos de los crímenes.

Alfredo opina que no puede ser casualidad y que están elegidos a conciencia. Yo estoy totalmente de acuerdo con él. Por lo que tengo que reconocer que de no ser por los anónimos que estamos recibiendo, posiblemente solo tendríamos conocimiento de los dos primeros casos. Y en ambas ocasiones, gracias a encuentros fortuitos de ciudadanos que tuvieron la mala fortuna de cruzarse frente a frente con la brutalidad y el horror.

Nuestra comandante a vuelto a poner el grito en el cielo. A sus ojos, he vuelto a ser el incompetente que no es capaz de resolver el caso. Ya se le ha olvidado lo mucho que me elogiaba cuando metimos entre rejas a Samuel Blasco. Lo único positivo de este cambio de actitud es que ya no desea que los acompañe a los circos mediáticos en los que se mueve como pez en el agua y a los que es asidua colaboradora.

La Científica ha fechado este crimen un par de semanas antes del ocurrido en las viejas vías del metro. Lo que nos permite datarlo aproximadamente hacia la segunda quincena de octubre del año pasa- do. Es como si estuviésemos observando los acontecimientos con la flecha del tiempo invertida. Alguna razón debe haber para que nuestro elusivo informante lo desee de esta manera, pero a nosotros, hoy por hoy, se nos escapa.

De los nueve robots encontrados en esta ocasión, todos proceden de la empresa de Cifuentes. Y como sospechábamos, sus números de serie pertenecen a la lista falseada de Blasco. Todos son modelos estándar, tipo RH2. Sin embargo, ninguno de ellos presenta la avanzada tecnología que tan nervioso puso a nuestro anfitrión la otra tarde. Este pequeño detalle, en principio sin importancia, podría tener una relevancia que en este momento no podemos prever pero que podría ser crucial. No sé si para permitirnos resolver el caso, pero al menos para darle algo de coherencia.

Este dato parece alejar a Cifuentes del centro de la trama y apoya la hipótesis que barajamos desde el principio. Que tuvo la mala fortuna de contratar a un descerebrado que ha enredado a su empresa en un asunto turbio y nebuloso. Y que su implicación es solo tangencial. Antonia, como buena matemática, nos ha recordado que un único elemento no es suficiente para hallar el patrón de la serie completa y que debemos esperar a tener más datos, que no debemos dejarnos llevar por las especulaciones que carecen de una base sólida. Porque si en algo coincidimos todos los miembros de mi equipo es que nuestro etéreo informante no se va a olvidar tan fácilmente de nuestra querida compañera y va a seguir enviándole las macabras coordenadas con las que construir la serie.

Todavía no tenemos claro por qué ha sido ella la elegida. Pero gracias al magnífico trabajo de Juan hemos conseguido rastrear la fuente. Sabemos que procede de la universidad. Que su origen está en uno de los departamentos de la Facultad de Filosofía. Y que la cuenta desde la que ha sido enviada pertenece a uno de los más prestigiosos profesores especializados en neurobiología robótica. Ramón Castro, conocido en los círculos universitarios por ser uno de los más fervientes defensores de las IA.

Bien es cierto que Juan ha matizado que es una cuenta a la que podrían tener acceso todos los miembros de su equipo de investigación. Pero también es cierto que acotar el origen de la fuente a solo un puñado de personas es un avance importante.

Antonia no le conoce personalmente, pero ha oído hablar mu- cho de él. Lleva fama de ser un hombre carismático y sociable. Siempre rodeado de una corte de alumnos deseosos de colaborar en sus proyectos de investigación.

Las malas lenguas dicen que es algo radical en sus críticas hacia el poder establecido y que eso le ha traído algunos quebraderos de cabeza. Y que, de no ser por su prestigio y apoyo entre el alumnado, habría tenido que morderse la lengua y retractarse más de una vez tras mantener ciertos enfrentamientos dialécticos con la jerarquía universitaria. Gran amigo del contacto directo, ha puesto de moda las charlas y los debates sobre temas científicos de vanguardia frente a un auditorio presencial. Lo que le ha granjeado el calificativo de snob y de exhibicionista entre sus más acérrimos detractores.

Vanguardista y escandalosamente audaz en sus teorías sobre el futuro de las IA, muchos le consideran el padre de la nueva revolución que se nos viene encima.

