La Quinta Ley [Capítulos XXIX – XXX]
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CAPÍTULO XXIX
PABLO
Madrid, 10 de marzo de 2332, catorce días después
No dejo de pensar en ti, día tras día, noche tras noche. Desde que comenzó esta singular investigación me visitas de forma recurrente y obsesiva. Tu etérea presencia ya no es ninguna novedad para mí.
Pero en las últimas cuarenta y ocho horas ha ocurrido algo que me ha hecho replantearme cuál ha sido tu verdadera función, tu auténtico cometido en este sórdido caso.
A la espera de la llegada del resto de mi equipo, aprovecho para contemplar de nuevo tu imagen congelada en la pantalla de mi des- pacho. Tu gélidos ojos muestran determinación, seguridad, decisión inapelable. Evidencian, sin duda, una fría y calculada intención de matar.
Las instrucciones recibidas por los observadores han sido concisas, excesivamente escuetas. Tanto, que ciertos parámetros de la operación no han quedado lo suficientemente acotados como nos hubiese gustado. Para inquietud y recelo de mi equipo.
Al menos, jugamos con una ventaja importante. Fuimos nosotros quienes elegimos las coordenadas espaciales de la cacería, circunscribiéndonos en la medida de lo posible al entorno en el que se desarrolló nuestro séptimo caso y a las reglas generales de actuación. Sin embargo, hemos sabido que ciertos parámetros del juego han sido modificados por otros ejecutores, con los que obviamente no tenemos ningún contacto, por lo que el devenir de la misión presenta tintes oscuros e impredecibles. De nuevo, para inquietud y recelo de mi equipo. La zona elegida no está señalizada ni aparece en los mapas ordinarios que circulan por la red. En teoría, para evitar actos terroristas y vandálicos, aunque paradójicamente, a las autoridades no parece haber preocupado en exceso su vigilancia. No es una zona controlada por nanobots de protección ciudadana. O quizás los hubo y fueron desactivados por no considerarlos necesarios. En mi opinión, el nulo interés que muestran los departamentos de seguridad públicos por ella demuestra que es una zona muy antigua, parcialmente abandonada, por la que circulan viejas y obsoletas conducciones de agua prácticamente en desuso.
Situado al sur de Madrid, el laberinto de tuberías y cañerías que un día condujeron las aguas de esta ciudad ahora sirve de escenario mudo para una representación teatral con tintes macabros en la que, si no hay cambios en el guion, voy a participar como uno de sus actores principales.
Faltan apenas tres horas para que comience la función. Estoy tranquilo, sereno en el peligro como diría un viejo compañero de lecturas de nuestra lejana historia. Y a la vez alerta, expectante.
Mi equipo acaba de llegar. Antonia está hecha un manojo de nervios. Dice que tiene un mal presentimiento. Hago burla de sus malos presagios para rebajar la fuerte tensión que se palpa en el ambiente. Alfredo no me ayuda demasiado. Sigue insistiendo en ocupar mi pues- to. De forma machacona y obstinada. El resto le apoya, pero yo me sigo negando con la misma tozudez que muestran ellos. La decisión está tomada y no pienso volverme atrás. Soy el jefe y es una orden.
Calmados los ánimos, ultimamos los detalles del operativo con minuciosidad, con cautela y con mucha prudencia. No podemos pecar de exceso de confianza y cometer el error de dejar algún cabo suelto. Me consta que nos enfrentamos a una mafia perfectamente organizada. No me hago demasiadas ilusiones sobre poder detener a la cúpula de la organización. Sería un triunfo de nuestro departamento sin precedentes en los últimos años. Pero yo no deseo fama ni honores, ni que me cuelguen otra medalla más. Solo quiero salir indemne y pillar al mayor número de desgraciados que andan matando robots impunemente. Y, sobre todo, quiero entender las razones que te llevaron a convertirte en uno de ellos. A vislumbrar, aunque no a justificar, el porqué de tus acciones.
Un vehículo sin distintivos y con matrícula falsa me conduce a la boca de las alcantarillas que me darán acceso al intrincado laberinto. Voy totalmente solo. Mi única compañía es el robot que conduce de forma automática y en silencio absoluto. He tenido la precaución de anularle el programa de protocolo de cortesía. No quiero que una cháchara inútil y pesada me embote la mente. Necesito repasar con tranquilidad y lucidez todas las fases de la operación. Una de las órdenes impuesta por los observadores y desgraciadamente no negociable, era participar en modo contacto ciego. Por lo que he tenido que memorizar todo el circuito de túneles y galerías de la zona donde se va a desarrollar el juego. Participar en estas condiciones es una absoluta temeridad, pero no podíamos echarnos atrás ahora que habíamos llegado tan lejos. Con mi chip neural silenciado estoy privado de los cinco sentidos humanos y de todos los añadidos tecnológicos. No me puedo comunicar con mi equipo ni ellos conmigo. Estoy a su merced absoluta.
Tampoco hemos podido tapizar las paredes de nanobots, porque, aunque minúsculos, serían fácilmente detectables. Además, nos lo han prohibido explícitamente y sabemos que cualquier violación de las reglas conduce a la expulsión inmediata del juego y sabe Dios a qué más. Sin embargo, no han hecho ninguna alusión a la vieja cámara que hallamos encastrada en uno de los salientes de la roca. La pequeña grabadora que me ha permitido descubrir quién se esconde bajo esa mirada de niña inocente. Una información que lejos de ayudarme a olvidarte me ha encadenado todavía más a ti.
El vehículo se detiene a quinientos metros de la boca de la entrada. Es un lugar aparentemente deshabitado tanto en su superficie como en su subsuelo. Lo hemos elegido así porque es mejor no llamar la atención de forma innecesaria.
Camino de forma pausada hasta la vieja y oxidada tapa circular que me franquea el paso a uno de los colectores secundarios de la red. Este colector perteneció en su día, hace más de trescientos años, a una de las acometidas visitables. Formaba parte de una colección de túneles subterráneos que recorrían el subsuelo de la ciudad y que recogían tanto las aguas pluviales como las fecales y las residuales.
Un olor penetrante y fétido me ataca las fosas nasales. El tiempo no parece haber borrado completamente ese hedor pestilente a cerrado y a mal ventilado. Verme privado de mi chip neural me impide conectarme a la aplicación que subsanaría esta desagradable coyuntura, y que paliaría la falta de luz y de comunicación con el exterior.
A pesar de encontrarme en una oscuridad absoluta, gracias a los datos que he memorizado sé que me estoy moviendo por una sección ovoide abovedada de dos metros de altura y poco menos de un metro de ancho. Al ser una zona que antiguamente se podía visitar, puedo disfrutar de un pequeño andén por el que caminar con cierta holgura. Minutos después me encuentro con un absorbedero y con una chimenea. Eran antiguos puntos de ventilación y de entrada del agua de lluvia que me sirven de referencia y que me permiten ver el cielo sobre mí. Un cielo que me recuerda que todavía sigo con vida.
Por el número de pasos que llevo contabilizados deduzco que estoy llegando al punto de encuentro. Una tenue luz que se vislumbra a lo lejos así me lo confirma. Es la cueva donde encontramos colgados y con los rostros carbonizados a los robots del séptimo y ultimo caso. En realidad, el caso más antiguo de nuestra macabra lista.
La cueva constituye un punto de intersección de varios túneles que finalizan en un depuradora situada a menos de un kilómetro de distancia de donde nos encontramos. Antaño en la superficie, hoy en día está medio derruida y semioculta por escombros y no cumple función ninguna salvo servir de vertedero de basuras en un barrio que no le anda a la zaga en cuanto a deterioro y decadencia.
Por esa misma razón la hemos elegido como uno de los tres lugares en los que hemos triangularizado nuestro operativo. Está lo suficientemente cercana para poder actuar con rapidez y lo suficientemente alejada para pasar desapercibidos. Y lo más importante, tiene una boca de salida de fácil acceso que comunica los colectores con el exterior.
Mis órdenes son no intervenir inicialmente. De nada nos sirve atrapar solamente al resto de los ejecutores. Posiblemente sepan lo mismo que nosotros. Al fin y al cabo, solo somos un débil eslabón de la cadena. El verdadero plato fuerte son los observadores y la organización que se mueve detrás, en la sombra. Tenemos fundadas sospechas de que algunos de ellos aparecen al finalizar los juegos. No se conforman con observar la cacería a través de un aséptico chip, necesitan percibir, tocar físicamente la sangre y el dolor. Son lo que Antonia ha bautizado como los experimentadores.
Para ellos tenemos reservada una pequeña sorpresa. Hemos establecido un fuerte perímetro en toda la zona con la finalidad de que no se nos escapen. Cazarlos como a ratas. Que beban de su propia medicina.
Cinco figuras humanas se perfilan a lo lejos. Al aproximarme, deduzco que visten totalmente de negro. Y que su rostro también está cubierto, salvo la zona de los ojos. Al igual que yo, mis nuevos compañeros también han seguido las reglas al pie de la letra. Las instrucciones eran claras. Tela monocroma estándar de calidad media con imprimación negra sin ningún tipo de distintivo. Cualquier emblema, dibujo o señal en el traje o cualquier indicio que delatara nuestra identidad, provocaría, sin paliativos, nuestra descalificación inmediata.
Una suave luz anaranjada nos cubre el cuerpo barriendo haces de intensidad variable. Es un escáner que comprueba que venimos limpios, en modo ciego, con el chip deshabilitado. Parece que todos hemos pasado la prueba satisfactoriamente.
Una figura también enmascarada, embutida en un mono blanco muy ceñido que delata su sexo femenino, sale silenciosamente de uno de los túneles y aparece ante nosotros con una caja de tamaño considerable. La abre y nos ofrece una especie de gafas de un modelo totalmente obsoleto. Las tomamos sin hacer preguntas y las activamos siguiendo sus indicaciones mudas. Como me temía, simulan una primitiva realidad aumentada que nos permite ver a unos pocos metros a nuestro alrededor, a la vez que monitoriza nuestras constantes vitales. También nos hace entrega de un láser de alta potencia. De un modelo que se corresponde con el utilizado en las otras cacerías.