Ángela ha comprobado que en este momento se encuentra fuera de Madrid por razones que no se nos han querido revelar. Y que según nos informa su robot personal, ha cancelado todas sus actividades sociales y profesionales. No realiza conexiones y no responde a mensajes de ningún tipo a través de la red. Su agenda personal está de momento y hasta nuevo aviso, en punto muerto.

Sin embargo, hace cinco madrugadas parece que decidió volver a conectarse durante breves segundos al cibermundo para enviarnos un escueto mensaje teñido de muerte. Muy extraño y bastante perturbador. Extraño porque no me imagino a un hombre de su talla intelectual y profesional involucrado con mafias que trafican y asesinan a droides. Y perturbador porque es obvio que ha tenido que mantener algún tipo de contacto con los asesinos o con las víctimas.

Juan no deja de recordarnos que quizás sea otro el autor material de los mensajes. No podemos descartarlo, pero en cualquier caso tienen que proceder de su entorno más cercano por lo que pensamos hacerle una visita en cuanto regrese de su enigmático y precipitado viaje.

Antonia ha sugerido que antes de citarle oficialmente en la central sería conveniente asistir a una de sus multitudinarias charlas. Sería una buena forma de estudiarle de cerca pasando desapercibidos entre el público asistente.

Me parece una excelente idea y por supuesto le he pedido que me acompañe. Su implicación en este asunto me obliga a colocarla en la primera línea de la investigación. Ella misma ha comprobado las fechas, y si no se cancela su próxima conferencia prevista para dentro de una semana, conoceremos por fin al carismático Ramón Castro y veremos si sus respuestas son sinceras y convincentes. No en vano, el tema de fondo de la conferencia no es otro que hacer que nos cuestionemos la verdadera naturaleza de la verdad.

De momento, aparcamos la futura visita a Ramón Castro y nos centramos en la otra vía que tenemos abierta en el sumario.

Como es costumbre desde que comenzaron nuestras pesquisas en este desquiciante caso, todos los días a las ocho de la mañana comenzamos la puesta en común de los avances y retrocesos de la investigación frente a la pantalla flotante de mi despacho.

Juan y Ramiro han dado un paso adelante en su peligrosa implicación en la web de apuestas. Sé que nos movemos en un terreno peligroso y desconocido. Sobre arenas movedizas en las que un pequeño desliz nos puede resultar muy caro. Pero también sé que ya no podemos echarnos atrás. Por dos razones. La primera porque estamos demasiado involucrados y cortar ahora sería quedarnos con el culo al aire. Y la segunda porque no me cabe duda de que vamos en la dirección correcta y que al final del camino se encuentran los malnacidos que han cometido los crímenes.
Sin embargo, no puedo evitar un mal presentimiento que me deja un mal regusto de boca. No quiero que esta desagradable sensación pueda interferir en mis decisiones futuras ni en las órdenes que tenga que dar a mi equipo. No puedo permitir que esta corazonada de mal agüero pueda afectar de alguna forma el curso de la investigación.

Estamos a punto de alcanzar los niveles más elevados y como consecuencia más sórdidos del macabro juego. Gracias a la habilidad y a la pericia de Juan y Ramiro, en unas pocas semanas pudimos ascender a la categoría de cazador virtual. Apoyados por Alfredo, que ha ido cubriendo con paciencia y pericia su rastro para no ser fatalmente descubiertos, han ido sumando de forma vertiginosa unos valiosos puntos que ahora nos sitúan a las puertas de la entrada a su guarida.

—Hemos creado un segundo perfil para poder seguir apostando en los juegos de otros cazadores, —nos explica Juan mostrándonos un complejo organigrama del repugnante juego que tanto me asquea. Hoy, su delgadez natural se ha acentuado peligrosamente y sus pronunciadas ojeras causadas por el exceso de horas robadas al sueño hacen que parezca un grotesco avatar de sí mismo.

—Y así, seguir acumulando dinero que hemos reinvertido en nuestro primer perfil —añade Ramiro al que el cansancio no parece hacer mella. Sin embargo, sus extraños ojos de un color verde blanquecino brillan con una intensidad que casi parece que se hayan vuelto traslúcidos.

—Lo que nos ha permitido —continúa Juan dejándole con la palabra en la boca— situarnos en el «top ten» del ranking de cazado- res en un tiempo récord.

—¿Pensáis que hayamos podido llamar demasiado la atención?
—pregunta Ángela con cierto recelo.

—Es posible —reconoce Juan con un gesto dubitativo— pero el tiempo corre en nuestra contra. Además, Alfredo ya se ha encargado de cubrirnos las huellas.