Seis puntos de un rojo intenso y otro de un tono azulado aparecen en mi visor. Mis cinco compañeros de juego y la dama misteriosa. Etiquetados del uno al seis, he tenido el dudoso privilegio de ser el portador del primer número de la lista. A lo lejos, mi sensor detecta doce puntos más de un verde esmeralda que son identificados como objetivos. Y como en una cascada de información inagotable, las gafas comienzan a vomitar una colección de datos referentes a las infinitas reglas y características del juego. Hasta aquí todo parece corresponderse con nuestro diseño.
El juego comienza y mi adrenalina se dispara como muy bien refleja el suave pitido que emite el sensor de mis gafas.
Avanzamos como un escuadrón de la muerte. Somos ejecutores y actuamos como tales. Un hexágono de destrucción y caos. Todavía no les tenemos a la vista, pero ya intuimos su presencia. Casi podemos olerlos. Nuestros ancestrales genes de cazadores plenamente activados. Mi estado de alerta es total. No puedo confiar en nada ni en nadie y mucho menos en ninguno de los cinco puntos que me acompañan, que me circundan como sabuesos hambrientos de sangre.
Solo hemos cubierto la mitad de la distancia que nos separa de la primera encrucijada de túneles cuando se enciende mi comunicador. Compruebo la pantalla de mi visor. Es uno de ellos. Uno de los miembros de nuestro grupo intenta erigirse en nuestro jefe. Toma el mando de forma natural, como si estuviese acostumbrado a ejercer la autoridad. El resto no nos oponemos y secundamos su hambre de liderazgo. Las reglas no lo prohíben. Hay cierta libertad en la forma en la que nos podemos organizar y el punto etiquetado con un aséptico número tres no ha esperado a que otro lobo se le adelante. Nos acabamos de convertir en su fiel manada.
Les perseguimos por los intrincados colectores, acorralándolos, cercándolos como a ratas. A priori, cada uno de nosotros tiene sus objetivos marcados en su lista de prioridades. Si abatimos a nuestro primer objetivo debemos pasar al segundo. Y si ya ha sido abatido por otro ejecutor pasamos al tercero. Y así sucesivamente hasta completar nuestra lista particular. Así de sencillo, así de primitivo. Sin embargo, nuestro improvisado jefe de escuadrón parece tener otros planes. No quiere acciones individuales, quiere que actuemos como un bloque, como un solo organismo.
El largo alcance es imposible dado lo intrincado del lugar de operaciones. Una maraña de colectores que se bifurcan y retuercen para volverse a unir de nuevo en una geometría casi escheriana. Solo es posible el disparo directo a bocajarro. Nos ordena que nos aproximemos en una maniobra envolvente, formando binomios. A mí me asigna al número cinco.
Los doce puntos esmeralda se definen. Como si quisieran cobrar fuerza aumentando su grosor y su nitidez en mi visor. Ya están cerca. Puedo verlos.
Algo no encaja. Parece imposible pero lo increíble, lo absurdo, ha sucedido. Van armados. Los cazadores convertidos en presas. El factor sorpresa era su aliado y lo han manejado con absoluta maestría, como verdaderos profesionales de la muerte.
Salen de su escondite improvisado y nos atacan a quemarropa, con saña, con odio homicida. El tiempo se detiene. Gritos de dolor y sorpresa. Un punto escarlata desaparece de mi pantalla. Es el número seis. El número dos dispara y yerra el blanco. No tendrá una segunda oportunidad. Un láser esmeralda cruza el espacio. Por un instante se queda inmóvil, se balancea y cae como un muñeco inerte. Ya solo quedamos cuatro.
Si habíamos creído, en nuestra arrogancia, que la cacería se convertiría en un paseo triunfal, que concluiría en apenas unos minutos, estábamos muy equivocados. Aquello no había hecho más que empezar. Vuelvo a la realidad cuando la primera ráfaga de disparos levanta nubes de esquirlas a mi alrededor. Nubes de polvo y humo que dificultan todavía más una visión ya mermada por una iluminación inexistente sumada a una deficiente tecnología.
Uno de los puntos rojos busca refugio tras los escombros nacidos de la roca rota y maltrecha por los impactos de los inmisericordes láseres que no parecen querer darnos tregua.
Mi papel, a priori, debería haber sido el de un mero concurrente a la escena del crimen, el de un participante inocuo. Pero ahora lucho por mi supervivencia y eso cambia sustancialmente el statu quo.
Los cuatro supervivientes nos dispersamos poniéndonos a cubierto de una salva de disparos que nos abrasan. Nos defendemos lo mejor que podemos, pero nos triplican en número.
Nuestro líder nos informa de que nos han cortado la retaguardia. Y nos ordena que disparemos mientras avanzamos, a cuerpo descubierto. La retirada ya no es posible, solo nos queda avanzar y confiar en diezmarlos mientras alcanzamos una salida al exterior que ahora se me antoja tan inalcanzable como un galaxia lejana.