—Ángela tiene razón —responde el aludido—. Deberíamos in- tentar pasar más desapercibidos porque es mucho lo que nos jugamos. El tiempo dirá si nos hemos pasado de listos.

El complejo organigrama que flota ante nosotros muestra una estructura que nos recuerda el aspecto de una extensa red neuronal. De hecho, Ramiro nos confirma que su funcionamiento no difiere demasiado de ese modelo y que desgraciadamente nos encontramos ante un sistema que se autorregula y que aprende de sí mismo. Aunque todos los niveles se relacionan entre sí, existen diferentes categorías de usuarios.

Los apostadores, que se limitan a realizar las apuestas eligiendo entre una colección de opciones que crecen exponencialmente con el tiempo. Los hay pasivos y activos en función de su implicación en la creación de corrientes de opinión que de alguna forma modelan el propio juego. Los cazadores, figuras más dinámicas que participan en las cacerías a través de avatares virtuales. Las categorías no son incompatibles por lo que un cazador puede seguir acumulando dinero tanto con las apuestas como con los puntos logrados en las persecuciones.

Un nivel superior se alcanza con los diseñadores. Interactúan con el software creando sus propios proyectos a la vez que atraen a nuevos jugadores para que se unan a sus juegos. De nuevo, los diseña- dores suelen crear varios avatares secundarios para seguir manteniendo actividad en los niveles inferiores y poder acumular dinero para financiar sus creaciones.

Los ejecutores, o escuadrones de la muerte. Son las personas físicas reales que cometen los crímenes. Creemos que entre ellos se encuentran los asesinos de Alba y del resto de droides. Un nivel que solo se puede alcanzar por designación del ojo que todo lo ve. Por invitación de los espectadores, la última casta. Figuras opacas muy difíciles de rastrear al no tener un usuario nominal. No realizan apuestas ni redefinen las reglas. Simplemente observan en la impunidad de la oscuridad pagando cantidades indecentes de dinero convertible en la red por contemplar el horror vestido de crueldad, por convertirse en dioses de la muerte. Gente poderosa, sin escrúpulos, con conexiones en los círculos del poder económico y político. Psicópatas que se alimentan del dolor ajeno sin mancharse las manos de sangre. De un dolor real, no simulado en un juego diseñado para ludópatas de la maldad. Monstruos que gozan en la sombra, sabedores de que solo ellos tienen acceso a las auténticas grabaciones de los droidicidios.

—Estar en el top de cazadores virtuales —continúa explicándonos Ramiro—, nos ha convertido en diseñadores.

—A partir de ahora sí que nos la jugamos a todo o nada —murmura Alfredo, rozando con las yemas de los dedos su pelo rojizo en un acto reflejo que realiza cuando está preocupado.

—Vamos a tener que llamar mucho la atención si queremos llegar a ejecutores —reflexiona Ramiro—. Es la única forma de acumular suficientes puntos para que los espectadores se fijen en nosotros y nos nominen.

—Pero si nos descubren —augura Ángela—, no creo que sean muy comprensivos y magnánimos.

—Si nos descubren estamos muertos —sentencia Alfredo.

Conozco a mis hombres lo suficiente como para saber que ya se les ha ocurrido una estrategia para meternos en la boca del lobo.

—Suéltalo Juan —le incito con una sonrisa para romper algo de la tensión que nos atenaza a todos—. Termina de meternos el miedo en el cuerpo.

—Hemos pensado jugarnos un órdago y que el primer juego que diseñemos coincida en los detalles con el próximo crimen que nos haga llegar ese tal Ramón Castro o quien quiera que esté detrás de los mensajes. Los otros crímenes están ya quemados porque todo el mundo los conoce.

Nos quedamos en silencio. Me miran de soslayo. Esperan mi opinión. Es tan arriesgado que podría funcionar. Es tan arriesgado que es un verdadero suicidio.

—Si como sospechamos están realmente implicados quizás les pongamos nerviosos y cometan un error —razona Ramiro—. Siempre es bueno remover las aguas. Pero tú tienes la última palabra, jefe.

—No creo que nos den esa ventaja, pero quizás muevan ficha
—le respondo—. Es cierto que yo tengo la última palabra, pero quiero conocer vuestra opinión. Aquí nos estamos jugando demasiado.