Capto un movimiento fugaz a mi derecha. Regulo la intensidad y alcance de mi láser y disparo por instinto. El duro entrenamiento ha cumplido su función. Su cuerpo se estremece por el fuerte impacto y cae fulminado. Su rostro chamuscado me recuerda el de uno de los robots colgados en el bosque. Y me pregunto si tú también te convertiste en asesina por pura necesidad. Para preservar tu existencia. Aparto de mí cualquier pensamiento que pueda distraerme. No es momento para sentir remordimientos. Ahora solo debo pensar en defender mi vida.
El compañero que me ha sido asignado descarga toda su ira sobre un blanco que surge como un fantasma incorpóreo de uno de los colectores laterales. De los tres disparos solo uno da en el blanco. Suficiente. Ya solo quedan diez.
Están tan próximos que podemos olerlos. Les contraatacamos con furia. Una ráfaga carmesí arranca esquirlas de la pared y brotan chispas que iluminan fugazmente el pecho de uno de los contrincantes. El láser de alta potencia le ha arrancado parte del mismo. Pivota como una marioneta y cae a nuestros pies. Ya solo quedan nueve.
La diferencia numérica sigue siendo abrumadora. El balance neto nos es favorable. Tres a dos. Pero proporcionalmente nos duplican con creces. Nuestro ataque apenas ha reducido su fuerza ofensiva.
Se reorganizan para compensar las bajas y sus movimientos tácticos amenazan con abrir una brecha en nuestras débiles defensas. Mi compañero y yo optamos por guarecernos bajo una barricada improvisada con los cuerpos de sus muertos. Esto nos ofrece un breve respiro que aprovechamos para evaluar nuestra desesperada situación y decidir cuál será nuestro siguiente movimiento.
Pero de nuevo, el instinto vence a la razón. Uno de los láseres enemigos lanza un disparo de color verde que pulveriza una parte de mis gafas sin causarme, milagrosamente, ningún daño. Contraataco y lo abato con un disparo certero en medio de su mandíbula derecha. Pierde el equilibrio y cae frente a mí. En la oscuridad y con una realidad aumentada deficiente no he sido consciente de su cercanía. Mi pulso se detiene. Ya solo quedan ocho.
En respuesta, abren fuego con toda su cólera, con toda su garra, como si quisieran recordarnos su todavía abultada superioridad numérica, como si quisieran jactarse de ello con la finalidad de intimidar- nos. Haces verdosos vuelven a volar entre la bruma del polvo y esta vez dan en el blanco. Mi compañero se retuerce y convulsiona. Le han acribillado las piernas y el abdomen bajo un fuego cruzado intenso e implacable. El punto número cinco desaparece. Ya solo quedamos tres.
A escasos veinte metros de mi maltrecha e improvisada trinchera, la bóveda se ilumina con el color del fuego. Los disparos dan en su objetivo y dos puntos verde desaparecen. Ya solo quedan seis. Pero el contraataque no se deja esperar. Un nueva lluvia de fragmentos me obliga a ocultarme. El mundo vibra a mi alrededor a la vez que desaparece de mi pantalla el número cuatro. El olor a carne quemada me produce unas náuseas incontrolables.
Es fácil intuir cuál será la evolución de la batalla. En un abrir y cerrar de ojos hemos sido acorralados y prácticamente aniquilados. Ya solo quedamos dos. Un patético comandante autoproclamado como tal, cuyo único ejército se reduce a un único soldado.
Somos conscientes de la gravedad de nuestros daños. Y de la precaria situación en la que nos hallamos. Nuestra vulnerabilidad es ahora absoluta. Intuyo cuál será la evolución de la batalla y desgraciadamente no deja mucho margen a la esperanza.
Hago caso omiso a las indicaciones de mi jefe de escuadrón cuya intención es que mantenga mi posición a la espera de unos hipotéticos refuerzos y me dirijo a uno de los colectores de mi izquierda. Es más estrecho de lo normal y comunica con una galería de túneles que conducen, si mi memoria no me falla, a la vieja depuradora. Sé que mi única opción de salir con vida de este infierno es conseguir llegar a ella.
Un láser de largo alcance deja un agujero en el mismo lugar en el que me encontraba hace tan solo un instante. Mi pequeño acto de insubordinación me ha salvado la vida.
Una nueva oleada de disparos rasga el espeso y denso polvo acumulado en el asfixiante pasillo que acabo de abandonar y con ella desaparecen tres nuevos puntos. Dos verdes y uno rojo. Ya solo quedan cuatro. Ya solo quedo yo.
Me fijo en que todo ha transcurrido en apenas unos pocos minutos, como certifica el reloj proyectado en el visor de mis viejas gafas. Aunque a mí se me hayan antojado horas, años, eones, una eternidad congelada en unos breves y caóticos instantes en los que he luchado y sigo luchando por defender mi vida.