No quiero expresarlo en voz alta, pero todos sabemos que si al final infiltramos a un ejecutor la cosa se puede poner bastante fea. Si llega ese momento tendré que tomar una decisión muy difícil. Poner en peligro la vida de mis hombres. Y no lo haré sin estar seguro de que detrás de toda esta siniestra red están tus asesinos.

—Yo digo que adelante —Ángela es la primera en hablar. Y nos deja a todos sorprendidos. Su naturaleza prudente y comedida no se corresponde con la seguridad con la que ha contestado.

—Yo también digo que adelante —le apoya Antonia con una sonrisa—. Azuzaremos a Castro para que me envíe más carnaza. Aunque no crea que sea necesario porque estoy segura de que la lista de coordenadas no ha terminado todavía.

—Nosotros le hemos dado muchas vueltas —interviene Ramiro incluyendo a Juan en el nosotros— y hemos llegado a la conclusión de que tenemos que llamar la atención con algo fuerte. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de no llegar a ser nominados nunca. La competencia es muy alta y muy pocos los elegidos. Sinceramente, es muy peligroso, pero creemos que es la única forma de llegar hasta el final.

—Yo voy a hacer de abogado del diablo —Alfredo vuelve a tocarse la punta de su pelo en un gesto característico de inquietud y recelo—. Si realmente están implicados reconocerán el modus operandi y pueden sospechar que ha habido una filtración entre los suyos. No olvidemos que Castro podría ser un espectador jugando con nosotros. Y si lo fuera íbamos a estar bien jodidos. Aunque sinceramente, no me imagino a un erudito como él cayendo tan bajo.

—Pero no podemos descartar ninguna opción por muy poco probable que nos parezca —admite Juan con un gesto de duda.

—Sin embargo —añade Alfredo—, a pesar de lo dicho, voto por seguir adelante y que sea lo que Dios quiera.

Asiento dando mi aprobación. Como yo no creo mucho en las deidades prefiero decir que tiraremos los dados al aire y que el destino o la función de onda o los hados decidan.

No es totalmente cierto que yo tenga la última palabra. Debo informar a mis superiores y esperar su respuesta. No podremos actuar sin que ellos me otorguen su aprobación final.

Sé que quizás me traiga problemas en el futuro, pero si quiero que esta locura salga adelante no me queda otra que puentear a mi comandante y confiar en que mi coronel esté de nuestra parte. Sé que tampoco la traga. Y que su animadversión ha ido creciendo en la misma medida en la que ella se ha ido embarcando en su cruzada particular a favor de la zafiedad y de la incorrección. Y también sé que disfrutará secretamente manteniéndola al margen.

Campos responde inmediatamente a mi llamada. Parece que la estuviera esperando. Le pongo al corriente. Me lanza esa mirada suya que me dice sin palabras que me apoyará sin reservas. Pero que más vale que funcione o nos vamos a ver de fango hasta las orejas.

Y que vamos a tocar las narices a más de uno. Porque si en algo estamos de acuerdo es que dinero y perversión son buenas compañeras, pero malas enemigas.

Con el visto bueno de mi coronel comienza la operación que bautizamos «el ojo de Ra». Es una sugerencia de Juan al que le chiflan los temas esotéricos. En alusión a los observadores, al poder que todo lo ve desde la sombra.

Nos queda mucho trabajo por hacer por lo que comienzo a pre- parar el reparto de tareas. Pongo a Alfredo y a Ángela con el análisis de los datos llegados de la científica. Antonia y yo prepararemos la reunión con Castro y estudiaremos su entorno universitario. También quiero revisar con Alfredo la grabación de la charla que tuvimos con Cifuentes. Presiento que esconde algo relacionado con esos robots tan sofisticados que tanta inquietud le producen. Y por supuesto, pongo a Juan y a Ramiro a diseñar las bases del juego en espera de los detalles concretos del hipotético quinto caso.

Tres horas después, la suerte, la fatalidad o los caprichos de la física cuántica parecen haber escuchado mis anhelos. De repente, aparece Antonia a tamaño natural materializada en mi despacho. Su cara está seria. Su mirada se clava en mí, apremiante. Algo ocurre.

—Tenemos un quinto caso. He vuelto a recibir un mensaje de Castro.
Y unas coordenadas de un rojo escarlata llenan toda la pantalla. Y tengo un mal presentimiento, un mal fario, un escalofrío que me recorre la espalda.
Y presiento que el ojo de Ra lleva ya mucho tiempo observando y acechando.

*

CAPÍTULO XXII

PABLO


Madrid, 24 de mayo de 2344, doce años después

Desde hace una semana no puedo dejar de pensar en ese número maldito. Ese número que me taladra el consciente y el subconsciente y que se me mete entre los sueños impidiéndome el descanso.

El número diecisiete.

Y tampoco puedo dejar de pensar en la imagen de mi rostro llenando la pantalla. Y en toda la colección de datos personales de mi vida privada y de mi vida pública expuestos sin ningún respeto ni pudor. Ese archivo viola tantas leyes de nuestra Constitución sobre la privacidad que me cuesta trabajo creer que tu padre te lo hubiese encargado poco antes de su muerte. No dejo de preguntarme por qué y para qué.

Pero lo peor de todo es que no puedo dejar de pensar en ti. De nuevo en ti. Siempre en ti. Llevo años intentando darle un sentido a tu historia. Sin ningún éxito. Y ahora, descubrir que eres la hija de Cifuentes me ha confirmado lo lejos que estaba de aproximarme a la verdad. Y aunque ese conocimiento haya colocado ciertas piezas en su lugar natural, debo reconocer que en conjunto me ha desorientado todavía mucho más. Pero no puedo permitirme ese lujo. Tengo que mantener la cabeza fría si quiero comprender todo este enredo en el que nos habéis metido. Quizás debería haber sospechado que había un vínculo familiar entre vosotros, pero reconozco que ni siquiera lo intuí. Ya es demasiado tarde y poco me importa. En este momento, lo único que necesito saber es qué papel has pensado para mí y para el resto de elegidos en tu macabro juego. Seguro que consigues sorprenderme.

Una semana después de nuestro regreso a Madrid seguimos encallados en el mismo punto, como un viejo buque varado en medio del mar, sin faro que le guíe.

La magnífica casa de Alfredo, que tan gratos recuerdos me trae del pasado, solo ha conseguido amplificar la sensación de vacío que me envuelve, de falta de rumbo. Mi psiquiatra me diría que he identificado mi propio desorden existencial con los escollos que nos están surgiendo en un proceso a todas luces complejo y que presenta oscuras ramificaciones. Quizás lleve razón, pero yo sigo pensando que el caso nos viene grande, que nos faltan datos y que fuerzas poderosas y ajenas a nosotros nos zarandean y confunden a su antojo.

Mis dos buenos amigos Alfredo y Salvador me han aconsejado, al calor de una buena copa de coñac frente a la espléndida chimenea que nos servía de marco para nuestra terapia particular, que debería abandonar la tétrica residencia de oficiales y buscarme un apartamento más moderno y luminoso que me levante el ánimo. Supongo que no les falta razón, porque la habitación en la que vivo es difícil de alegrar. Ni siquiera con el moderno software de tuneado de paredes que nos permite transmutar nuestro pequeño receptáculo transformándolo en el hábitat que mejor se adapte a nuestro estado emocional. Obviamente, este sofisticado sistema de decoración tiene el pequeño inconveniente de que si alguien tiene tendencias depresivas se termina de hundir en el lodo del desaliento y de la melancolía. Yo me paso todo el tiempo en mi oficina de la central y solo me dejo caer por la residencia para dormir por lo que quiero pensar que mis bajones psíquicos tienen otro origen. Mucho más relacionado con el embrollo en el que estamos inmersos. Mucho más conectado contigo y con tu sombra alargada que de nuevo me envuelve.

De vuelta a Guzmán el Bueno hemos comenzado por revisar una vez más y con exquisita y minuciosa atención todas las grabaciones del fatídico día del magnicidio. He leído los informes de la policía y los de nuestros propios hombres. También he ordenado a las IA que las examinaran. Y aunque sé que es prácticamente imposible que se les escape nada, tengo la sensación de que hay algo que se nos ha pasado por alto, algo que solo un cerebro humano sería capaz de identificar.

Las grabaciones muestran normalidad absoluta en todas las salas, pasillos y dependencias. Cada centímetro cúbico de espacio está aparentemente limpio. Cifuentes aparece en su despacho con semblante serio pero tranquilo. Ninguna visita humana. Solo los avatares de sus asesores y del ministro de seguridad nacional con el que se entrevista hacia las ocho de la mañana durante escasos quince minutos.