Un único punto rojo en mi visor me confirma que soy el último de los cazadores que permanece con vida. Y cuatro puntos esmeralda que brillan con un fulgor intenso que me daña los ojos. Unos ojos cubiertos de un sudor ácido que penetra en ellos nublándome la vista. Calculo que apenas cuatrocientos metros me separan de la vieja depuradora. Estoy tan cerca de ella que puedo ver la suave luz que se cuela por uno de los túneles de acceso. Lo más obvio sería correr en esa dirección, pero también lo más suicida. Mis perseguidores han deducido igual que yo que es mi única salida y la tienen bloqueada. Los cuatro puntos verdes se han reagrupado cortándome el paso. Debo mantener la cabeza fría ahora que estoy tan cerca de mi meta y pensar con rapidez en una vía alternativa.
A un lado de la galería, a mi izquierda, descubro un pequeño túnel de conexión, lo que si no recuerdo mal se conoce como cerrojo.
Lo sigo sin pensármelo dos veces y me conduce a otro tipo de pasillo que reconozco como uno de los colectores llamados emisarios. Si no se ha destruido por el paso de los años, sé que cerca tiene que haber un aliviadero, un lugar de salida de las aguas. Si consigo llegar a uno de ellos, mis probabilidades de conservar la vida aumentarán expo- nencialmente como diría Antonia en su jerga matemática. Si no, con suerte, recibiré un entierro oficial y una medalla póstuma.
Quizás hoy no sea el día señalado para reunirme con las Parcas o quizás todavía conserve un ápice de mi maltrecha buena suerte. En cualquier caso, el viejo aliviadero está ante mí, invitándome, provocándome a aproximarme a él, incitándome a una libertad engañosa.
Un quinto punto de un verde chillón aparece en mi visor, de repente, impidiéndome acceder al único lugar de mi hipotética e incierta salvación.
No puedo entenderlo, hace un instante solo quedaban cuatro. Ha tenido que desconectar su sensor para pasar desapercibido. Ha roto las reglas y se lo han permitido. O acaso también eso forma parte del maquiavélico juego. Solo sé que hoy todo es posible en este universo desquiciado.
Me acerco lo suficiente para que el disparo sea efectivo. No tendré una segunda oportunidad. Dos rayos surcan el espacio y el tiempo al unísono. Verde y rojo. Rojo y verde.
Dicen que, ante la inminencia de la muerte, el moribundo ve pasar su vida ante él, como una película que tuviera prisa en ser revisada y evaluada. También dicen que el dolor desaparece y que sientes paz, una gran paz y una luz cálida que te envuelve. No fue esa mi experiencia.
Un dolor intenso en el abdomen. Como un hierro candente abriéndome las entrañas. Estupor, sorpresa, incredulidad, pena, impotencia. El tiempo se detiene. El espacio se transforma. Veo tu rostro frente a mí, con esos ojos de un azul imposible que me miran, sin verme. Y tengo la certeza de que ya nunca sabré quién eres realmente pero que al menos estuve un poco más cerca de comprender por qué te convertiste en una fría e insensible máquina de dolor y muerte.
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CAPÍTULO XXX
PABLO
Madrid, 28 de marzo de 2332, dieciocho días después
Dicen que he estado diecisiete días inconsciente. En coma inducido. Yo apenas recuerdo los detalles. También dicen que es normal y que poco a poco iré recobrando la memoria.
Y que se temieron lo peor. Que cuando me hallaron, minutos después de los disparos que me abrieron el vientre en canal, había perdido tanta sangre que ya me encontraba en parada cardiorespiratoria. Y que fue un verdadero milagro que consiguieran reanimarme.
Sin duda, las diosas del destino me tienen preparado otro recibimiento más acorde con mis méritos y mi valía. O simplemente, ese día morirme no estaba en mis planes.
No ayudó nada a la gravedad de mis heridas que me hubieran obligado a desconectar el chip neural que entre otras muchas funciones tiene la de monitorizar todos nuestros parámetros vitales y en caso de emergencia dictar las órdenes necesarias para que unas nanovesículas repartidas por todo nuestro organismo se activen e inunden nuestro torrente sanguíneo con un cóctel de sustancias químicas de urgencia.
Dieciocho días después, la gravedad persiste, aunque parece que ya estoy fuera de peligro y que pronto me darán el alta médica. Alfredo no se ha separado de mi cama desde mi inesperado regreso del Hades. Aunque no lo quiera admitir, sé que se ha pedido unos días de vacaciones para estar a mi lado. De las pocas cosas que recuerdo con nitidez, una de ellas es el maldito cuadrante de festivos.
Reconozco que me ha emocionado profundamente el apoyo y cariño que estoy recibiendo de todo mi equipo. Y no solo de mi grupo más cercano sino de un gran número de compañeros del Cuerpo. El número de visitas, tanto reales como a través de avatares virtuales, ha sido de tal calibre, que el robot médico que me atiende ha tenido que dictar normas estrictas y amenazar con expulsar de la habitación a quien no las cumpla.