Súbitamente, Cifuentes se desploma con un ruido sordo. Un pequeño hilo de sangre brota de su nariz. Sus ojos permanecen abiertos, incrédulos, en un vano intento de aferrarse a una vida que se le escapa. Una vida arrebatada a traición, en el peor momento, sí es que existe un buen momento para morir. En el cenit de su carrera política, a las puertas del nombramiento que tanto anhelaba y por el que tanto había combatido.

Las alarmas conectadas a su chip subdérmico que monitorizan sus constantes vitales comienzan a activarse. Una cohorte de robots virtuales le rodea y le administran, a través de su pulsera médica, una colección de sustancias químicas en un intento desesperado por obrar un milagro.

Pero todo resulta en vano. A pesar de la velocidad a la que han actuado, Cifuentes abandona este mundo en apenas unos segundos. Se activan los protocolos de seguridad y el ministro de seguridad nacional es avisado a través de su íntercomunicador del fallecimiento de su hombre de confianza. A partir de ese momento, su equipo de crisis se pone en marcha. Y mi vida y la de todos mis hombres pega un giro de ciento ochenta grados.

La autopsia revela microlesiones cerebrales. Podrían pasar por un ictus. Un pequeño trombo o una hemorragia cerebral causados por el estrés o por una subida de la tensión arterial. Si no fuese porque el patrón es de lo más enigmático. Si no fuese porque alguien le ha frito literalmente el cerebro desde dentro.

No es lo que dice la versión oficial. Se intenta ocultar la causa de su muerte, pero las especulaciones disparatadas y malintencionadas corren como la vieja pólvora. Y el gabinete de crisis opta por la sensatez. En unas horas ofrece un comunicado de prensa en el que reconoce que se abrirá una investigación para esclarecer los hechos.

Pero Campos me ha otorgado ciertos privilegios y tengo ante mí la versión no oficial. La que asegura que a Cifuentes le asesinaron boicoteando su chip neural. Una reprogramación que muy pocos se- rían capaces de llevar a cabo. Ese dato restringe de forma exponencial la lista de las personas con capacidad técnica para hacerlo, pero no de aquellas con capacidad económica para contratar a quien ejecuta el trabajo.

Posiblemente, la fatídica orden que desencadenaría una cascada de instrucciones que le conducirían a la destrucción irreversible de su cerebro, llevase tiempo latente en el corazón de su chip, esperando a ser despertada, activada en remoto. Lo que me induce a pensar que quizás su asesino no tuviera que burlar las fuertes medidas de seguridad que se impusieron en las celebraciones del quinto centenario puesto que ya había sembrado la semilla de su aniquilación mucho tiempo atrás.

Esto nos obliga a mirar el caso desde otra óptica. Si el autor material de los hechos actuó por encargo y desde la impunidad que otorga la distancia, tanto espacial como temporal, debemos enfocar el problema desde un ángulo diferente y preguntarnos básicamente a quién interesaba su muerte y quién quiso y pudo pagar por ello.

Antonia y Ángela han descubierto que había una facción neta- mente contraria a su elección en el cargo. Pero lo habían manifestado abiertamente, a la cara, sin tapujos.

En teoría, el puesto no conllevaba gran poder ejecutivo real, sino que más bien era un puesto de asesor técnico. Sin grandes retribuciones económicas. Sin demasiada futura proyección política. En la práctica, sin embargo, algo se estaba cociendo. Algo lo suficientemente importante como para que se desviaran grandes cantidades de dinero público hacia empresas pantalla inexistentes, como parecen indicar los archivos de la nube de Cifuentes. El puesto creado ad hoc era la tapadera y el finado, el hombre clave de la operación.

Una operación diseñada, muy posiblemente, con el beneplácito de ciertos miembros del gobierno o muy próximos a él. Un proyecto que incomodó y cabreó a ciertos sectores del poder político y económico hasta el punto de organizar y sufragar el asesinato de su instigador en la sombra.

Me cuesta creer que nuestro ministro de Seguridad Nacional y el presidente no estuvieran a la corriente de los pormenores del misterioso proyecto. Máxime, cuando todo indica que pudieron haber autorizado algunas de las partidas presupuestarias que permitieron su nacimiento y puesta en marcha. Pero Campos parece confiar en ellos, y yo confío en Campos, por lo que de momento los mantendremos al margen y nos centraremos en la lista que han elaborado Ángela y Antonia.

Y por supuesto, seguiremos analizando línea a línea, qubit a qubit, el material encontrado en la nube. Con toda la minuciosidad y rigor que nos sea posible.