Ángela todavía no se ha quitado el susto del cuerpo y Antonia no deja de repetirme, con una sonrisa postiza que intenta disimular el disgusto que lleva encima, que ya me lo advirtió, que se olía algo, pero que yo no le hice ni caso, como siempre. Le doy la razón como a los niños y le prometo que a partir de ahora seré más receptivo a sus intuiciones femeninas.
Juan y Ramiro están serios, reservados, extraños. Dicen que debo descansar, que no es el momento para hablar del trabajo. Que ahora solo debo pensar en recuperarme. Y me responden con evasivas cuando les pido que me detallen con pelos y señales el resto de la operación, lo que sucedió en aquellas cuevas. Algo ha ido mal, lo presiento. Algo que en este momento me preocupa mucho más que mi propio estado físico.
A la hora establecida mi robot médico echa a todo el mundo a cajas destempladas alegando que necesito reposo y descanso. Pero después de haber dormido más de cuatrocientas horas, lo ultimo que me apetece es sumirme de nuevo en la inconsciencia. Le pido a Ramiro y a Campos que se queden y que hablemos. Sin tapujos.
—¿La hemos cagado?
—Más o menos —me responde Campos con un movimiento de cabeza ambiguo—. Pero no fue culpa vuestra. Vosotros le echasteis cojones. Tú, sobre todo. Si la hemos cagado, y me incluyo, es por haber tocado las narices a unos cuántos peces gordos.
Mi coronel está francamente enfadado. No utilizaría este lenguaje cuartelero si no lo estuviera de veras.
—Ya sabíamos que nos arriesgábamos enfrentándonos a las mafias, pero fue una decisión que asumimos todos. Y no me arrepien- to —Alfredo asiente en silencio.
—Déjate de mafias —sus manos giran en el aire como si apartase un insecto molesto—. El crimen organizado tiene su código de honor, aunque no lo creas. Son esos maníacos amorales ávidos de sangre, psicópatas que disfrutan con el sufrimiento ajeno, canallas sin escrúpulos que se hacen llamar a sí mismos líderes, estadistas, magnates, estrategas. Nombres tras los que se etiquetan para ocultar su ignominia.
Ramiro me mira de reojo. Campos está realmente furioso. Nunca le había visto en ese estado de furia mezclada con impotencia. Alguien le ha parado los pies y le ha echado una buena reprimenda.
—Entonces hemos dado de lleno en el blanco.
—No lo dudes Pablo, no lo dudes.
—Al menos a ti te van a dar una medalla —bromea Alfredo—.
Al resto ni las gracias.
—Casi a título póstumo —le sigo la broma y consigo arrancarle una sonrisa torcida a mi decepcionado coronel.
—Al resto de los muertos no creo que les rindan muchos hono- res —sentencia Campos.
—¿Hubo algún detenido?
—Tú fuiste el único superviviente —afirma Alfredo.
—Eso no es posible. Cuando me dispararon quedaban todavía cinco puntos activos. O quizás cuatro. No sé si llegué a acertarle.
—Se aniquilaron entre ellos —me confirma mi coronel con un gesto de incredulidad. Como si no pudiera terminar de creerse lo que había sucedido—. Una auténtica locura. Un juego de los que llaman hasta agotar existencias. No puede quedar nada, ni recursos materiales ni humanos. Una verdadera alienación.
—A ti debieron darte por muerto —especula Alfredo con un suspiro de alivio.
—Y lo estuvo. Si no, difícilmente hubiera podido desaparecer de los visores. Pero regresó del Hades gracias a su buen amigo Cifuentes. Si no llega a ser por él —me mira fijamente y me sujeta el brazo con fuerza—, en este momento serías el anfitrión de una buena colección de dípteros necrófagos.
No entiendo qué pudo tener que ver Cifuentes en mi rescate. Los miro alternativamente en busca de una explicación convincente.
Alfredo y Campos se miran y asienten y es el primero de ellos quien me relata un resumen de lo sucedido.
—Era un maldito juego dentro de otro juego. Nos engañaron bien engañados. Nos hicieron creer que nos habían elegido como nominados y que nosotros marcábamos las normas. Pero no era así. Fuimos a la vez cazadores y presas y deduzco que el otro equipo sufrió el mismo destino.
Recuerdo que Juan nos había alertado de que uno de los finalistas era un juego en el que se invertían los roles. Como muy bien había definido Alfredo, un juego dentro de otro juego. No quiero pensar cuánto dinero se habría movido y ganado a nuestra costa.
—Y nosotros como ilusos creyendo que controlábamos las reglas —intervengo yo recordando con vergüenza lo mucho que creíamos tener todo bien analizando y dominado.
—No controlábamos una mierda, con perdón —se disculpa Campos inmediatamente—. Disculpad, pero es que este caso me saca de quicio.
—No hace falta que te explique lo que sucedió nada más comenzar la cacería —niego con la cabeza invitándole a continuar—. Todos muertos menos tú gracias a que Cifuentes nos había puesto vigilancia. No se fiaba un pelo de nosotros y nos había colocado una colección de robots espías vigilándonos las veinticuatro horas del día.