Alfredo ha encontrado un informe un tanto ambiguo que nos ha conectado de nuevo con el caso ya cerrado de los robots calcinados. No es demasiado concreto en los detalles, pero alude de pasada a nuestro viejo amigo Blasco. Y eso ha encendido automáticamente mis alarmas internas.

Por lo que he decidido que estaría bien hacerle una visita de cortesía. Quiero que Alfredo me acompañe. Ya en el pasado sabía cómo incomodarle y hacer que perdiese los estribos.

Doce años en prisión es tiempo suficiente para que sus fallos de memoria se hayan subsanado. Con un poco de suerte nos regala una confesión.
La cárcel en la que se encuentra Blasco es un viejo edificio situado a unos cincuenta kilómetros de Madrid. Una antigua penitenciaría construida a mediados del siglo XXII para presos que cumplían condena por delitos fundamentalmente de tipo económico. Según las malas lenguas de la época, construida con más lujos de los que sería preceptivo. Una especie de lugar de expiación para políticos y hombres de negocios importantes que habían tenido la mala fortuna de ser pillados in fraganti en sus actividades delictivas. Y así ha seguido funcionando durante estos dos siglos. Ningún delito de sangre. Solo estafas, robos, hurtos, y desfalcos.

En la actualidad el edificio se encuentra bastante más ajado que en sus inicios. Aunque gracias a las remodelaciones internas de los últimos años, se podría decir que sigue siendo una prisión de alto standing para delincuentes bien relacionados. No era la imagen que yo tenía de Blasco. Nunca lo imaginé rodeado de amigos influyentes. Ni fue esa la impresión que dio durante el juicio. De nuevo, tengo la sensación de haber pasado por alto algún detalle importante, crucial, esencial para la comprensión del viejo caso.

Nuestras credenciales de guardias civiles nos franquean la entrada sin necesidad de esperar los tediosos controles de la entrada. Un robot de servicio nos acompaña a una sala de visitas que se asemeja más a una sala de interrogatorios. Ya habíamos informado de nuestra llegada por lo que Blasco ya nos espera sentado en una de esas modernas sillas para detenidos que analizan todos sus datos biométricos y proyectan ante nosotros toda esa información junto con una estimación de su estado psíquico y de sus posibles reacciones. No necesitamos esa sofisticada tecnología para deducir que no parece que se alegre mucho de vernos. Tiene el semblante serio y los brazos cruzados, a la defensiva. El paso del tiempo le ha pasado factura en forma de profundas arrugas que se acentúan de forma inmediata en cuanto nos ve aparecer por la puerta.

De nuevo el miedo en sus ojos. Un miedo que no es capaz de disimular a pesar de su mirada chulesca, altiva, casi despectiva. Permanece en silencio, pero sus grandes manos se mueven de forma nerviosa. Es un tic que no puede evitar. Es un déjà vu, doce años más tarde. La silla hace su trabajo y nos lo confirma con gráficos de colores chillones.

Le inquieta no saber la razón de nuestra inesperada visita. Toda- vía no sabe cuáles son nuestras verdaderas intenciones.

—Ya me arruinaron la vida una vez —nos mira de forma alternativa con sus ojos de un azul acuoso deteniéndose en Alfredo al que se dirige en un tono claramente agresivo—. ¿No tienen nada mejor que hacer que venir a tocar las narices a un pobre desgraciado como yo?

—Su nombre aparece en un informe confidencial ligado al señor Alberto Cifuentes —le comunica Alfredo en tono neutro.

—Ese señor está muerto y yo no me trato con zombis — responde con chulería.

El software de la silla interactiva reacciona de nuevo. No se esperaba que doce años después sacásemos a colación a su antiguo jefe.

—Ese señor liquidó una deuda que usted tenía con unos viejos amigos a los que no les hubiera hecho mucho gracia que quedase sin saldar.

No tenemos pruebas de que haya resultado de ese modo, pero tenemos que conseguir que se altere. En realidad, el informe solo alude a unos pagos realizados por una empresa fantasma vinculada a Cifuentes a otra empresa no menos fantasma vinculada a un grupo mafioso al que Blasco debía dinero por cuestiones de juego. No sabemos si las cantidades son las mismas, pero no tenemos nada más y nos la jugamos para ver cómo responde.

La silla empieza a vomitar cifras y eso termina de desequilibrarlo. Hemos dado en el blanco. Solo falta un pequeño empujón para que se derrumbe y empiece a cantar.