—De esos de última generación que dicen ser indetectables y
que se pegan como lapas —añade Campos con ironía—. Aunque debe ser cierto que son invisibles porque si te los hubieran descubierto te hubieran frito nada más empezar la caza.
—Son los que dieron la voz de alarma al equipo de Cifuentes y éste les ordenó que habilitaran de nuevo tu chip neural para que se activaran todos tus protocolos de emergencia. Nosotros no hubiéramos llegado a tiempo. Las heridas de láser eran mortales.
—Pero ahí no acaba todo —insiste Campos con una sonrisa retorcida—. Debiste causarle una magnífica impresión en aquella famosa visita a su búnker, porque apareció a rescatarte nada menos que en persona —enfatiza— y te trasladó en su vehículo personal hasta su hospital privado. Dicen las malas lenguas que es un laboratorio mefistofélico, donde se realizan todo tipo de rituales extraños.
Campos suelta una sonora carcajada. Parece que regresa su habitual buen humor y su sardónica ironía.
—Pero puedes estar tranquilo —continúa mi coronel en el mismo tono jocoso—. Te rescatamos de sus garras en cuanto pudimos.
—No le hagas caso, estuvo francamente encantador y te puedo asegurar que anduvo muy preocupado por tu evolución —añade Alfredo, ligeramente molesto.
Para mi viejo amigo, tras la breve visita a su guarida, Cifuentes se había convertido en una especie de portentoso mecenas, un hombre de negocios admirable, virtuoso y respetable.
—No es precisamente la sensación que me dio cuando fuimos a verle a su mansión privada. No creo que le cayera especialmente bien —le rebato mirando a Alfredo que asiente dándome la razón—. No hice más que incordiarle con preguntas incómodas. Creo que, en algunos momentos, incluso estuve un poco grosero. Le debo una disculpa.
Alfredo y Campos asienten al unísono. Es obvio que le debo la vida, que su generosidad no tiene precio, y que es mejor estar en buenas relaciones con las altas esferas.
—Aunque sinceramente, no sé si podré contenerme para no preguntarle qué demonios hacía espiándonos y quién le ha dado derecho para cometer esa ilegalidad.
Campos da un respingo. Y me coge de nuevo el brazo.
—No sé qué le has dado a Cifuentes, pero le tienes obviamente de mano. Y eso no es nada fácil. No solo te ha salvado la vida. También te ha salvado el culo ante los jefes. Ya te dije que ha habido presiones y que querían que rodaran cabezas. La tuya la primera.
—¿Quién quería mi cabeza?
Me aprieta con más fuerza el brazo y me responde con una seriedad que no me deja ninguna duda de lo feas que se han puesto las cosas.
—No solo la tuya. La mía era la siguiente. Empezando por el mismísimo ministro de seguridad hasta un buen puñado de generales. Pero nuestro nuevo amigo ha movido muchos hilos y ha acallado unas cuantas bocas para que no solo no te abran expediente, sino que te asciendan y te concedan una medalla al honor.
—¿El precio?
Se encoge de hombros antes de contestar.
—No estaría mal que aceptases un nuevo destino. Uno de esos puestos que tú y yo odiamos pero que muchos matarían por conseguir.
—Un despacho en una ciudad europea para lidiar con las burocracias de las diferentes policías. Dime que no es verdad.
—París es un magnífico destino. Podría ser peor.
—¿Y al resto de mi equipo?
—No te preocupes por ellos. A ellos no los tocan.
Alfredo me mira con tristeza. Sabe lo que significa para mí que me separen del trabajo de campo, que me envíen al destierro con el falso edulcorante de un ascenso que en estos momentos poco me importa. Me fijo que su pelo rojizo siempre extremadamente corto y cuidado tiene una longitud de varios centímetros por encima de lo que es habitual en él. No se lo ha cortado en todo el tiempo que yo he estado inconsciente. Lo que le da un aspecto dejado que acrecienta la imagen de agotamiento y decepción.
—¿Llegaste a verle la cara a la mujer de blanco? —me pregunta Campos a bocajarro, cambiando de tema—. Aparece en la cámara que escondisteis en la roca. Tuviste una magnífica idea dejándola allí. Gracias a ella hemos podido reconstruir una parte de lo que ocurrió en la cueva.
—Fue idea de Ramiro —le corrijo—. La suerte fue que no la descubrieran. Y lo siento, pero no pude verle la cara —le respondo a su anterior pregunta—. Llevaba un mono muy ceñido que le cubría el rostro completamente, salvo la zona de los ojos. Además, con el chip desactivado, la oscuridad era total.
—Parece que os entregó algo. En la grabación no está claro de qué se trata.
—Las gafas de realidad aumentada y el fusil láser. Las gafas eran de un modelo ya obsoleto pero el fusil juraría que no tiene más de un año, casi un último modelo.
—Lo imaginamos. Eran los únicos objetos que no habías llevado de antemano. Los hemos rastreado —Alfredo despliega ante mí el informe completo.
Como me temía, ambos fueron comprados en el mercado negro y en ambos casos se pagó con moneda virtual ilegal. Poco podíamos sacar en limpio por ese camino teniendo en cuenta las molestias que se habían tomado en borrar las huellas de la transacción.
—A ella también la hemos rastreado. Con mejores resultados —Campos me guiña un ojo de complicidad—. Tu amiguita hubiera pasado desapercibida si no hubiera cometido el lamentable error de querer hundirte en la miseria. Levantó la liebre al mover sus muy variados y eclécticos contactos. Nuestra misteriosa Mata Hari se codea con lo más selecto y egregio de nuestra ilustre sociedad y con lo más abyecto de las clases bajas. Barre todo el espectro.
—Una mujer de recursos —ironizo—. Una pena que se fijase en mí.
—Todo lo contrario. Ahora por fin sabemos a quién nos estamos enfrentando.
—Hay gente muy poderosa detrás de todo esto. Gente con mucho dinero y pocos escrúpulos —murmura Alfredo con un hilo de voz, como si temiese que las paredes oyesen—. Será mejor que hablemos de todo esto en tu despacho.
—Los muertos también han dado de sí —Campos me muestra un dossier que flota ante mí con los rostros del resto de ejecutores—. Los del archivo rojo son los de tu bando y los del archivo verde los contrarios. Los tenemos identificados a todos gracias al ADN. No tuvieron tiempo de hacer limpieza y encontramos todos los cuerpos desperdigados por los túneles.
Una serie de rostros desfilan ante mí. Diecisiete máscaras negras a las que por fin les pongo cara. No puedo evitar que se me erice el vello de todo el cuerpo. Quizás ahora que conozco sus identidades no deba temer soñar con ellos o quizás sea ahora cuando comiencen a perseguirme sus fantasmas. Afortunadamente, no creo en el más allá por lo que supongo que podré dormir en una paz merecida con creces. El archivo comienza a vomitar cantidades ingentes de datos referentes a su vidas ya extintas. La mayoría padres de familia respetables. Todos de buenas familias. Magnates y empresarios, políticos en activo, magistrados, un par de deportistas famosos y un alto cargo eclesiástico conforman el elenco de los escuadrones de la muerte. Doce hombres y cinco mujeres que hasta hace poco más de dos semanas llevaban vidas honorables y dignas. Todos con un denominador común.
Mucho dinero y muy bien relacionados en los círculos de poder.
—Como comprenderás, se nos ha ordenado que demos carpetazo al asunto —asevera Campos cerrando las manos ruidosamente como si cerrase una vieja carpeta de cartón—. Oficialmente nunca habrá constancia de que haya tenido lugar ninguna cacería humana bajo el subsuelo madrileño. Por supuesto, todos han fallecidos de muerte natural o de accidente.
—No hemos encontrado ningún robot —hace notar Alfredo—. Pero en uno de los colectores laterales encontramos esto…
Alfredo deja la frase en suspenso y me muestra una imagen de una barra de hierro dispuesta en horizontal de la que cuelgan unos ganchos de los que a su vez penden unos trajes de tela basta y dura. Unos objetos con los que desgraciadamente estoy bastante familiarizado.
—Nos iban a colgar como a trofeos, pero les arruinamos la fiesta.
—Me temo que sí —reconoce Campos—. Se están perfeccionando. Ya no les llega con matar robots y han dado el salto a seres humanos. O simplemente, habíamos metido demasiado las narices en su juego y no querían seguir corriendo riesgos con los droides.
—Quizás después de este fracaso disuelvan la organización —aventura Alfredo con poco convencimiento.
—Quizás —repite Campos con aún menos convicción—. Ahora solo nos queda esperar que las aguas se calmen poco a poco y vuelvan a su cauce. Y en un futuro, quién sabe.
Yo tampoco confío demasiado en su disolución. No parece que el temor a la ley los lleve a romper una estructura jerárquica tan sólida y tan sumamente lucrativa. Se sienten fuertes, poderosos e invulnerables. Y realmente, por qué no reconocerlo, lo son. Nos han barrido con un simple soplo. Todo nuestro trabajo ha sido tirado por tierra. Arrasado. Y dadas las presiones a las que nos han sometido, en este momento poco podemos hacer salvo esperar.
Cuando salí del hospital, tres días después, mi decisión ya estaba tomada. París era un buen lugar para pasar desapercibido. Una especie de retiro espiritual para poner en orden mis ideas. Para poner algo de sentido a un rompecabezas en el que no terminaban de encajar algunas piezas. Dos de ellas disonaban de forma especial. Tú y Cifuentes. Y de alguna forma intuía que estabais relacionados de una manera casi perversa.
Mi viaje personal contigo era incuestionable. Cifuentes era diferente, nuestro vínculo era de otra naturaleza. Sin embargo, presentía que, por esos quiebros del azar, ambos formabais parte tanto de mi historia como de mi destino.
Quizás en el futuro nuestros caminos volvieran a cruzarse.
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Ana Rodríguez Monzón