—Será mejor que nos cuentes todo lo que sabes —Alfredo es el encargado de darle la puntilla con otro farol que esperamos que funcione—. Sabemos que Cifuentes movió hilos para conseguirte una plaza en este tranquilo hotel, pero ahora que tu protector ha muerto ya nada nos impide solicitar tu traslado a una cárcel con un público menos sofisticado, más acorde con tu ralea.

Su nerviosismo es manifiesto. Suda profusamente a pesar de la correcta temperatura ambiente que hay en la sala.—Si me trasladan soy hombre muerto —balbucea, agitando las manos como si fueran viejos molinos de viento—. Yo no sé nada, a mí me tendieron una trampa. Yo solo quería sacarme un sobre sueldo vendiendo robots defectuosos —sus ojos ya no muestran arrogancia sino alarma y miedo—. Si me aseguran protección les contaré ciertos rumores que circulaban por la empresa.

Blasco ya es fruto maduro. No le presionamos más. Dejamos que hable, que nos cuente su versión. Ya veremos hasta qué punto podemos fiarnos de su historia.

—Decían que andaban experimentando con un tipo de robots que podrían romper el mercado. Algo espectacular.

—¿Quienes decían? —interviene Alfredo ante la pausa de Blasco que mantiene la mirada fija en sus enormes manos que no han dejado de moverse.

—Nadie en particular. Rumores que corrían de boca en boca.
—¿Qué más decían esos rumores?

—Que había sido un fiasco. Un total desastre. Y que todo había quedado en nada.

Alfredo me lanza una mirada de soslayo. Si Blasco no se raja, la visita habrá merecido la pena.

—¿Qué ocurrió con los prototipos? —intervengo yo—. ¿Fueron destruidos?

—Cifuentes te encargó deshacerte de ellos —afirma Alfredo antes de que nos dé una respuesta—. Pero tú preferiste sacar tajada vendiéndolos al mejor postor.

—No, no es así como ocurrió —responde fuera de sí—. Yo no tenía ni idea de lo que había en las cajas. Estaban etiquetadas como robots normales tipo RH2.

—Cuéntanos cómo ocurrió —le exige Alfredo—. O no hay trato.
Una gota de sudor cae sobre la mesa. Los gráficos asociados a la silla interactiva fluctúan como locos. Me gustaría poder desconectarla. Me está poniendo nervioso.

—Yo los vendía sin saber lo que había dentro. Solo sabía que eran robots inservibles para su comercialización. Un día, mis contactos me pidieron que les suministrara más mercancía de la buena. Que me pagarían el triple. Y acepté.

—¿Cómo sabías qué cajas llevaban mercancía de la buena si no sabías lo que había dentro? —le pregunta Alfredo con ironía.

—Porque las abrí y los vi. Parecían tan humanos —mueve la cabeza negando, como si todavía dudara de su existencia—. Y até cabos con los rumores que había escuchado. Yo necesitaba dinero porque me había metido en alguna inversión que no había salido del todo bien y no me lo pensé dos veces.

Por inversiones que no habían salido del todo bien se refiere a deudas de juego, pero prefiero no interrumpir su versión de los hechos.

De repente, Alfredo se levanta y me sugiere —será mejor que nos vayamos. Está claro que no quiere colaborar.

—Samuel, todo esto ya lo sabíamos —le miento, dirigiéndome a él—. Sorpréndenos con algo que no sepamos o empezamos a mover tu traslado.

Blasco también se pone en pie y me sujeta la muñeca en actitud suplicante. La silla emite un pitido agudo y vuelve a sentarse. El tiempo parece detenerse en la sala. Ahora sí está maduro. Nos mantenemos en silencio como en un hechizo, esperando que confiese.

—Los rumores también decían que había peces gordos metidos en el negocio. Y que uno de sus clientes era el ejército. Pero que algo salió mal, se cabrearon y lo cancelaron todo.

Me confirmas un dato que nunca pudimos probar, pero que yo siempre sospeché. Que el ejército estaba metido en la trama. Y que había gente poderosa moviendo los hilos.

Y cuando Cifuentes descubrió en lo que andabas metido y que te habíamos pillado, temió que te fueras de la lengua y pagó tu silencio y también tu protección. Una protección que no fue capaz de procurarse a sí mismo.
Nos ha dado una nueva hebra de la que tirar, pero me consta que de esta conversación ya no sacaremos nada más en limpio. Porque si supieras algo más, ya estarías muerto.

***

Ana Rodríguez Monzón

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